Ese beso de telenovela
Ya lo sabemos. Ya lo buscamos, nos lo dijeron, nos lo cantaron, lo leímos en los libros porque queríamos entender, porque ya no aceptamos con la boca cerrada. Ya comprendimos y salimos a las calles porque quisimos, porque era tiempo, porque qué suerte que nos tocó vivirlo. Y sin embargo seguimos en la lucha. Pero lo tenemos claro, lo apoyamos y menos vamos a repetirlo porque no más películas en que la protagonista solo es ella si lo tiene cerca a él. La joven dama, como un bizcochuelo que no leva si no la quieren. Por supuesto que no, no lo supimos antes porque lo taparon, pero somos el pastel, el relleno, la cobertura con chocolate bien pareja para que se noten las rispideces y esa decoración con flores hechas a manga que llevan en el centro perlitas comestibles porque eso somos también, lo que brilla en las cosas. Pero acá seguimos, contra lo mismo.
Ya lo sabemos bien. Pero a veces puede pasar, porque no es fácil tomar lo que se pensó por años, que estaba hecho cemento de lo asentado, y colocar en los puntos estratégicos, ahí en los recovecos, las bombas para que estalle por el aire y con los pedazos levantar lo nuevo, que tenga las líneas de lo viejo pero solo para nunca olvidar por completo. Puede pasar y puede ser peor. Porque nos sigue gustando. Porque lo sabemos bien y lo tenemos claro y lo creemos pero acá estamos como la Cenicienta a la espera de que vengan con el zapato que perdimos por allí porque ese beso... esos sí que son besos y cómo nos gustan los besos. Los primeros. Debería existir una compilación para que en esos momentos en que precisamos podamos apretar play en algún lugar y verlos, que sean el remedio que usan los asmáticos cuando se quedan sin aire. Una especie de puf, cuarenta segundos de buenos besos y seguimos.
Lo sabemos bien. Lo repetimos. Pero después miramos series como Nadie quiere esto con ese beso que se dan, qué beso. Es para meter la mano dentro del televisor y arrancárselos. Ella, que es Kristen Bell, y él, que es Adam Brody, caminan por la calle mientras comen helado con cucharita hasta que se tienen que despedir y piensan –porque lo dicen– qué raro, con lo que nos gustamos no nos dimos un beso (poco antes habían decidido no enredarse porque ella no cree en la religión y él es rabino) y de pronto la telenovela de 1992 en 2024. Qué poco feminista. Él es el que hace, el que da las órdenes con su voz de caramelo para la garganta y la obliga a ella, dame el helado, soltá la cartera, y ella obedece sin siquiera quejarse con el gesto hasta que él se acerca, la huele, le pone una mano sobre la mejilla, la acaricia, hace una pausa y la besa: la agarra por la cintura y la música y el beso para un lado, el otro y las ganas de ocupar el espacio ajeno con la boca. Esa sensación. La del desborde.
Lo sabemos. La serie no importa, pero tiene ese beso que pega un codazo y rompe y dice que al final sí, que la bella despierta por el príncipe, que la media naranja, que él renuncie a su fe, que ella se convierta al judaísmo, que no les importe la madre, que ignoren a sus amigos, que se estrellen contra el sentido común, que sean los héroes de esta historia de amor que no existe y que no queremos más porque nos muestra como taradas pero que sigan, que cuando ella llore y le diga que no, que nunca se va a interponer en su camino, y se escape él la persiga, corra hasta encontrarla y le diga nada para darle otro beso como el primero. Una avalancha con la nieve que viene desde tan alto que es imposible de frenar. Eso, pero completamente hecho fuego.
Por supuesto que lo sabemos; nadie quiere esto y un poco sí. ¿Está mal? Quizá haya más feminismo, quizá podamos meter todo junto y sentir que no perdimos nada porque sabemos, lo tenemos claro, lo de antes y lo de ahora. Pero esos besos...