Epifanías: claves para entender la obra de Josefina Robirosa
Una retrospectiva de la artista se exhibe hasta el sábado en la galería Rubbers
Las pinturas de Josefina Robirosa (Buenos Aires, 1932) pueden leerse como epifanías. Una de las artistas fundamentales de la historia de la plástica argentina, con un derrotero singular y difícil de adscribir en una corriente específica, se reinventó una y otra vez a lo largo de su carrera, y así lo demuestra la exposición Momentos, que se puede visitar hasta el 27 de mayo en la porteña galería Rubbers (Avenida Alvear 1595). La muestra recorre diferentes períodos de su carrera siempre signados por la libertad y la intuición, a través de una treintena de obras, entre pinturas y dibujos, realizadas entre 1956 y 2012.
En la entrada de la galería, con una belleza estática que conmueve, se destaca un dibujo de la década de 1970, en el que un conjunto de rocas se erige sobre un manto de nubes. “Es como un Magritte”, dice la curadora Mercedes Casanegra. Es que la obra de Robirosa coquetea con el surrealismo, pero también con el arte abstracto y geométrico –que recuerda por momentos a Roberto Aizenberg-. Por momentos, sus pinturas son pop y por otros, regresa a la naturaleza a través de frondosos bosques –una de sus series más reconocidas-, como queriendo despistar al que observa.
La pintora de eterna sonrisa, altísima y flaca como una figura de Modigliani, trató de desprenderse de a poco de esa implícita etiqueta de niña bien. Nieta de Alvear por parte de su madre, fue criada en el palacio Sans Souci de San Fernando, entre institutrices que hablaban en inglés.
Comenzó a exhibir por primera vez en 1956, en la galería Bonino. Integró la vanguardia del Instituto Di Tella y en 1959 Jorge Romero Brest la invitó a integrar el envío argentino a la Bienal de San Pablo. Fue homenajeada con una gran retrospectiva en el Museo Nacional de Bellas Artes, en 1997. Sus murales se encuentran en una estación del subte de Buenos Aires y en el metro de París.
Su primera muestra individual, con la que irrumpió en la escena local, no pasó desapercibida: entonces fueron a su casa a seleccionar obras el propio galerista Alfredo Bonino, uno de los más renombrados de la época, y el crítico Guillermo Whitelow. En ese entonces, Josefina se presentaba con el apellido de su primer marido, Miguens.
En Rubbers se exhiben pinturas de diferentes “momentos” de esta artista que se reinventó tantas veces a lo largo de su carrera. Tal vez una metamorfosis eficaz para volver una y otra vez, a lo largo de 50 años, a la pintura de caballete, al lienzo en blanco.
“Es como una mini retrospectiva”, dice Casanegra sobre la muestra. Se incluyen algunas pinturas de los años 60 con colores nítidos, estridentes, en bastidores rectangulares o circulares, y figuras humanas atravesadas por líneas geométricas, de esa misma década. Pinturas surrealista de los años 80 y arquitecturas algo fantasmagóricas de principios de la década de 2000.
“Sus obras son como visiones, tienen algo místico, son como premonitorias. Como las pinturas de 2001, de edificios borrosos. En el centro, casi minúsculas, se ven personas cayendo. Las pintó justo antes de la caída de las torres gemelas”, explica Casanegra.
La muestra, cuyo diseño de montaje estuvo a cargo de Gustavo Vásquez Ocampo, incluye también una serie de dibujos hechos en los 70, en lápiz sobre papel. Hay paisajes oníricos, como el de las rocas en las nubes; árboles que crecen por debajo de ciudades y vegetaciones tupidas, cósmicas, que se erigen en el cielo.
Los bosques son una de las series más conocidas de esta artista. Si bien no responden a ningún paisaje específico, Casanegra considera inevitable la influencia de la vista que Robirosa tiene desde la ventana de su casa en la avenida Caseros, frente a la arboleda del Parque Lezama, en el barrio de San Telmo. Justo al lado de su taller –en el departamento contiguo-, donde realizó gran parte de su producción.
Allí mismo pintó las aves tridimensionales de tonalidades vivas, una serie de casi 57 obras, ocho de las cuales se exhiben en Rubbers. Las mostró en 2012, en la sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta, y contó entonces una anécdota al respecto: “Pinté todas las espaldas de los pájaros en el balcón de mi dormitorio, entonces la baranda de hierro quedó de todos colores, y la alfombra de mi dormitorio también”.
Probablemente existan pocas constantes en la carrera de esta pintora, a excepción de los nombres de sus obras: casi en su mayoría Sin título, una invitación a lecturas múltiples y personales que Robirosa entrega en cada creación.
“Para mí, esta pintura que saco de mi casa, de mi taller, esta pintura que cuelgo delante de la gente, no es mi ropa. Ni siquiera mi piel o mi cabeza. Mi pintura soy yo y esto suena tan simple que no sé si debo decirlo. Pero debo decirlo para que se entienda por qué no puedo hablar de mi pintura”, escribió alguna vez la artista, poco adepta a hablar de sus creaciones.