Esa vieja obsesión por controlarlo todo
Nacida en la modernidad, la vocación de dominio se ha vuelto en el siglo XXI un estado de conciencia. La aplicamos a la naturaleza, pero también a nuestras vidas. Y, por ilusoria, genera ansiedad y estrés
Después de tantas páginas escritas sobre el debate modernidad-posmodernidad, ya nos hemos aburrido de dilucidar dónde estamos parados. La confusión y el vértigo de los cambios de este siglo XXI nos llevan a creer que hemos superado la modernidad. Sin embargo, la presunción suena a engaño, a simple desasosiego por la dificultad de comprender mejor el complejo y paradójico tiempo que vivimos.
Quisimos dominar la naturaleza y hemos logrado manipularla genéticamente. Perseguimos el paso del tiempo e inventamos los relojes, las alarmas y las agendas que nos recuerdan los plazos de vencimiento. Planificamos el trabajo, pero también el ocio. Buscando asegurar el futuro, el nuestro y el de nuestros hijos, nos olvidamos de hacer las cosas que realmente queremos hacer. Y lo primero que controlamos es lo que sentimos.
Control y racionalización son dos hermanos gemelos: van siempre juntos. Y ambos son primos hermanos de la autoexigencia. Su principal instrumento es la mente, que trata de saber y de explicar todo, de anticipar lo que puede suceder, de analizar posibilidades, de trazar planes alternativos por si las cosas no resultan como hemos previsto.
Aprendimos tan bien a controlar –y reprimir– nuestros sentimientos que ahora las píldoras reemplazan la falta de abrazos. Buscamos contención emocional en los tranquilizantes, y si necesitamos una palmada en la espalda, tomamos estimulantes; si nos falta el calor de una mano amiga para salir del pozo, apelamos a los antidepresivos. Tratamos de dominar nuestros instintos, de acartonar la sexualidad, de disciplinar el cuerpo y entrenar la mente. Hasta los trances más naturales de la vida, como nacer y morir, se han convertido en hechos protocolizados.
Nacido de la mano de la ciencia empírica y de la necesidad de dominar la naturaleza, el control fue transformándose en una verdadera obsesión que nos recuerda a qué época mental aún pertenecemos. Más que un período histórico, la modernidad es hoy un estado de conciencia, una manera de pensar, de sentir y de estar en el mundo.
Al ser alimentado desde las sombras por una desmedida ambición de dominio, el control se volvió un malsano hábito cultural. Un profundo entrelazamiento filosófico y pragmático entre saber y poder, entre verdad y utilidad, fue desarrollándose en Occidente a lo largo de los últimos siglos, estimulado por las necesidades del sistema productivo capitalista, que busca expandir sus territorios, tanto geográficos y económicos como mentales, éticos y políticos.
Fue en los gabinetes científicos donde esto se gestó. La antigua admiración contemplativa ante la naturaleza quedó perimida cuando se instauró la experimentación como método legítimo para llegar a la verdad, que supone controlar las condiciones de la observación a las que se somete el objeto de estudio para luego medir sus respuestas. Se estableció así una nueva ética que justificó la intervención humana y la alteración del orden natural, con el fin de obtener conocimientos en aras del progreso material.
El historiador de la ciencia Morris Berman lo dijo así: "La elevación de la tecnología al nivel de la filosofía tiene su corporización concreta en el concepto de experimento, una situación artificial en la que los secretos de la naturaleza son extraídos bajo apremio". Esta última expresión no sólo evoca el sufrimiento de miles de seres vivos que de allí en más fueron convertidos en conejillos de Indias, sino también el de los propios humanos, que debimos disciplinar nuestras mentes y nuestros cuerpos para responder a las exigencias de un sistema cultural que exaltó, casi por sobre todo lo demás, el valor del control y la artificialidad.
