¿Es inevitable la corrupción en la Argentina?
ECOS DEL CASO LÓPEZ. Concentración de poder, financiamiento poco transparente, escasos controles: en el país, sacar ventaja indebida de la función pública puede ser sencillo
La escena del ex funcionario kirchnerista José López arrojando bolsos de dólares en un convento puede haber enterrado el kirchnerismo, pero seguramente no enterró la corrupción. Como no lo hicieron, por otra parte, las propiedades de Báez, los billetes de Boudou, la venta de armas y los sobresueldos del menemismo o la Banelco en el Congreso, por citar sólo algunos casos. Mientras el uso fraudulento de recursos públicos parece en el país parte del paisaje -a tal punto que la preocupación ciudadana por el tema se desdibuja en las encuestas en cuanto la economía o la seguridad se tornan más urgentes-, la pregunta aparece: ¿es inevitable la corrupción para ejercer el poder en la Argentina?
Más allá de responsabilidad individuales inexcusables, es, al menos, bastante fácil. A diferencia de otros países con iguales apetitos negativos en algunos de sus funcionarios públicos, en la Argentina las condiciones institucionales son óptimas para tomar el mal camino. Lo explica un entramado de concentración de poder y decisiones en pocas manos, escasos controles institucionales y ciudadanos para los funcionarios, inestabilidad política que obliga a "aprovechar" el tiempo en el poder, acceso a abultadas sumas de dinero cuando se está en el Estado y vínculos siempre oscuros con el sector privado. En este escenario, si la corrupción es el síntoma y no la enfermedad, según dicen los expertos, establecer sanciones más severas para estos delitos, aunque es necesario, sólo puede bajar la fiebre.
"La corrupción atraviesa países y tiempos. La mayor organización dedicada al financiamiento corrupto de la política fue Tammany Hall, que durante 70 años (1897-1967) rigió los destinos de Nueva York, asegurando su control por el partido demócrata. Hoy, el sistema de partidos brasileño se está disolviendo bajo escándalos de corrupción, un fenómeno de tanta magnitud que llevó a la quiebra a las mayores compañías públicas y privadas del país. Por lo que se sabe del caso argentino, la corrupción fue ubicua y profunda pero estuvo lejos de aproximarse a la brasileña. ¿Consuelo? No, perspectiva", sugiere Andrés Malamud, politólogo e investigador en la Universidad de Lisboa. Y así se suma a las voces que, mirando a América Latina, subrayan la "corrupción endémica": hasta los gobiernos "de izquierda", que llegaron al poder enarbolando valores de transparencia, terminaron en estos años envueltos en escándalos, sospechas e investigaciones en casos que perjudican directamente a quienes decían defender.
Sin embargo, cabe buscar particularidades en la corrupción modelo local, que no pasan simplemente por el supuesto origen "cultural" de nuestra inclinación al mal uso de los recursos públicos -"desde el contrabando en la época de la colonia"- o a nuestro poco apego a cumplir la ley, desde la evasión impositiva hasta cruzar semáforos en rojo, como se suele sugerir. Y que hacen pensar que la "educación" como única salida para el problema es algo entre ingenuo y poco práctico.
"En la Argentina las condiciones son óptimas para quienes quieren tomar ventaja indebida de su lugar en la función pública -sintetiza Roberto Gargarella, doctor en Derecho y sociólogo-. Las causas de la corrupción son muchas. Señalaría dos contextuales y dos institucionales. Entre las primeras, está la inestabilidad radical de nuestra vida política, que hace que muchas personas lleguen al poder con la sensación de ?ahora o nunca', y también que los funcionarios acceden al control de sumas significativas de dinero ligadas al aparato del Estado. Entre las causas institucionales está el desacople de las estructuras de gobierno de los mecanismos de control por parte del pueblo. Quiero decir: nuestro sistema institucional dificulta mucho más de lo que facilita el control popular de los representantes. Y también la tremenda concentración de poder que organiza nuestro sistema de gobierno; el poder de decisión se ha alineado o enajenado del pueblo, para terminar concentrado en la discrecionalidad de una o unas pocas personas: una oligarquía."
Público y privado
La relación del poder político así organizado con el sector privado se hace complicada y poco transparente. "En la Argentina se necesita dinero para hacer política y política para hacer dinero. El sector privado necesita decisiones públicas, de funcionarios, del Congreso, de la Justicia para sus negocios (para lograr contratos, autorizaciones, licencias), y la política necesita dinero para sostenerse, en campaña y después. Ahí se produce una relación incestuosa entre el sector público y el privado; el privado interfiere en el financiamiento electoral y la política se mueve en función de los intereses privados o para satisfacer voluntades privadas que la pusieron en ese lugar", apunta Natalia Volosin, abogada especializada en control de la corrupción.
Esta línea de análisis puede prolongarse hacia atrás en la historia. "El vínculo público-privado varía según quién tiene más poder relativo y cuál es la política económica de moda. En la época colonial, los privados compraban los puestos públicos. Eso se sostiene luego en la distribución de tierras, en la que se generaron latifundios, a diferencia de países como Australia o Canadá; sigue en la patria contratista y el sector financiero, que accedieron a negocios en los años 70 y son los mismos que se beneficiaron con las privatizaciones en los años 90, cuando el modelo menemista de corrupción era llevarse dinero de negocios en los que el Estado se retiraba y dejaba a los privados. Con el kirchnerismo hubo una innovación: se pasó de la captura del Estado a la cleptocracia. El poder político le marca más la cancha al poder económico: quiere el negocio para enriquecerse, pero además para financiar su permanencia en el poder (comprar voluntades, jueces, obra pública), y para eso se usan amigos y testaferros", dice Volosin.
