Es el río que suena
Ahí vienen. ¿O van? Pasa con ellas como con los ríos: alcanza con verlas para entender que los quietos somos nosotros. Ellas van y son tantas, y tan distintas. A mí, para empezar. Yo a su edad estaba leyendo -leyendo mucho- porque los libros me parecían un refugio en la Tierra. Uno de los pocos lugares seguros dentro de un mundo amenazante.
Tenía catorce o quince (como muchas de ellas) y leía para varias cosas: para irme, para entender, para acomodarme por un rato en un espacio que me calzaba perfecto, sin tironeo de sisa ni problemas de largo. Porque todo lo demás llevaba medida y era un drama. Mi cuerpo de entonces nunca medía lo mismo y de mes en mes lo sentía estirarse como la planta aquella del cuento de las habas mágicas. Arriba iba mi cabeza, como el absurdo punto de una gigantesca "i". Adentro estaba yo. Adentro de mi casa, de los libros, del punto de la i.
Vestirse era una pesadilla: todo chingaba, sobraba o tironeaba. Según mi mamá, las polleras tenían que ser "hasta la rodilla o más abajo; si no, no tapan nada", le aclaraba a Josefina, la modista, una mujer color ceniza que vivía a la vuelta de casa y asentía con la boca llena de alfileres, lo que le daba el aspecto de un pez inmundo y con dientes de metal.
De esos tiempos me viene también la costumbre de ir a los bares con un libro en la cartera. "Vos siempre llevá un libro y ponete a leer. Si no, van a pensar que sos una callejera". Y todo más o menos así: la pollera para tapar "por si acaso" y el libro para que nadie pensara mal. Una amenaza imprecisa lo sobrevolaba todo, siempre. El lugar, la hora del día, la ropa que se usaba. Hasta el modo de hablar podía desatar la catástrofe. El mundo parecía un artefacto pendiendo de uno o varios hilos, invisibles y muy frágiles. Cortabas accidentalmente alguno y el universo entero se venía abajo. Arriba de vos.
Tal vez por eso fuera de casa andábamos bastante poco. Un asalto, un cumple, cosas así. La siesta y la noche eran momentos peligrosos. "Porque en la calle no hay nadie", nos decían. ¿Cuál era el peligro, entonces? ¿Qué había de aterrador en esos momentos huecos de gente? Así crecimos: espantadas más de lo que imaginábamos que de lo que sucedía. Temiendo preventivamente. Por si acaso.
Con la edad vinieron los primeros ensayos de fuga. ¿Quién no recuerda su primera noche en vela? ¿O su primer baile? Todavía, si cierro los ojos, ahí está de nuevo el olor a pino de la primera madrugada. El rocío. Y hasta el sonido de nuestros pasos sobre los adoquines, brillando bajo la luz del farol. No, no había nadie ahí. Y era perfecto.
Las chicas que hoy llenan las calles y que este 8 de marzo han pintado de violeta, naranja y verde la ciudad salieron al día y a la noche de otro modo, tan distinto. Llegaron justo. Cuando la masacre y la costumbre de la sangre ya no podían seguir siendo atribuidas ni al largo de una falda ni a un mal pensamiento, llegaron ellas. "Tan a tiempo y tan inoportunas", diría Drexler. Y es la verdad: se derramaron por las calles justo cuando más las necesitábamos.
Ahí vienen. ¿O van? Pasa con ellas como con los ríos: alcanza con mirarlas para entender que los quietos somos nosotros. Ellas van y son tantas, y tan distintas. A mí, para empezar. Pero también entre ellas, porque hacen de la diferencia una bandera que se levanta y se luce. Acá las ven: maquillándose en el subte camino del Congreso, y maquillando de paso a la mamá que vino con ellas. Algunas llevan un símbolo femenino estampado en la mejilla. Quieren "diseñarle algo" a la señora. La mujer resiste, pero se ríe. En ese momento, vuelve a tener la edad de sus hijas. A entender cómo es el mundo, bien mirado.
Ya en la calle, avanza una hilera de cinco, con carteles. "Si cuestionás mi existencia, esperá mi resistencia", se lee en uno. "Ayer la secuestraron y hoy pagás para violarla", dice otro. Lo levanta una chica que lleva una remera que dice "Abolicionistas". La tercera muestra un afiche en letras verdes: "Matar no es pecado cuando lo hace el Estado".
Más allá hay otras, bailando una danza africana y en círculo. Las calles ya están desbordadas de gente. Más adelante, familiares de las desaparecidas en redes de trata hacen una performance con las fotos de sus hijas en alto. Y todo es un río de gritos, de colores, de música, de sonrisas. De manos en alto. La calle conquistada como un territorio por y para las mujeres, por y para todo lo que todavía queda por hacer. Es el río que suena. Que suena porque ellas, las callejeras, lo hicieron sonar. Me hubiera encantado que llegaran mucho antes, a sacarnos del bar a mí y a mi libro. Pero ya están aquí. Bravo, chicas.
PLAYLIST. Mientras escribí este texto escuché: Back to Black, Amy Winehouse; Monk's Dream, Thelonious Monk; Lady in Satin, Billie Holiday