El protagonismo de las mujeres en la literatura crece en la era del #MeToo y las reivindicaciones de género. Sus obras hace tiempo que son, sin embargo, parte fundamental de la imaginación creadora. Aquí, una selección de autoras indispensables
Hace dos siglos, cuando publicó Frankenstein, mito decisivo de la modernidad, Mary Shelley prefirió no poner su nombre: salió como anónimo. Poco más tarde la nada sumisa Amantine Dupin prefirió firmar como George Sand: sabía que sin adoptar un seudónimo masculino (y a veces camuflarse con ropas de hombre) nadie le iba a prestar atención a sus libros. La británica George Eliot (Mary Ann Evans) era más parroquial, pero sospechaba lo mismo. A Emily Dickinson ni siquiera se le cruzó por la cabeza publicar sus versos: fue póstuma. Las apasionadas –y aisladas– hermanas Brontë son una de las excepciones.
Esos ejemplos desperdigados sirven para contrastar, si hacía falta, pasado y presente. Una nota publicada en España a comienzos de 2019 anunciaba que el mundo editorial pensaba apostar este año a las obras escritas por mujeres. El oportunismo de los grandes conglomerados, en la estela del #MeToo, es en realidad una demorada nota al pie. Más allá de los decisivos reclamos de género o denuncias de desigualdades (una reciente fue por ausencia femenina en la nominación para el Premio Vargas Llosa), en términos creativos los libros firmados por mujeres son desde hace tiempo, y cada vez más, un motor ineludible de la literatura. Por cierto, las mujeres estuvieron en primer plano como lectoras desde el principio. Lo que hoy entendemos por literatura –un concepto que, siguiendo a Roland Barthes, no tiene todavía tres siglos de vigencia– surgió con el ingreso de las mujeres al mercado lector. Pamela (1740), de Samuel Richardson, que de todas las historias posibles narra con técnica epistolar la historia de una pía muchacha que es acosada sexualmente por su empleador, suele ser considerada la primera novela moderna.
Más cerca en el tiempo, Virginia Woolf se dedicó a discutir en Un cuarto propio (1929) si, de haber tenido acceso a la educación, las mujeres no hubieran producido su propio Shakespeare. A pesar del activismo modelo de Simone de Beauvoir durante las décadas posteriores, las rémoras nunca desaparecieron. La canadiense Alice Munro (1931), una de las mayores cuentistas contemporáneas, siempre cuenta su experiencia: criada en la campiña de la zona de Ontario, de formación presbiteriana, empezó a escribir ya adulta medio a escondidas, en la cocina, en los huecos de la vida cotidiana. Lo hizo por placer y necesidad: en su mundo las mujeres no escribían.
A Munro, sin embargo, no le gusta que le hablen de literatura femenina. Tampoco a la argentina Liliana Heker, que en una reciente entrevista en Ideas, al recordar su participación en la revista El Grillo de Papel, donde era la única mujer, subrayó: "La clasificación literatura femenina me resultaba irritante y discriminatoria. No creía ni creo que haya una literatura femenina, hay hombres y mujeres que escriben y que leen".
La visita a la mesa de novedades de una librería (o su cotejo virtual) basta para descubrir que las mujeres que escriben ocuparon su lugar por el solo peso de sus libros, sin necesidad de recurrir al artilugio de ningún cupo. Al lado de fenómenos como el de J. K. Rowling o la misteriosa italiana Elena Ferrante (con su trilogía Las dos amigas), el de las escritoras policiales británicas, suecas o francesas (Åssa Larsson, la gran Fred Vargas) aparecen nombres menos masivos, pero que reflejan la interminable gradación de la literatura de hoy: la belga Amélie Nothomb (siempre irónica y punzante), la prolífica Joyce Carol Oates (que se mete con los mitos norteamericanos), Siri Hustvedt, Nicole Krauss, Jhumpa Lahiri, la española Almudena Grandes. Hay también secretos que merecen más lectores: el de la rusa Ludmila Ulitskaia, la inglesa Hilary Mantell, la francesa Annie Ernaux o la japonesa-alemana Yoko Tawada.
