Escribir, leer, corregir, releer
Por Susan Sontag The New York Times
NUEVA YORK.- Leer novelas me parece una actividad tan normal, en tanto que escribirlas es una tarea tan rara... Así lo pienso, al menos, hasta que recuerdo cuán firme es la relación entre ellas. (Aquí no habrá generalidades blindadas. Apenas unas pocas observaciones.) Primero, porque escribir es practicar, con especial intensidad y atención, el arte de la lectura. Se escribe para leer lo escrito, ver si está bien y, como, por supuesto, nunca lo está, corregirlo una, dos, cuantas veces sea necesario hasta obtener algo cuya relectura sea tolerable. Uno es su primer lector, quizás el más severo. "Escribir es sentarse a juzgarse a sí mismo", escribió Ibsen en la guarda de uno de sus libros. Cuesta imaginar la escritura sin la relectura. Pero, ¿acaso lo escrito de un tirón nunca está bien? Sí, a veces está más que bien. Y eso sólo indica, al menos para esta novelista, que si lo miras o lo recitas con mayor detenimiento -o sea, si lo relees-, podría quedar todavía mejor.
No quiero decir con esto que el escritor tiene que agitarse y sudar para producir algo bueno. "Lo que se escribe sin esfuerzo por lo general se lee sin placer", dijo el doctor Johnson; la máxima me parece tan alejada del gusto contemporáneo como su autor. Sin duda, mucho de lo escrito sin esfuerzo causa gran placer. No se trata del juicio de los lectores -que bien pueden preferir un escritor más espontáneo, una obra menos trabajada-, sino de un sentimiento de los escritores, esos profesionales de la insatisfacción. "Si, de primera, pude llegar hasta aquí sin demasiado esfuerzo, ¿no podría ser aún mejor?", piensa uno. Y aunque corregir y releer suenan a esfuerzo, en realidad son las partes más placenteras del escribir. A veces, las únicas placenteras.
Inventar, saltar, volar, caer
Si tienes noción de qué es "literatura", ponerte a escribir es tremendo, te intimida. Es zambullirte en un lago gélido. Luego viene la parte caliente, cuando ya tienes algo que elaborar, mejorar, pulir. Si es un revoltijo, tienes la oportunidad de enmendarlo. Tratas de ser más claro. O más profundo, O más elocuente. O más excéntrico. Procuras ser fiel a un mundo. Quieres que el libro sea más amplio, más concluyente. Quieres elevarte por sobre ti mismo. Quieres arrancar el libro de tu mente porfiada. La novela está dentro de tu cabeza, del mismo modo en que la estatua está sepultada en el bloque de mármol. Tratas de liberarla. De que esa página detestable se aproxime más a lo que debería ser tu libro, a lo que, en tus espasmos de exaltación, sabes que puede ser. Lees las oraciones una y otra vez. ¿Esto es el libro que estoy escribiendo? ¿Esto es todo?
Supongamos que va saliendo bien. Porque a veces sale bien. (Si no fuera así, uno se volvería loco.) Ahí lo tienes. Aunque seas el escriba más lento y el peor dactilógrafo al tacto, vas desgranando palabras sobre el papel y quieres seguir adelante; después, lo relees. Quizá no te atreves a sentirte satisfecho, pero, al mismo tiempo, te gusta lo que has escrito. Adviertes que lo volcado en esa página te causa placer: el placer del lector.
En conclusión, escribir es darte a ti mismo una serie de permisos para expresarte en determinadas formas. Para inventar, saltar, volar, caer. Para descubrir tu modo característico de narrar e insistir, o sea, para encontrar tu libertad interior. Para ser estricto sin caer en la autocrítica mordaz. Sin detenerte con excesiva frecuencia a releer lo escrito. Y cuando te atrevas a pensar que te está saliendo bien (o no demasiado mal), permitiéndote simplemente seguir remando sin esperar el impulso de la inspiración.
Los escritores ciegos nunca pueden releer lo que han dictado. Tal vez a los poetas no les importe tanto, pues suelen elaborar mentalmente la mayor parte de sus poemas antes de volcar al papel una sola línea. (Los poetas viven de su oído, mucho más que los prosistas.) Además, no poder ver no significa no poder revisar. ¿Acaso no imaginamos a las hijas de Milton, al término de cada jornada, leyéndole en voz alta todo lo dictado y apuntando sus correcciones? Los prosistas, que trabajan en un depósito de palabras, no pueden retener todo en su cabeza. Necesitan ver lo escrito. Hasta los que parecen más lanzados, más prolíficos, deben de sentir esto. (Al quedar ciego, Sartre anunció que su vida de escritor había acabado.) Pensemos en el corpulento y venerable Henry James yendo y viniendo por una habitación de Lamb House, dictando El cuenco de oro a una secretaria. Cuesta imaginar que haya podido dictar su prosa tardía, menos aún junto a una ruidosa Remington del 900, pero, aparte de eso, ¿no suponemos que James releía lo escrito y lo corregía profusamente?
