¿Escuelas o zonas liberadas?
Los colegios tomados retratan un país cada vez más alejado de las normas
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“Acá no entra nadie. Los profesores y las autoridades, afuera”. Con tono seco y marcial, la sentencia de una joven estudiante marcaba el inicio de la toma en una escuela. Pero retrataba, en realidad, algo mucho más profundo y peligroso. Los colegios tomados son el reflejo de una alteración del ordenamiento público, una supresión de las reglas de convivencia y un desafío a las normas básicas de la democracia. Pueden parecer grotescas, casi infantiles en su rebeldía caricaturesca, pero expresan –en verdad– una cultura de la anomia que se lleva puestas normas y jerarquías. La apropiación de una institución del Estado se ve como una herramienta legítima, la usurpación se confunde con una prerrogativa y la fuerza con un derecho. “La autoridad somos nosotros”, dice una minoría de militantes estudiantiles, embanderados en sus propias confusiones. ¿Y qué dicen los profesores? ¿Qué dicen los padres? ¿Qué dice la política? Entre silencios y complicidades, se quiebran los principios elementales del estado de derecho.
La Argentina naturaliza cada vez más el atropello. En el ámbito educativo, donde deberían cultivarse el pluralismo, el diálogo y el respeto a las reglas, parece regir una suerte de anarquía en la que se impone el más fuerte y se avasallan derechos con pasmosa liviandad. En ese paisaje, es notoria la ausencia de liderazgos docentes y de consensos dirigenciales. Los profesores, acorralados por un sistema que les ha amputado autoridad y autonomía, se ven desplazados en el debate como si apenas fueran actores de reparto. Se retiran ante el riesgo de ser desautorizados o “ninguneados”, convirtiendo la escuela en una zona liberada. La pulseada es entre grupos estudiantiles tan minoritarios como ideologizados y el gobierno de la ciudad. Los padres reproducen la polarización que divide a la sociedad y, en varios casos, reivindican la toma por simpatías o antipatías políticas que se trasladan al espacio educativo, contaminándolo con posturas militantes.
La reacción de dirigentes y gobernantes se define con las varas del oportunismo y de la conveniencia. Si la toma es “contra el otro”, la apruebo con simpatía. Si es “contra nosotros”, la combato y la descalifico. Se ha roto el consenso sobre el hecho de que las instituciones públicas no pueden ser usurpadas ni apropiadas. Las cosas están mal o bien según a quién convengan y a quién perjudiquen. Ese doble estándar tal vez sea el que mayor daño le ha provocado a la institucionalidad en la Argentina. Se ha extraviado el acuerdo sobre normas y límites elementales. Todo se mira y se juzga sin ecuanimidad, con el prisma de la especulación sectaria y cortoplacista, no del interés común ni de la defensa normativa.
Fracaso colectivo
El “espectáculo” de los colegios tomados expone un fracaso colectivo. Jóvenes de estamentos e instituciones privilegiadas no han aprendido lo elemental: que los reclamos –por más legítimos que puedan llegar a ser– no se expresan por la fuerza; no justifican la vulneración de derechos ni se pueden ejercer al margen de la legalidad. Cerrar la escuela no es una forma de defenderla. Ponerle un candado es ponerle un cepo no solo a la educación, sino también a la libertad de los demás. No hay folclore en el atropello ni épica en la violencia. Que esa lección no haya sido aprendida es algo que tal vez se explique por el discurso que emana del poder: el adversario es “la dictadura” y los cuestionamientos son “discursos de odio”. Todo se banaliza en un relato faccioso. Y desde esas deformaciones se desdibuja el valor del pluralismo. “La lucha” se impone sobre la convivencia civilizada.
Los intentos de “judicializar” el conflicto son otra arista del fracaso. No son jueces ni policías los que deben restablecer la vigencia de normas y valores en el ámbito escolar. Lo que se necesitan son docentes que recuperen una voz de liderazgo y autoridad. Se necesita un respaldo a ese rol esencial de profesores y maestros, hoy asediado por los padres, las burocracias y la inquisición de las redes sociales. Un profesor que intente poner límites o reclame una sanción quedará expuesto a “la hoguera”.