La creación latinoamericana es también cada vez más profusa (el arco puede extenderse de las mexicanas Margo Glanz y Valeria Luiselli a la chilena Alejandra Costamagna). Dentro de ella, el ala argentina es de las más activas: de Heker o Claudia Piñeiro a Samanta Schweblin, pasando por Selva Almada, Mariana Enríquez, María Gainza o las arriesgadas novelas de Ariana Harwicz, por citar unos pocos nombres, puede trazarse algo más que el pulso de una época.
Los libros escritos por mujeres pueden ser abordados desde múltiples perspectivas (de la más temática a la más política), pero la praxis –la curiosidad, el placer– de la lectura precede a cualquier teoría. Las diez escritoras de las que se habla a continuación –sumadas a las ya nombradas– son apenas una de las combinaciones posibles del mapamundi literario de hoy. No hay poetas (que merecerían un tratado aparte) ni narradoras en castellano (por la simple razón de que se les reserva una próxima entrega). La nota, por último, fue escrita por alguien de género masculino. ¿Hay que buscar motivos? No. Es pura cuestión empírica. Sin voluntarismo, y sin casi haberlo notado, al hacer cuentas descubrió que en lo que va del calendario la mayoría de los libros que leyó llevaban las firmas de mujeres.
Chimamanda Ngozi Adichie
Nacida y criada en Nigeria, Adichie (1977) ya había llamado la atención con dos novelas (La flor púrpura y Medio sol amarillo), cuando Americanah (2013) la colocó como intérprete de los cruces culturales contemporáneos. Las narraciones anteriores tenían como marco el país africano (la primera sobre los efectos del catolicismo en una familia; la segunda durante la guerra de Biafra). Americanah cambia parcialmente de escenario: cuenta la experiencia de Imelfu, que (como la propia Adichie) se traslada a hacer sus estudios en Estados Unidos. Allí no solo descubre la condición de extranjería, sino también –algo que sus parámetros no contemplaban– que es una persona de color. Con el contraste de la dictadura militar nigeriana de fondo, Americanah también refleja cómo la lógica contemporánea puede desviar y dejar en suspenso la posibilidad amorosa (a Obinzu, su novio en Nigeria, le niegan la visa de entrada después del 11 de septiembre). Al año siguiente, Adichie publicó un breve texto, reflejo de una charla TED, Por qué todos deberíamos ser feministas, que la convirtió en una figura pública influyente. Todavía se espera su nueva novela.
Rachel Cusk
La literatura también tiene sus sobredosis: los libros de giro autobiográfico se convirtieron en la última década en legión. Cualquier historia personal parecía buena excusa para un libro. Algunos, como el noruego Karl Ove Knåusgaard, construyeron un monumento con su propia vida. Cusk (que nació en Canadá en 1967, pero creció y vive en Gran Bretaña) también cultivó, después de algunas novelas tradicionales, esa vertiente, pero algo no salió bien: el amargo libro sobre su divorcio y el declarado arrepentimiento de haber sido madre le valieron críticas de conservadoras y de progresistas. Luego de eso Cusk se concentró en una trilogía (A contraluz, En tránsito y Prestigio) en que produjo su propio desvío. La protagonista en primera persona es una escritora que se acaba de separar, pero sobre la que no hay mayores datos. Su voz funciona como una suerte de imán que recolecta lo que le cuentan las personas con que dialoga, ya sea en un avión, la calle o un festival literario. Lo que hila la trama son los argumentos ajenos, memorables relatos marcados por el ritmo oral, un desplazamiento que inaugura otra forma de narrar.
Virginie Despentes
Si alguien todavía asocia la idea de escritora con el viejo estereotipo de la sensibilidad contemplativa, debería frecuentar a esta autora francesa para arrancar sus prejuicios de raíz. Despentes (1969) fue transgresora desde el comienzo. Su primera novela, Baise-moi (se tradujo como Fóllame), dejaba ya en claro que la provocación era una de sus armas. Su ensayo Teoría King Kong es su manifiesto feminista, donde, más allá "de la hembra y el macho", hace hincapié en "lo que está antes de cualquier binarismo". Su reciente trilogía Vernon Subutex es consecuente con esa concepción: es, por sobre todo, un fresco generacional (el de los que orillan los cincuenta) y, a la vez, una fulminante descripción del cuadro de situación en un capitalismo "donde lo único que importa es lanzarse hacia lo peor, de la manera más rápida posible". Vernon, el protagonista, el dueño de una disquería que queda literalmente en la calle, es el polo alrededor del cual circula toda clase de criaturas al borde de una crisis de nervios terminal. Despentes es ecuánime en su retrato: hombres, mujeres, transexuales pasan todos por el mismo filtro, sin concesiones.
