“Errante”, una película que no lo es
Resulta curioso o inverosímil, pero es cierto: Errante, la película de Adriana Lestido, no es realmente una película. Claramente, el espectador se ve sometido –o más bien inundado– por la percepción de una experiencia que no corresponde a ningún ciclo cinematográfico habitual. Normalmente, nos sentamos en una butaca y en la pantalla se desarrolla un relato con el que podemos disentir o identificarnos, una narración que podemos celebrar o criticar. Éste no es el caso aquí, de ninguna manera.
En primer lugar, no hay ninguna narración. Desde los primeros planos, la pantalla nos arroja a la intemperie y en ningún momento ofrece un refugio interior. Un fragor inclemente nos ensordece y la violencia del paisaje amenaza aniquilarnos. Se palpa el frío, el furor con que detrás de la nieve y el viento una fuerza insostenible se ensaña con nosotros.
El único personaje humano es una mirada que durante una hora y media nos va conduciendo a lo desnudo, lo vacío, lo expuesto y vulnerable. Irrumpen con belleza avasalladora las auroras boreales, ramazones estremecedoras de un verde sobrenatural. Súbitamente aparece una suerte de templo maya labrado por el hielo con sus columnas, sus ventanas, sus ojos impertérritos. Una roca se alza en la playa con su núcleo inquietante de oscuridad y misterio: algo indescifrable nos está diciendo. Únicos seres vivientes son los pájaros, algún perro lejano, y un caballo que de golpe se vuelve protagonista de una visión que es también la nuestra.
El film avanza, o más bien invade como una misa blanca que parte arrasadoramente desde la pantalla y nos obliga a compartirla: el silencio y la casi parálisis hipnótica que produce en los espectadores son visibles y arrolladores. Adriana Lestido ha plantado su cámara en el centro de un desierto blanco invencible y desde allí nos arrastra a una plegaria de terror y maravilla. No se trata de mensaje: es más bien una bofetada de aire puro como un doloroso diamante, que de golpe nos desprende de toda la asfixia y la basura que la vida presente nos obliga a transitar.
Un año y medio estuvo Adriana Lestido en soledad ártica total, provista solamente de una cámara y un micrófono, a más de su audacia empecinada y salvaje, retratando lo absoluto indecible, el resplandor de lo sagrado que encuentra en la naturaleza su única y última morada. En Buenos Aires, a su regreso, la esperaba –sin saber que vendría– vigía genial, Lita Stantic, que inmediatamente percibió la verdad irresistible del extraordinario material que se le ofrecía. Entre las dos nos regalan algo más que una película o un experimento estético: un acontecimiento espiritual que nos persuade de que todavía la grandeza, el coraje y la creatividad son patrimonio de nuestra cultura. Celebremos y agradezcamos.