Escritores en construcción
¿Cómo se adquiere el talento para crear mundos imaginarios tan complejos como eso que llamamos realidad?
Hace muchos años adapté, y mis alumnos de taller ya deben estar cansados de escucharla, aquella frase que alguien pintó en las paredes de Londres a fines de la década del 60 ("Clapton is God") al terreno de la literatura: la frase quedó como "Cheever es Dios", y suele servir para rematar la conversación cada vez que el nombre del escritor estadounidense surge entre nosotros. ¿Pero cómo llega uno a ser Dios, cómo se adquiere el don o el talento para crear mundos imaginarios tan complejos como eso que llamamos realidad? Por lo general, a través de años gastados en ensayos y borradores, que los pocos escritores tocados por la suerte se dedicarán más tarde a olvidar, ocultar o destrozar. En el caso de Cheever, algunos de esos cuentos de aprendizaje aparecieron recopilados en inglés con el título Thirteen uncollected stories, y se editaron en castellano como El hombre al que amó y otros cuentos dispersos. Son relatos de la década del 30 y 40 (no hay en esas páginas los acostumbrados suburbios ni las vidas domésticas e infidelidades, sino hipódromos, casinos, bares y un ambiente general de crisis y decadencia) y es justo decir que algunos de ellos eran ya breves obras maestras. Pero si bien en "Autobiografía de un agente viajero", "De paso", "Bayonne" o "Saratoga" se intuye la capacidad narrativa del Cheever que apenas una década más tarde demostraría ser uno de los más grandes cuentistas del siglo XX, también es cierto que un lector atento advertirá las marcas y los tropiezos de un autor en construcción.
Una mujer les cuenta a sus hijos que años atrás intentó suicidarse ingiriendo las cabezas de doscientos veintidós fósforos
Diez años pasaron entre la aparición de 222 patitos y 00, los dos primeros volúmenes de relatos del escritor argentino Federico Falco (General Cabrera, Córdoba, 1977), y esta reedición de 222 patitos y otros cuentos que se distribuye ahora. En el medio, Falco publicó poemas, una nouvelle y La hora de los monos, uno de los mejores libros de su generación. Con 222 patitos asistimos, como sucede con El hombre al que amó, al nacimiento de un escritor. La comparación no es todo lo ociosa que parece: Falco es un atento lector de la literatura estadounidense del siglo pasado y un confeso admirador de la obra de Cheever, y en estos textos de iniciación también se hacen evidentes algunos rasgos que volverán a aparecer, depurados y enriquecidos, en La hora de los monos. Por poner dos o tres ejemplos: la voluntad de desarrollar una literatura que hunde sus raíces en la tradición realista pero se desliza, de un momento a otro, hacia un terreno de irrealidad y fantasía; la construcción de una geografía literaria (muchos de estos cuentos están situados en General Cabrera) que sirva de escenario para el despliegue de una mitología folclórica; cierta morfología arborescente que pone en escena, dentro de los límites impuestos por el género, la mayor cantidad de historias posibles dentro de una misma trama.
Una mujer les cuenta a sus hijos que años atrás intentó suicidarse ingiriendo las cabezas de doscientos veintidós fósforos. Un chico profana un santuario para robar el pelo que la chica que le gusta le ofrendó a la Virgen y desata consecuencias funestas. Otra mujer apaga, con paciencia y hasta dulzura, la vida de cada nuevo cachorro que su perra embarazada logra expulsar. Otro chico baja una mañana al río que corre entre las sierras y en el medio de la nada se encuentra con un desconocido que, mientras conversa distraídamente con él, va quitándose la ropa hasta quedar desnudo. "¿Qué hacer con un pequeño gato muerto, en medio de la ciudad, en un departamento minúsculo?", se pregunta el protagonista de "El hombre de los gatos", que busca en estos animales la conexión sentimental que no puede establecer con sus semejantes. Estas son apenas algunas de las situaciones o anécdotas con las que trabaja Falco en 222 patitos. Pero, como sucedía con los textos más sobresalientes de La hora de los monos ("Flores nuevas", "Las aventuras de la señora Ema", "La hora de los monos"), los relatos que más destacan aquí son aquellos en los que los avatares de la vida de un personaje trazan, con el paso del tiempo, una suerte de novela en miniatura: la historia familiar de "Un hombre feliz", la misteriosa y reveladora reunión de amigos de "Pinar", y esa reescritura cordobesa de Madame Bovary que lleva por título "Ada".
"¿Qué hacer con un pequeño gato muerto, en medio de la ciudad, en un departamento minúsculo?", se pregunta el protagonista de "El hombre de los gatos"
En el prólogo de Un lento aprendizaje, su único libro de cuentos, Thomas Pynchon manifiesta la reacción que tuvo al volver años más tarde sobre aquellos viejos textos de juventud. Por un lado, malestar físico. Por el otro, la tentación de reescribirlos por completo. "Ambos impulsos cedieron a uno de esos estados de serenidad propios de la mediana edad, y ahora creo que he llegado a ver con claridad cómo era el escritor de entonces y a entenderme con él". Pero eso únicamente lo puede sentir un autor al intentar asomarse a su obra con otros ojos. Para los lectores, que fueron ajenos a esa concepción, queda reservado un placer de resonancias voyeurísticas: ser testigo de los primeros pasos de alguien antes de que el mundo lo terminara de considerar un autor.
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