Joan Didion
Los caminos de la celebridad –porque de eso se trata en este caso– son a veces sinuosos. Solo así se explica que esta experimentada cronista y novelista estadounidense (nació en 1934) de notable recorrido haya sido "descubierta" para un público más amplio en la última década. Representante del nuevo periodismo, cronista de Vogue y otras publicaciones, Didion tenía en su curriculum una novela decisiva (Democracy, 1984) que todavía espera turno para circular en español cuando El año del pensamiento mágico (2005) la colocó, de manera tardía, en el primer plano que hacía tiempo se le debía. El libro cuenta el duelo causado por la muerte inesperada de su marido y, al mismo tiempo, el drama de su hija, internada e inconsciente al momento de aquella tragedia. Esta exploración del dolor continuaría en Noches azules (2011), en que se habla de la muerte de la propia hija. El díptico de Didion dio impulso a la nueva ola confesional, pero tiene un detalle intransferible: su análisis en tiempo real captura con sentimiento pero sin sentimentalismos, con frialdad pero empatía, el asombro de haberse quedado sola, por partida doble, en la vejez.
Svetlana Alexiévich
Por una vez se puede anotar una en el haber del momentáneamente desactivado Premio Nobel de Literatura. De no haber sido señalada como continua candidata (finalmente recibió el galardón en 2015), la obra de la periodista bielorrusa difícilmente hubiera llegado a ser traducida de manera abarcativa. Alexiévich construye sus libros de manera polifónica: se arman a través de testimonios que, a la manera de un coro griego, van perfilando una historia verídica. El método recuerda el de otra escritora: Elena Poniatowska ya lo había utilizado en La noche de Tlatelolco, donde contaba la matanza de estudiantes en México en 1968. Alexiévich, sin embargo, hizo de esa técnica una ética constante. No hay prosa personal. Su arte está en el modo en que ensambla las voces que fue recolectando con paciencia de orfebre periodística. Voces de Chernóbil –su trabajo más conocido– refleja como no podría hacerlo ninguna ficción el desastre nuclear y fue en parte inspiración de la reciente serie. La guerra no tiene rostro de mujer, menos conocido, cuenta la Segunda Guerra Mundial a través del prisma de las mujeres que formaron parte del Ejército Rojo, obviadas de todas los registros. Cada uno de sus libros (Últimos testigos; El fin del homo sovieticus) son crónicas ejemplares que se leen, sin querer, a un ritmo novelístico.
Margaret Atwood
Digámoslo desde un comienzo. La canadiense –novelista, cuentista, ensayista y poeta– es una autora archiconocida en el mundo anglosajón y más allá desde hace décadas, pero la versión televisiva de El cuento de la criada volvió a darles visibilidad al resto de sus libros, que, en realidad, nunca dejaron de estar ahí. La ahora celebérrima distopía que imagina un mundo de mujeres sojuzgadas para concebir fue también objeto de debate cuando se publicó, en 1986 (y, de hecho, tuvo su inmediata versión fílmica). La obra de Atwood es variadísima y puede ir del relato histórico (Alias Grace) a la novela posapocalíptica (la trilogía Oryx y Crake). No le gustan las etiquetas: ni la de ciencia ficción ni la de feminismo, aunque en sus libros las tensiones entre poder, género y relato son una constante, no muy distantes de las torsiones magistrales que realizaba por entonces con los cuentos de hadas (vale la pena nombrarla) la inglesa Angela Carter. A punto de cumplir ochenta años, la canadiense sigue tan activa como siempre.