Las formas de lograrlo se han ido sofisticando. Hemos pasado de las sociedades disciplinarias a las sociedades de control, señala Gilles Deleuze. Las primeras se sostenían a través de los espacios de encierro en donde transcurrían las vidas de las personas: familia, escuela, universidad, fábrica, empresa, hospital, cuando no cárcel u hospicio. Las normas y los límites se imponían desde afuera y desde arriba, y la forma de sobrevivir socialmente era obedecer. Promediando el siglo XX, esas instituciones donde debíamos permanecer encerrados entraron en crisis. Y a partir del siglo XXI ingresamos en la era de las sociedades de control, donde ya no hace falta el encierro físico, porque el control social se ejerce a través de los mecanismos mucho más sutiles y poderosos de la virtualidad: el crédito, la bancarización, la teletecnología. "El hombre ya no es el hombre encerrado, sino el hombre endeudado", dice Deleuze.
Todos hemos sufrido el mismo apremio del que habla Morris Berman, aunque el espejismo de la virtualidad tecnológica nos haga creer que somos cada vez más libres y, quizá, felices. ¿Acaso si esto fuera cierto necesitaríamos tanta distracción vacía, tanto consumo insaciable, tantas píldoras para calmar la ansiedad? Nos quejamos del estrés, de los nervios, de las úlceras y de los infartos. No sabemos ya qué masaje tomar, que spa visitar, qué nuevos destinos turísticos inventar...
Vivimos estresados porque la tensión es permanente y no logramos soltar. Cualquier entrega nos cuesta muchísimo, desde esa pequeña e imprescindible muerte cotidiana que es el sueño hasta dar y recibir afecto, desprendernos de lo que ya no usamos o escuchar a los demás.
Hemos internalizado de tal modo la necesidad de controlar que ya casi ni nos damos cuenta de que hemos construido nuestra propia cárcel, nos hemos metido adentro y, como si esto no fuera suficiente, hemos tirado lejos la llave del cerrojo. Primero, creyendo que controlar y predecir es algo posible; luego, confiando emocionalmente en la ilusión de la seguridad, cuando todo –desde los desastres climáticos hasta las imparables crisis financieras y económicas– nos demuestra que el control es sólo una pretensión ilusoria de nuestras mentes formateadas por un paradigma obsoleto.
El control genera rigidez y contracturas, que son las manifestaciones físicas de la necesidad casi siempre frustrada de controlar. Pero además genera ansiedad, que es su expresión emocional, porque en el fondo sabemos que no es posible –ni deseable– reprimir el movimiento natural. Por eso hay una respuesta casi inevitable a los mecanismos de control: la transgresión, algo en lo que también nos hemos hecho expertos.
Cedimos a la tentación de la certidumbre y al mito de la seguridad, dándole el mando al control, un personaje interno bastante necio e implacable, con pretensiones de dictador. En el centro de la jaula, rodeados de pseudocomodidades, yacen nuestros pequeños seres, entregando en cuotas nuestra energía más preciada, aún esperando respirar un poco de aire fresco. Volvamos a poner la felicidad en las agendas.
El control desmedido no podrá conducirnos al despliegue de la vida y al disfrute de una responsable libertad, pues nació para instrumentar el dominio sobre la naturaleza y sobre los demás. Esa forma de control siempre está al servicio del poder, y el poder ejercido autoritariamente es el rostro más oscuro del viejo paradigma.
El control y el límite son dos elementos imprescindibles en la vida, pero cuando les cedemos todo el poder sobre nuestros actos estamos en problemas, porque simultáneamente les quitamos espacio a la espontaneidad, a la sorpresa y la creatividad. Y la vida siempre es más fluida e impredecible que nuestros planes.
Si queremos estar más a tono con los nuevos tiempos, deberíamos emular aquella fórmula que nos recomendó el filósofo Lou Marinoff: más Platón y menos Prozac. Recetémonos más entrega y menos control. Tal vez así podamos ir acercándonos a un equilibrio más dinámico y saludable, a un balance más virtuoso entre firmeza y flexibilidad.
© LA NACION