¿Es una payasada quien vive y quien muere?
“Terminemos con la payasada, no hay un delito por adelantarse en la fila (para vacunarse)”, sentenció la máxima autoridad nacional. “Los delitos no se generan por indignación popular o construcción mediática: deben estar en el Código Penal”, coronó días después un obsecuente e interesado abogado. La primera afirmación ni siquiera es controvertida, pues “adelantarse en la fila” por y/o con la colaboración de funcionarios públicos, en este contexto pandémico, puede ser interpretado como abuso de autoridad o incumplimiento de los deberes de funcionario público o tráfico de influencias y/o malversación de fondos públicos (art. 248 y subsiguientes del Código Penal). Los vacunados no se quedan atrás, puesto que deberían ser imputados por “instigación al delito”.
Pero mucho más interesante es la segunda flecha, pues más que una verdad axiomática encierra uno de los graves problemas de una teoría anacrónica del derecho propugnada por el positivismo jurídico del austríaco Hans Kelsen (1881-1973). El mismo derecho del cual reniega Zaffaroni y sus adlátares pero que se sigue a pie juntillas cuando conviene hacerlo.
A lo largo de la historia de la filosofía del derecho, se postularon dos tipos de relaciones entre derecho y moral: la tesis de la vinculación que establece un nexo necesario entre ambas esferas, y la tesis de la separación.
En el ensayo ¿Qué es justicia?, Kelsen identificó la Justicia con la felicidad social garantizada por un orden social. Sin embargo, esa meta, a su juicio, es imposible de alcanzar. ¿Por qué? Porque, por lo general, la felicidad individual se encuentra en contradicción con la de otros individuos que aspiran a bienes que no pueden ser compartidos porque son recursos materiales escasos (por ejemplo, en el caso de la vacunación, o se vacuna un chico de La Cámpora o se vacuna tu abuelo). Entonces, dado que ningún orden social puede satisfacer la aspiración subjetiva a la felicidad de cada individuo, la idea de justicia como felicidad individual se transforma en la demanda de un orden social que proteja bienes e intereses que la mayoría considera que deben ser protegidos.
Pero, ¿cuáles son los bienes e intereses que deben ser protegidos, una vez comprobado que los bienes son escasos y los intereses suelen hallarse en conflicto, y cuál es el orden o la jerarquía que debe ser establecida entre ellos? ¿La vida? ¿La salud? Para Kelsen, esas preguntas no tienen una respuesta racional, sino que cada individuo las responde desde su subjetividad, es decir, desde sus propias convicciones, preferencias y emociones. Su postura explica la sentencia (a muerte) encubierta de que “no hay un delito por adelantarse en la fila (para vacunarse)”.
Kelsen rechazó la postura de que el derecho debe ser moral, pues mientras las normas jurídicas ordenan cierta conducta que, cuando no se cumple, se imputa el hecho ilícito como sanción, en cambio las normas morales ordenan cierta conducta que, cuando no se cumple, no hay sanción.
Una norma jurídica es válida solo si existe, es decir si es positiva, si está en el mundo de la realidad. Y para que ésta norma exista, es necesario que haya sido creada por un acto. La norma jurídica, sostiene Kelsen, regula la conducta de los individuos. Y si una norma jurídica no prescribe un acto como prohibido, esta omisión quiere decir que está jurídicamente permitido. Por esta razón, “no hay un delito por adelantarse en la fila (para vacunarse)”.
Tras la Segunda Guerra Mundial, esta teoría fue objeto de numerosas críticas, cuando salieron a la luz las aberraciones cometidas por los nazis en su nombre: por cierto, eran actos «jurídicamente correctos» (eran legales, en su ordenamiento jurídico), pero no morales.
Este divorcio entre derecho y moral prueba que, mal que le pese a Kelsen, la validez formal del derecho no lo es todo, pues un orden normativo pierde su validez cuando es negado por la realidad. En suma: la validez de un ordenamiento jurídico depende de su eficacia. Y la vocación aséptica de la postura de Kelsein respecto de la moral lo ubica en un callejón sin salida para una posible justificación integral del derecho.
Ese guante fue recogido por Ronald Dworkin (1931-2013, EE.UU.), para quien el concepto de derecho es un fenómeno de interpretación de una práctica, y dicha interpretación recurre, necesariamente, a estándares de moralidad política. Dworkin planteó la estructura de la ética y la moral como una estructura de árbol. De una concepción ética abstracta y general surge la moralidad personal, de la cual surge la moralidad pública y de ella, a su vez, surge el derecho. ¿Y como surge el derecho en el ámbito de la moralidad pública? Surge cuando una comunidad ha desarrollado algunas estructuras institucionales para proteger los derechos de sus miembros (entre otros, respetar el orden de una fila).
Dworkin derriba la tesis de la separación conceptual entre el derecho y la moral porque la adecuación moral del derecho es lo que lo vuelve apto para hacerse respetar, porque “el origen de estos principios jurídicos no reside en ninguna decisión de una legislatura o un tribunal, sino en el sentido de adecuación (appropriateness) desarrollado en el foro y en el púbico a lo largo del tiempo”.
Además, Dworkin rechaza poderosamente la discrecionalidad de los jueces. Según su tesis, los jueces deben tener en cuenta dos dimensiones toda vez que resuelven los casos: la dimensión de adecuación con arreglo a la cual deben tener en cuenta solo aquellas reconstrucciones del caso que sean compatibles, coherentes, con la historia legislativa y jurisprudencial de su jurisdicción; y la dimensión del valor o de moralidad política, por lo que deben elegir aquella reconstrucción del problema y, por lo tanto, aquella solución que aparece como justificada por la mejor teoría político-moral del derecho existente.
La teoría positivista de Kelsen nos ve como sujetos divididos entre la perspectiva que defendemos en la esfera privada –que es subjetiva y está guiada por nuestras convicciones personales– y la que adoptamos en la esfera pública –que es objetiva y debería estar guiada por la imparcialidad (de nuevo, no adelantarse en la fila. Lejos de ello, según Dworkin, la comunidad política es, al igual que la familia, una asociación que genera obligaciones para sus miembros por el mero hecho de pertenecer a la misma.
Gran parte de la cultura nacional es deudora del divorcio entre la moral y el derecho. La ciudadanía lucha desde una ética de la equidad. Los gobernantes y las élites, desde un positivismo que legitima un poder del cual hacen un uso arbitrario e interesado. Incluso cuando se trata de cuestiones de vida o muerte.
Doctora en Filosofía (UBA). Magister en Bioética (Universidad de Monash. Australia). Premio Konex de Platino de la última década en la especialidad Ética. Presidente de la Asociación Usina de Justicia