Errores de una autócrata en grado de tentativa
La primera dama quería patos canadienses para el estanque de su jardín. Seleccionó en internet parejas de ánades reales, ánsares índicos, cercenas doradas, patos mandarines y canards pompón; los hizo importar desde Calgary en vuelo expreso y los puso al cuidado del jardinero de palacio, un discreto viudo sin hijos ni amigos, que vivía para podar y abonar las plantas, y para entretener con juegos a los nietos de la pareja presidencial. Cada pato debía comer, en sus debidas proporciones, una mezcla de trigo remojado, granos de maíz triturado, gluten de sorgo, porotos de soja, arroz molido, harina de alfalfa y semillas de girasol tostadas. Pero sucedió una desgracia: el canard pompón macho amaneció muerto y el veterinario de palacio dictaminó que se trataba de una intoxicación alimentaria; dos días después la hembra murió por melancolía.
La primera dama mandó llamar al jardinero al Salón Azul y a los gritos lo tildó de asesino, y ordenó que lo despidieran en el acto. Pero finalmente la drástica directiva no se cumplió porque le venían reservando un destino más importante: el jardinero tenía la misma edad y la misma contextura física que el presidente, y sus expertos en seguridad imaginaban que con algunos cambios y adiestramientos podrían eventualmente utilizarlo de doble en algunas actividades protocolares. Sin preguntarle demasiado, al jardinero lo trasladan entonces en jeep a unas dependencias militares, le hacen una revisión médica y lo pasan por escáneres y pruebas de resistencia; luego lo meten en un estudio de grabación para que module discursos escritos y lo someten a prácticas de pluma y pupitre para que modifique su caligrafía. Peluqueros, maquilladores y cosmetólogos acondicionan su aspecto, nutricionistas le indican que debe engordar cuatro kilos, y le enseñan durante horas a caminar, a saludar con los brazos en alto, a llevar frac con banda presidencial terciada y condecoraciones; también le señalan que debe en adelante cortar toda relación con su hermana –único pariente vivo– y dormir en el subsuelo de la residencia. Por supuesto, lo utilizan para reemplazos planificados en esa vida suntuosa, donde los déspotas viven encapsulados en sus delirios y caprichos de magnates, y se mueven como reyes dislocados y sin corona. Cualquiera puede pensar que la acción transcurre en el siglo pasado y que ésta es una narración más dentro de la prolífica categoría literaria del “tirano latinoamericano”, que solía ser de derecha. Pero no: se trata del presente, y en las ceremonias oficiales aparecen el “comité central del Partido del Pueblo”, los “combatientes históricos de la gesta de liberación”, los “jóvenes de la Juventud Revolucionaria, con sus pañoletas rojas al cuello”, y “los héroes del trabajo con sus sombreros de palma”. La tiranía es de izquierda en el siglo XXI, y no tiene hasta ahora quien la escriba. Sergio Ramírez, premio Cervantes y exiliado nicaragüense, es el primero que lo intenta en este cuento esencial de su flamante libro Ese día cayó en domingo (Alfaguara). Resulta indisimulable que alude en el relato El jardinero de palacio al siniestro matrimonio de Daniel Ortega y Rosario Murillo, y que esas veinte páginas kafkianas, escritas entre 2019 y 2020, fundan todo un género. A la vasta comunidad del falso progresismo ilustrado le cuesta ver en esa y en cualquier otra “revolución” –vocablo todavía romantizado– una mera dictadura, y por lo tanto se solidariza a regañadientes con los asilados y presos –cuando lo hace, y lo hace poco–, y prefiere no mirar de frente la horrible degeneración de esas viejas “ideologías igualitarias”, que en lugar de construir más democracia, produjeron más y más autoritarismo, represión, cancelación, privilegio y nomenklatura. El otrora “socialismo nacional”, convertido hace veinte años en simple movimiento bolivariano, tiene muchos adoradores y adoratrices en la región y fuera de ella: es una enfermedad de la política que puede ir de leve a extremadamente grave, según el país, la resistencia cultural y las circunstancias históricas. Su ideario populista genera tanto dictaduras puras y duras como regímenes de partidos únicos, y en el medio, situaciones grises y cambiantes donde la suerte no se termina de definir. A pesar de que Cristina Kirchner coqueteó con esas patologías, respaldó a esos gobiernos, trabajó para la hegemonía en su país y desea todavía fundar un Nuevo Orden, ella no pasa de ser actualmente una autócrata en grado de tentativa. No se sabe qué hará la literatura con ese subgénero del populismo autoritario. Como sea, el autócrata es un personaje que tiende al solipsismo. Ya sabemos: “A Cristina no se le habla, se la escucha” (Zannini dixit) y el síndrome de Hybris, que como nos explicó meticulosamente el doctor Nelson Castro, es un trastorno provocado por un ego desmedido, un enfoque personal exagerado, caída en excentricidades y desprecio por la opinión de los demás. El resultado de toda esta conducta usual en los autócratas se hace patente no solo a través de las extravagancias y divismos de la monarca de la calle Juncal, sino también con los seis o siete errores fatales que cometió en soledad absoluta y sin el mínimo cuestionamiento: la principal demoledora del edificio kirchnerista resultó ser su madre y fundadora.
