Erradicar la partidocracia
NUESTROS órganos legislativos están integrados por una o dos cámaras. El sistema unicameral, adoptado por algunas provincias, presenta la virtud aparente de gestar un funcionamiento más ágil de la legislatura. Pero la agilidad y rapidez no son sinónimos de eficiencia. La composición unicameral, al prescindir de un control intraórgano, puede acarrear un apresuramiento pernicioso en la labor legislativa. Además, la captación de la cámara única por una mayoría transitoria puede aparejar un ejercicio abusivo del poder en desmedro de las libertades. Sarmiento advertía: "Una cámara única puede ser resguardada contra la coerción de otros poderes; pero nada hay que la salve de sus propios desbordes".
En el sistema bicameral, el órgano legislativo está compuesto por dos cámaras, cuyos integrantes son elegidos de manera diferente y ejercen distintas representaciones. Para la emisión de un acto legislativo se exige, en la mayoría de los casos, el acuerdo de las cámaras que funcionan de manera independiente. Es el sistema adoptado por la generalidad de las constituciones vigentes, tanto en los regímenes presidencialistas como en los parlamentarios desde 1946. Aparece expuesto en casi todos nuestros precedentes constitucionales. Desde el proyecto de Constitución de 1812 hasta la Constitución de 1853/60, pasando por los textos formulados por el Congreso de Tucumán en 1818, las constituciones de 1819 y 1826, y el proyecto de Alberdi.
Entre sus bondades cabe citar: evita la concentración del poder por el control recíproco entre las cámaras; permite una labor más reflexiva y prudente; fomenta el consenso; debilita el espíritu de cuerpo; limita la irrupción de las transitorias pasiones políticas. Madison destacaba: "De una segunda rama de la legislatura debe esperarse que corrija muchos errores y fallas en la actuación de la otra, y que la controle de cualquier pasión, robusteciendo la probabilidad de que la voluntad de sus miembros sea satisfecha". Y Herman Finer enseñaba; "Si las dos cámaras están de acuerdo, es mucho mejor para nuestra creencia en la sabiduría y la justicia; si están en desacuerdo, es la oportunidad para reconsiderar sus actitudes".
En el orden nacional, el sistema unicameral es desaconsejable porque lesiona el federalismo expuesto en la igualdad de las provincias y de la ciudad de Buenos Aires. Cada una de ellas está representada en el Senado por tres miembros. En el orden provincial, corresponde respetar las tradiciones y costumbres políticas de cada una.
Una primera aproximación a la solución del problema que produce el excesivo costo de las legislaturas, reside en reducir el número de los integrantes de las cámaras y sus retribuciones. Pero esa no es la vía que propicia la "clase política". Con la reforma constitucional de 1994 se elevó en un tercio el número de senadores. Mediante la ley, el Congreso rompió la regla de proporcionalidad impuesta por el artículo 45 de la Constitución, al crear 76 cargos de diputados que se añaden a los 178 que ordena la Carta Magna: un incremento del 42 por ciento. El estatuto de la Ciudad de Buenos Aires prevé la existencia de 60 legisladores cuando bastarían 30 o, a lo sumo, 40. Otro tanto acontece en varias provincias.
El bien común
La raíz del problema es mucho más profunda. Reside en la partidocracia o gobierno de los partidos políticos. En la estratificación social de la clase política, que no está dispuesta a resignar los privilegios que se acordó generosamente. Es una situación similar a la planteada por la estratificación de la dirigencia sindical en 1973 y por las Fuerzas Armadas en 1976. En ambos casos, igual que hoy, los cargos públicos y el acceso al poder son metas destinadas a satisfacer los intereses personales de los protagonistas y de los grupos que integran, relegando a un plano secundario las necesidades de la comunidad que proclaman representar.
Es un fenómeno que se debe revertir a toda costa, porque los partidos políticos y sus dirigentes necesitan disfrutar de credibilidad para la subsistencia de nuestro proceso de transición democrática. Es que su colapso parece inevitable si, algún día, por los excesos de la partidocracia, los partidos políticos sufren una firme condena ética y social de la ciudadanía. Los propios dirigentes políticos deben ser lo suficientemente responsables como para que, al margen de adoptar las posturas que hacen a la esencia de sus partidos, no olviden los principios aristotélicos de la política arquitectónica fundada sobre el bien común de la sociedad, y que lo puedan demostrar con hechos concretos. Lo harán cuando desarticulen la hipótesis esbozada por Bertrand Russell cuando decía que los científicos se esmeran por hacer posible lo imposible, y los políticos, por hacer imposible lo posible. Y lo posible está al alcance de sus manos sin necesidad de instrumentar soluciones utópicas como el sistema unicameral. © La Nación