Escaleras infinitas que conducen a la nada
Esa mañana caminaba a la vera del río. De pronto, alcé la vista y divisé a lo lejos una estructura de madera. Era una construcción sencilla, una suerte de cubo ligeramente aplanado, en cuyo interior había una serie de pequeñas escaleras de tamaños distintos que iban en direcciones diversas. De inmediato vino a mí la idea de un laberinto. Creí reconocer en ese alzamiento alguna clase de enigma, y mientras me aproximaba a paso lento, dejándome acariciar por el sol de la mañana, recordé el laberinto de escaleras que creó M. C. Escher, un intrincado andamiaje que desafía las leyes de la gravedad. Ascendí sin prisa dos escaleras breves de tres o cuatro peldaños, y otra apenas más extensa que me condujo a uno de los miradores del piso superior, una superficie exigua desde la que se divisa la línea del horizonte y en la que en las mañanas más límpidas suele insinuarse, con la fuerza de un espejismo, la silueta del Uruguay. Una vez en la altura llamó mi atención el cambio sutil que provocó en mi estado de ánimo esa ligera variación de perspectiva, a una modesta distancia del suelo que estimé en ocho metros; no había casi gente en el parque, de modo que el silencio acentuaba una sensación extraña. Sentí una placidez serena, como si hubiese dejado atrás alguna forma del pesar o la desdicha, en la ilusión de que me aguardaba en el futuro alguna forma de la felicidad. Me pregunté si sería capaz de encontrar el camino que me condujese a ella, y en ese instante recordé las escaleras infinitas de Escher. No hay caso, concluí, no importa adónde vaya, siempre me llevaré a cuestas conmigo.
Maurits Cornelius Escher fue un artista holandés que se hizo famoso por sus objetos imposibles. Dos de sus obras más conocidas -Ascending and Descending, Relativity- incorporan una series de escaleras que están basadas en las investigaciones del físico y matemático inglés Roger Penrose. Escher desafía en ellas la idea de la gravedad gracias a un juego de ilusiones ópticas: sus objetos son imposibles porque sólo podemos verlos en el plano de su imaginación, pero jamás en la vida real.
Cuando tuve ante mí por primera vez una copia de Relativity, hace ya muchos años, me asaltó un sentimiento de zozobra: los caminantes de esa obra demencial son autómatas sin rostro, individuos condenados a un movimiento perpetuo encerrados en esa maraña de escaleras que no los conducen a ninguna parte. Me pareció entender que esos pobres errabundos, obligados a vagar sin fin y sin que los aguarde otro destino más que ese trajín eterno, estaban fatalmente condenados a la locura.
Camino de regreso, prendado de ese curioso artefacto en el que tantos niños encontrarán el escenario de sus mundos imaginarios y donde se prodigarán tantas caricias los amantes, recordé un cuento de Borges titulado "Los dos reyes y los dos laberintos". Borges inaugura ese relato, incluido en El Aleph, con estas líneas: "En los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus magos y arquitectos y los mandó construir un laberinto tan complejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones de Dios, no de los hombres".
El cuento empieza cuando el rey de los babilonios recibe la visita del rey de los árabes, a quien invita a ingresar en el laberinto que han construido tan minuciosamente sus arquitectos. El huésped vaga en el interior de ese acertijo hasta el atardecer, y cuando es vencido por el hartazgo y la pesadumbre, temeroso de caer en la demencia, invoca el poder divino para que lo ayude a encontrar la puerta que le devuelva la libertad.
Una vez que consigue abandonar la maraña de esa fortaleza, le dice a su anfitrión que alguna vez lo llevará a visitar el laberinto que tiene en su reino. De regreso, el rey alista sus ejércitos poderosos, se dirige con ellos a las islas de Babilonia, destruye el castillo y captura al monarca, llevándolo a su país para cumplir con su promesa. Después de amarrarlo a un camello, durante tres horas se adentra en la vasta soledad del desierto. Concluido ese viaje extenuante, le quita las ataduras y se ufana de esa celda perfecta donde -escribe Borges- "no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso". Al cabo de cierto tiempo, el rey de los babilonios muere de hambre y de sed.
PLAYLIST
Mientras escribí este texto escuché:
A Foreign Sound, Caetano Veloso; Old Ideas, Leonard Cohen; The Boatman's Call, Nick Cave & The Bad Seeds