Hace dos años, cuando mi recaída en el cáncer me obligó a interrumpir En América , ya casi terminada, un bondadoso amigo de Los Angeles, sabiendo de mi desesperación y mi temor a no poder terminarla nunca, se ofreció a tomar licencia en su trabajo, venir a Nueva York y quedarse conmigo cuanto fuera necesario para tomar al dictado el resto de la novela. Tenía hechos los primeros ocho capítulos (o sea, los había corregido y releído muchas veces), había empezado el penúltimo y, por cierto, sentía que tenía en la mente, por entero, el arco de esos dos capítulos finales. Sin embargo, tuve que declinar su ofrecimiento generoso y conmovedor. No sólo porque ya estaba demasiado atontada, por una quimioterapia drástica y montones de analgésicos, para recordar el plan trazado. No me bastaba escuchar lo dictado: necesitaba poder verlo, releerlo.
Paraíso de libros
Por lo común, la lectura precede a la escritura. Y, casi siempre, aquélla dispara el impulso de escribir. La lectura, el gusto por ella, es lo que te hace soñar con llegar a ser escritor. Y mucho después de haberlo logrado, leer libros escritos por otros -y releer los amados libros del pasado- constituye una distracción irresistible del trabajo de escribir. Distracción. Consuelo. Tormento. Y, sí, inspiración. Desde luego, no todos los escritores lo admitirán. Recuerdo que una vez le hice un comentario a V. S. Naipaul acerca de una famosa novela inglesa del siglo XIX, que yo amaba, suponiendo que él la admiraba tanto como yo y como todos mis conocidos que se interesaban por la literatura. Pero no: dijo no haberla leído y, al ver reflejarse en mi rostro la sorpresa, añadió en tono severo: "Susan, no soy lector. Soy escritor".
Muchos escritores que han dejado atrás la juventud afirman que, por diversas razones, leen muy poco y, en verdad, leer y escribir les resultan, en cierto sentido, incompatibles. Quizá lo sean para algunos. No me corresponde juzgarlos. Si los mueve el temor a la influencia ajena, me parece una inquietud vanidosa e insustancial. Si es por falta de tiempo -sólo disponen de determinadas horas por día y, evidentemente, las dedicadas a la lectura se restan de aquellas en que podrían escribir-, ese es un ascetismo al que no aspiro. El viejo dicho de "perderse en un libro" no es una fantasía vana, sino una realidad modélica y adictiva. Virginia Woolf dijo en una carta esta frase famosa: "A veces pienso que el paraíso debe de ser una lectura constante e incansable". Sin duda, citando nuevamente a Woolf, lo paradisíaco radica en que "el estado de lectura consiste en la eliminación absoluta del yo". Por desgracia, nunca perdemos el yo, como tampoco podemos pisar nuestros propios pies. Pero ese arrobamiento que es la lectura se asemeja lo bastante al trance como para hacernos sentir desprendidos del yo.
Al escribir una novela o cuento -al habitar otros yos-, experimentamos la misma sensación de embeleso que al abstraernos en la lectura. Hoy día, a todos nos gusta pensar que escribir es una mera forma de autocontemplación (también llamada autoexpresión). Si, supuestamente, ya no somos capaces de tener sentimientos genuinamente altruistas, tampoco seríamos capaces de escribir acerca de otras personas. Pero eso no es cierto. William Trevor habla de la audacia de la imaginación no autobiográfica. ¿Por qué no habríamos de escribir para huir de nosotros mismos tanto como para expresarnos? Escribir acerca de otros es mucho más interesante.
Ni falta hace decir que presto pedacitos de mí misma a todos mis personajes. Cuando mis inmigrantes polacos de En América llegan al sur de California del Sur en 1876 (están en las afueras de la aldea de Anaheim), salen a caminar por el desierto y sucumben a una visión aterradora, transformadora, de vacío. Estoy segura de que me inspiré en el recuerdo de mis caminatas infantiles por el desierto del sur de Arizona, en las afueras de Tucson, que por entonces, en los años 40, era un pueblito. En el primer borrador de ese capítulo había pitahayas en el desierto californiano. En el tercero, ya las había suprimido de mal grado. (Lamentablemente, no hay ninguna al oeste del río Colorado.) Aquello sobre lo que escribo es diferente de mí. También es más elegante y sagaz, porque puedo corregirlo.
La gran diferencia
Mis libros saben lo que, en un tiempo, yo supe en forma caprichosa e intermitente. Y aun al cabo de tantos años de oficio, conseguir el mejor texto en una página no parece en absoluto más fácil. Todo lo contrario. Esta es la gran diferencia entre leer y escribir. Leer es una vocación, una habilidad, cuya práctica te hará, seguramente, más experto. Como escritor acumulas, más que nada, incertidumbres y angustias. Todos estos sentimientos de ineptitud por parte del escritor (al menos, en mi caso) se basan en la convicción de que la literatura es importante, y, por cierto, "importante" es una palabra demasiado pálida. De que hay libros "necesarios", esto es, libros que, al ir leyéndolos, sabes que volverás a leer. Quizá, más de una vez.
¿Hay acaso privilegio mayor que tener una conciencia expandida por la literatura, colmada de ella, dirigida hacia ella? Libro de sabiduría, dechado de retozo mental, dilatadora de simpatías, registro fiel de un mundo real (y no tan sólo de la conmoción interna de una mente), sierva de la historia, defensora de emociones opuestas y desafiantes... una novela que se siente necesaria puede ser, debería ser, la mayoría de estas cosas. En cuanto a si seguirá habiendo lectores que compartan este concepto elevado de la ficción, y, bueno, "no hay futuro para esa pregunta", como replicó Duke Ellington cuando le preguntaron por qué actuaba en las funciones matinales del Apollo. Lo mejor es, simplemente, seguir remando.
Traducción de Zoraida J. Valcárcel