Este cruce de intereses entre el Estado y el sector privado está en el corazón de uno de los aspectos más oscuros de la corrupción recurrente: el financiamiento de las campañas y la gestión política, un tema que se mantiene fuera de agenda y que, como dice Julia Pomares -directora ejecutiva de Cippec-, "es la gran deuda de los debates de la democracia, que sí se dieron sobre muchos otros aspectos electorales".
"Hay dos grandes modelos para regular el financiamiento de campañas. Uno, dejarlo librado al mercado y que la transparencia lo autorregule (como pasa en Estados Unidos). No hay límite para gastar pero sí hay obligación de decir quién pone el dinero y de que eso se difunda. El otro modelo es poner muchos controles que estipulen cuánta plata se puede gastar y de donde tiene que venir, lo que implica desarrollar una capacidad institucional de sancionar al que incumple", describe Pomares. En la Argentina tenemos regulaciones cercanas al segundo modelo, pero con capacidad de control y sanción débil. "En la Argentina no nos gusta hablar de cuánto cuesta la política. Como actividad profesional, la política necesita dinero. Entonces, más vale que sepamos quién lo pone. No hay cultura de transparencia ni control fuerte por parte de la Justicia", dice Pomares. Otro problema es la dimensión federal. "La provincia de Buenos Aires, que es el distrito electoral más importante, no tiene ley de financiamiento de la política, ni límite ni sanción. En todo el país es un tema que no está casi nada regulado. Y si las elecciones son simultáneas y a varios niveles, no alcanza con normas nacionales", dice Pomares. "Luego hay que mirar el financiamiento de la política, no sólo de la campaña. Se sabe que el principal desvío de fondos es para la política del día a día."
Justamente, un análisis frecuente de los "populismos" de la región (categoría problemática, hay que advertirlo), incluido el kirchnerismo, es que esos gobiernos necesitaron "caja" para sostener sus políticas, y que parte de eso lo aseguró la corrupción. Populista o no, el kirchnerismo parece haberse comportado en ese sentido. "El kirchnerismo terminó convirtiendo la corrupción en su razón de ser: pasó de ser un gobierno que, como otros, abría espacios para la corrupción mientras administraba, a una maquinaria de recaudación ilegal que tomaba como excusa o coartada la administración, para continuar y expandir su recaudación", dice Gargarella.
"Es verosímil que los ricos tengan más facilidad para financiar campañas electorales que los sectores populares, pero eso se resuelve con legislación que iguale oportunidades: equidad en la distribución de espacios televisivos, límites a los aportes privados. Pero aquel argumento no se aplica al caso argentino porque los Kirchner y sus amigos son millonarios. Por otro lado, el Partido Popular español difícilmente sea clasificado como populista pero es imposible no catalogarlo de corrupto. Ergo, no hay correlación directa entre populismo y corrupción", apunta Malamud.
Martín Hevia, decano ejecutivo de la Escuela de Derecho de la UTDT, tampoco encuentra esta relación, pero por otras razones. "El dinero de la corrupción se lo quedan los agentes. Es cierto que para satisfacer determinadas demandas de la población los gobiernos necesitan recursos, pero no es obvio que para eso sea necesaria la corrupción, también podrían obtenerlos de la emisión monetaria o aumentando impuestos", dice Hevia.
López, ¿un parteaguas?
Atravesar esa trama densa de concentración de poder, hiperpresidencialismo y controles laxos puede intentarse con distintos cambios normativos (por poner sólo un caso: la ley de obra pública es de 1947, "un festín para la corrupción", como dice Volosin). "La ley de acceso a la información pública es una herramienta clave para saber cómo funciona el poder. Y sería bueno discutir la legalización del lobby, como existe en Estados Unidos, donde los lobistas están registrados y se sabe que hay legisladores que responden a determinados intereses", sugiere Hevia.
De cara a la trama institucional, Gargarella sugiere caminos posibles para minimizar los riesgos y el tamaño de la corrupción. "Se requiere reforzar la estructura de controles en sus dos niveles: favoreciendo el control ciudadano sobre la política, y los organismos de control existentes. Todo ello debe hacerse en el marco de una disminución estricta de la discrecionalidad y el poder de decisión e influencia del jefe de gobierno sobre la estructura de gobierno y los órganos de control", dice.
¿Es el caso López y su irritante in fraganti un parteaguas como no lo fueron los 51 muertos de la tragedia de Once? Las opiniones se dividen. "Probablemente -dice Hevia-. El equilibrio de incumplimiento de las normas se rompe cuando ocurren eventos fuertes; si hay sanciones sociales y judiciales, el caso López podría serlo." "De ninguna manera -disiente Volosin-. Hasta que no cambie nuestro sistema público hiperpresidencialista y el federalismo centralista, conviviendo con un sistema económico hiperconcentrado y oligopólico, no va a haber mejoras en términos de control de la corrupción." "Definitivamente sí -completa la discusión Malamud-. Puede significar el fin del kirchnerismo como opción electoral y como imaginario dialéctico (no como minoría intensa). Esto ocurre porque los Kirchner invirtieron su capital político en construir un legado subjetivo, un relato, en vez de objetivo (rutas, fábricas o escuelas), y las imágenes del convento son demasiado objetivas como para que lo subjetivo salga indemne."
Aunque, como sucede también en otros países de la región, hay una intolerancia creciente de las clases medias a los delitos cometidos por funcionarios, la corrupción está lejos de provocar un #NiUnaMenos, aunque tiene sus muertes y sus víctimas, por acción y omisión. "Hay que pensar qué costos tiene hacer una demanda social. Organizarse para hacer algo, vivir en democracia y reclamar, tiene un costo personal, y eso no siempre se acepta", dice Hevia.
La sucesión de imágenes obscenas -cuidado: peligro de anestesia- nos están dejando sin opción.