Con un empeño digno de mejor causa resolvió hace años que La Cámpora no sería una mera guardia pretoriana, sino el corazón de su proyecto y el verdadero partido del futuro. Hoy la Orga está astillada (Liotti dixit) y en crisis profunda: fue incapaz durante todo este tiempo y con todo ese dineral de generar un candidato competitivo, y los nuevos jóvenes se apartan de ella como de la lepra; luego “inventó” con un tuit a Alberto Fernández como gestor fiel y eficiente, cuando resultó el gran chasco nacional: incluso la Pasionaria del Calafate debe pensar, con su temperamento paranoico, que fue un caballo de Troya de las “corporaciones” para acabar con “veinte años de kirchnerismo”, intención última que en apariencia el jefe del Estado le confesó por chat durante una trasnoche confusa a un periodista de la máxima confianza de Máximo. También blandió Cristina un plan económico fantasmal e impracticable, que como dice Carlos Pagni solo funciona en un pizarrón, y que por lo tanto no pudo imponerle a Guzmán ni a Massa ni a nadie. Se casó con un zaffaronismo cool a favor de los delincuentes e impermeable al sufrimiento popular –olvidando que cuando las papas quemaban su propio marido anunció: “La seguridad no es de izquierda ni de derecha”, y recibió a Blumberg–, y ahora que el oficialismo queda desnudo frente a la eclosión del narcotráfico, envía al teniente coronel Berni y el general Milani a emular retóricamente las ideas extremas de Bukele. Estuvo segura de que un cuarto gobierno kirchnerista cerraría una a una las causas de corrupción, sin comprender que los expedientes habían llegado demasiado lejos y con pruebas tan abrumadoras que hasta los jueces del palo se verían forzados dolorosamente a convalidar. Cuando el plan de impunidad también fracasó, tomó otra decisión errada: proclamar en un arrebato un renunciamiento, que dejó a sus muchachos sin el anzuelo fundamental para pescar adeptos dentro del charco peronista, y tuvo entonces que armar de prisa un anacrónico e inverosímil plan de rescate y clamor: “Luche y vuelve”. Difícil que se vuelva del ridículo de una autoproscripción de la que la mismísima autoproscripta se ha arrepentido. Logró con todo ello alinear su facción en un novedoso antimperialismo: se alzan principalmente contra el imperio de la ley, y resulta irónico que la gran dama dicte cátedra sobre hegemonía y consenso, y ruptura del pacto democrático, cuando ella buscó afanosamente para su patria un hegemonismo santracruceño, impuso la grieta de amigo y enemigo contra cualquier convivencia, propulsó un golpe contra el Poder Judicial, rompió el pacto del “Nunca más” y quiso quebrarles el espinazo a las instituciones. La instalación de una autocracia falló por esta larga sucesión de desmesuras y chambonadas. Que planeó, solita y sola, en su suntuoso palacio, aislada de la siempre veleidosa y cruel realidad que hoy corre a gritos por la calle.