La lectura, la otra compañía posible
Tan metódicamente inconstantes somos, que no es fácil recomendar libros, porque, entre otras cosas, el efecto de una recomendación suele convertirse en esa deuda que reposa a la espera de un acto o un rapto intempestivo, y que se resigna a veces a ese solo contacto. Auden agradeció una vez a su ángel de la guarda por saber siempre qué debía leer y en qué orden, pero esa seguridad se adquiere por medio de un intermediario bienvenido con misericordia y abnegación.
Todos los años compruebo que si tuviera que limitar mis elecciones al número de tres, no diría como Faulkner Ana Karenina, Ana Karenina, Ana Karenina, pero la incluiría sin duda entre Don Quijote y Guerra y paz. La literatura narrativa comienza en casa, acá, en la Argentina, y a mí me gustan desde que de chico "El potrillo roano", de Benito Lynch y "Tiny", de Eduardo Wilde. No hacía distingos, y lo tenía al lado de Ivanhoe y TomSawyer, cerca también de La cabaña del tío Tom. Iba a decir que mi límite infantil era el sentimentalismo, aunque este último título parece congraciarse. Nunca soporté mucho Corazón ni Platero y yo.
Después, hasta Borges, vino todo el Bradbury que conseguía, desde Crónicas marcianas a Fantasmas de lo nuevo (I Sing the Body Electric)?
La lectura sigue siendo para mí la mejor compañía posible, salvo el amor, pero el amor sabe adoptar también la apariencia del libro que nos acompaña. En estos malos tiempos de inquietud e incertidumbre acerca de la sanidad y la salud, muchas editoriales tuvieron la buena idea de seguir editando libros locales y traducciones. Algunas por primera vez, como la Odile del irreemplazable Raymond Queneau en Leteo, de quien otra editorial (Godot) publicó Zazie en el metro, que circulaba en castellano solo en una muy reemplazable versión escrita en un dialecto madrileño. La trilogía de Beckett está ya en las librerías en valiosa versión de Matías Battiston y hay una curiosidad traducida por Ariel Dilon absolutamente atractiva e inclasificable: El hotel de los animales, de Jean Garrigue, hasta hoy inédita en nuestra lengua. Proliferan libros nuevos de la narrativa argentina capaces de satisfacer gustos de todos, desde los muy jóvenes a los ya maduros, de Mariana Enríquez, Mercedes Halfon y María Gainza como crítica de artes visuales, a Juan José Becerra y el reciente Juan Ignacio Pisano de El último Falcon sobre la tierra.
La reclusión y el confinamiento me obligaron a la retrospección y a cierto ensimismamiento en mi cada vez más antológica biblioteca. Un año que comenzó con la relectura de Oficio de difuntos, de Salvador Garmendia, me llevó a releer a Juan José Arreola y, pronto, a Guillermo Cabrera Infante, Cuerpos divinos, y las novelas de Reinaldo Arenas, publicadas por Editores Argentinos, en un avance por tratar lo intempestivo de ciertas cuestiones "revolucionarias", y también el nacimiento naturalista de las literaturas nacionales, la Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde, El socio, de Jenaro Prieto, con Tontilandia y Cretinópolis, publicado de nuevo por la Universidad Diego Portales de Chile.
Es difícil que el ingenio acompañe todos nuestros actos, razón por la cual no me resigno a recomendar monótonamente a Ronald Firbank y a Saki. Y, por supuesto, como todos los años, a los ingleses difíciles de "valorar", que poco tienen que ver con Chesterton, Conan Doyle y Lewis Carroll. Son Anthony Trollope y John Galsworthy. Vale la pena el esfuerzo. Siguen vigentes siempre Somerset Maugham y John Le Carré, "el espía que eligió la ocasión para hacerse invisible". Testigo presencial y decisivo en muchos lugares decisivos también para el siglo veinte, como corresponsal de Rolling Stone, murió también, provecta, Jan Morris, el hombre que fue mujer para juntarse al final con la madre de sus hijos.
Es previsible, no paradójico, que un año como este me haya ayudado a encontrar paliativos en ciertas lecturas de mi infancia y adolescencia, nunca del todo olvidadas. Hubo un punto en el que quise pensar si valía la pena dedicar el año que viene a "Las maquinarias de la alegría", que es mi cuento de Bradbury favorito, con su apertura tan joyceana. Curioso que haya llegado a él por dos torpezas de mi pesimismo. La primera, una conclusión que saca Kafka en Brescia, a donde va a ver los aeroplanos encabezados por Louis Blériot : "Supe entonces que debía dedicarme a mi salud como si fuera una enfermedad"; la otra, de Macedonio, ignoro dónde encontrarla, excepto en Osvaldo Lamborghini: "Por fin la enfermedad, gracias a los muchos cuidados, terminó de florecer".