Arundhati Roy
A mediados de los años noventa, El dios de las pequeñas cosas fue designada por la crítica anglosajona un mojón de la literatura poscolonial: su autora era una joven india que, a su manera, prometía replicar el camino de Salman Rushdie (por su éxito en el Booker Prize, no por la fatwa de Khomeini). Después de esa historia familiar enhebrada alrededor de la vida de dos gemelos, sin embargo, Roy desistió del mandato de publicar novela tras novela. Permaneció en su país natal y se dedicó a la defensa de diversas causas ecológicas, en las que particularmente se opuso a los desarrollos nucleares y a la construcción de represas. Recién hace un par de años dio a conocer una nueva obra narrativa, El ministerio de la felicidad suprema. Las críticas no fueron unánimes, como si el grado de ambición de la trama –y los veinte años desde El dios de las pequeñas cosas– obligaran a una lectura más demorada. En el libro no hay un personaje principal sino varios y el arco temporal abarca décadas y hechos históricos centrales de la India. Roy va a contramano de lo que está de moda entre las novelas extensas tan frecuentes en inglés. Pero esa es, si se quiere, su defensa. Roy no es inglesa: es india.
Lorrie Moore
Cualquiera que haya hecho sus incursiones por la literatura del siglo pasado sabe de la centralidad del cuento en la tradición estadounidense: después de Hemingway y Scott Fitzgerald, vino John Cheever, y después todavía Raymond Carver. Más recientemente las mujeres tomaron el género sin necesidad de asalto: basta con nombrar a Lydia Davis o Amy Hempel (un rasgo de los personajes de Hempel: siempre carecen de nombre.) Más difundida por estas tierras –vendrá de hecho para el próximo Filba– es Lorrie Moore, una fabuladora que en sus relatos –desde el temprano Autoayuda– conjuga, con el mismo pase de manos, el humor más delicado y la desolación más inadvertida, la convicción de que el estilo expresa todo y una inteligencia contemporánea, llena de filo. También tiene novelas. En Al pie de la escalera tocaba el tema de la adopción y en ¿Quién se hará cargo del hospital de rana? (1994)–que acaba de reeditarse en nueva versión de Inés Garland–, se rememora una amistad adolescente, con el tema del aborto en el horizonte.
Jenny Erpenbeck
La literatura en lengua alemana tiene una cantidad notable de autoras (incluso tiene su Nobel: Herta Müller), pero a pesar de eso sus nombres se citan menos de lo que deberían: ¿cómo perderse a la ya fallecida Christa Wolf o a Katja Lange-Müller, por ejemplo? Como ellas, Erpenbeck (1967) viene del este, de la antigua RDA, y su perspectiva está marcada por ese origen y, de manera sutil, el trauma de la reunificación. Uno de sus libros, El fin de los días, tenía veladas alusiones a la dictadura argentina. En el último año Yo voy, tú vas, él va llegó a las páginas de The New York Times impulsado por su temática: los migrantes. Con un estilo etéreo, pero preciso, Erpenbeck cuenta la relación que establece un viejo profesor jubilado con un grupo de africanos que están instalados en una plaza y buscan obtener el estatus de refugiados. Haciendo un agudo equilibrio entre la corrección política y su reverso, lo que empieza a revelarse es que todos –incluso en la propia tierra- somos de alguna manera extranjeros. Erpenbeck trabajó con múltiples testimonios de inmigrantes, lo cual le da a su libro cierto parentesco con los de Alexiévich: es una ficción con trabajo de campo, infiltrada de realidad.
Minae Mizumura
En la lengua del ubicuo Haruki Murakami, las mujeres tal vez no sean la regla, pero están lejos de ser la excepción: al fin de cuentas clásicos medievales como La historia del Genji o El libro de la almohada salieron de plumas femeninas (Murasaki Shikibo y Sei Shonagon). A nombres recientes como el Hiromi Kawakami, que responde a la melancólica languidez que el lugar común asocia con lo oriental, se le puede oponer la densidad artística de Minae Mizumura (1951), una escritora que hizo de la tensión entre la influencia occidental y su parcial rechazo la materia de su libro más importante: Una novela real. Mizumura, que pasó su adolescencia en Estados Unidos y podría haberse convertido en una autora en inglés, narra en el prólogo narrativo de su extensa novela la supuesta ocasión autobiográfica que decidiría el destino de su propio libro y que la lleva a otra historia (toda novela real es, paradójicamente, ficticia, sugiere). En este novelón oriental hay un intertexto clásico y occidental: Cumbres borrascosas. Tal vez no haya manera más justa de cerrar el bucle de esta nota que ese reenvío a la novela que en el siglo XIX, en un apartado pueblo minero del norte de Inglaterra, labró una muchacha genial y algo inconsciente, que viviría apenas treinta años y se llamaba Emily Brontë.