Se necesita recuperar los acuerdos básicos: no importa que la toma sea de un lado o de otro de la General Paz. No son un recurso aceptable, ni contra un gobierno ni contra el de signo contrario. El quiebre de la institucionalidad y de las normas siempre está mal. Ese juicio no puede subordinarse a una mezquina especulación sectorial. Debe haber un interés superior al de cualquier facción o partido: la defensa del sistema de convivencia.
Los actos de fuerza plantean, en general, dilemas complejos. ¿Cómo se los enfrenta? Esa autoridad desdibujada no se va a recomponer mágicamente, como tampoco se va a revertir de un plumazo el fracaso que ha desembocado en hechos como los que vemos desde hace varios días en decenas de escuelas porteñas. Pero al menos se pueden hacer esfuerzos, intentos simbólicos, demostraciones de liderazgo y madurez. Nunca es tarde para retomar el camino de la sensatez; mucho menos para inculcar la racionalidad y el diálogo.
Puede parecer ingenuo, o acaso voluntarista, pero ¿no sería auspicioso que profesores y directivos se paren frente a las escuelas tomadas, sobre una tarima improvisada, y dicten clases de derechos cívicos, de responsabilidad ciudadana, de obligaciones con las instituciones públicas y de estrategias legítimas de reclamo?
¿No deberíamos estar leyendo documentos elaborados por docentes y autoridades para promover un debate reflexivo con los padres? ¿Tan difícil sería que el ministro de Educación de la Nación o el propio Presidente desalienten y condenen las tomas, aunque la protesta se dirija a un gobierno de otro signo político? Pequeños gestos tal vez permitirían alumbrar una Argentina distinta.
“Les pibis” tienen derecho a que se les enseñe el valor de las normas, a que se ejerza la autoridad docente y a que se le ponga límite a su confusión adolescente. Tal vez, en el fondo, estén reclamando eso: que no los dejen hacer lo que se les ocurra y que no les permitan apoderarse de la escuela; que los profesores sean profesores y los adultos sean adultos.
En un país no demasiado lejano regía un sistema de premios y castigos. Era un sistema que empezaba a practicarse en los hogares, se continuaba en las escuelas y funcionaba después en la “vida real”. En ese país, las aulas eran controladas por los docentes, las calles por el Estado y la convivencia por la ley. Cuando se transgredían las normas había penitencias, amonestaciones y penas. Cuando se hacían méritos, había estímulos y reconocimientos.
El quiebre de la institucionalidad democrática desmoronó esa estructura de valores. La violencia y la intolerancia usurparon los territorios de la legalidad hasta alcanzar extremos dolorosísimos. ¿Cómo recuperar el sentido de las normas, del orden democrático, de la legítima autoridad? Tal vez ese interrogante encierre uno de los principales desafíos de la Argentina. ¿Puede haber desarrollo sin reglas? Los resultados están a la vista.
El orden democrático
Las escuelas tomadas no son, entonces, un espectáculo folclórico de rebeldía adolescente. Son el síntoma de una sociedad que se desplaza todo el tiempo hacia los márgenes de la anomia y de la ley del más fuerte. Tal vez podamos empezar por devolverle a la palabra “orden” un significado virtuoso, despojándola de una connotación peyorativa y sospechosa. El orden está esencialmente ligado a la libertad, como el caos y la anarquía están asociados a la opresión y la fuerza. Quizás el núcleo de ese gran acuerdo nacional que tanto se menea y tanto se boicotea pase simplemente por ahí: por defender, practicar y enseñar las normas. Quebrarlas siempre está mal, se lo haga en nombre de una ideología o de otra, de un partido o del contrario. Enseñárselo a los más jóvenes debería ser una obligación de la democracia.