Entrevista con el papa Francisco: “A las neurosis hay que cebarles mate”
En La salud de los Papas, el periodista y médico reconstruye las enfermedades de los pontífices y las intrigas que suscitaron; aquí, un fragmento, en el que charla con Jorge Bergoglio
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Roma, sábado 16 de febrero de 2019. La mañana es radiante. La ciudad estábañada por un sol a pleno que, en medio de un cielo absolutamente diáfano, parece transformar el invierno en un esbozo de primavera. Los jardines del Vaticano lucen toda su belleza. Se observa un movimiento intenso en su entorno: sacerdotes, obispos, cardenales, personal de maestranza, jardineros, los guardias suizos y el personal de seguridad yendo y viniendo en medio de un estruendoso silencio. Todo luce impecable. La escena es feérica.
Tras atravesar el jardín, me hallo ya en el patio interior del Palacio Apostólico. Los guardias examinan mi esquela de invitación y me franquean el paso. Uno de los mayordomos me acompaña hasta el ascensor que nos lleva al tercer piso. Allí, otro mayordomo me conducirá por distintos ámbitos del Palacio —en los que la historia se hace presente a cada paso— hasta un salón de espera. Son las 10.45. En el recinto hay ocho sillones tapizados con pana roja finamente estampada, con patas y rebordes dorados. A las 10.55, se abre la puerta y aparece monseñor Luis Rodrigo, un sacerdote argentino. Es delgado, de mediana estatura, y hace gala de una exquisita amabilidad. Me invita a ver dos esplendentes cuadros de Rafael, el gran pintor italiano del Renacimiento, y una serie de artesanías de los pueblos originarios del Perú que le fueron obsequiadas al Papa durante uno de sus viajes. A las 10.58 se abre la puerta de la biblioteca y sale un cardenal con el cual el Sumo Pontífice ha tenido una reunión de quince minutos. “En dos minutos lo recibe a usted”, me señala monseñor Rodrigo. Y a las 11 en punto —tal cual estaba pautado— la puerta de la biblioteca se abre. Y allí me está aguardando Francisco.
Lo veo sonriente y animado. Me estrecha la mano con firmeza. Su rostro es lozano, juvenil. Su mirada es vivaz. Sabe que va a protagonizar un hecho único: por primera vez un papa va a hablar en forma extensa y detallada sobre su salud. Será una larga entrevista de una hora y quince minutos que hará historia. Lo veo feliz.
—¿Cómo está de salud, Santidad?
—Muy bien. Gracias a Dios estoy muy bien. Me siento con energías y con ganas. Tengo 82 años y me encuentro pleno.
—A lo largo de su vida usted atravesó algunas dolencias delicadas y graves.
—Sí. Pasé por momentos delicados.
—Siendo más joven, padeció un cuadro pulmonar severo. ¿Cómo fue?
—Corría 1957. Me hallaba cursando el segundo año de seminario en el Seminario de Devoto. Ese invierno había habido una fuerte epidemia de gripe que afectó a muchos de los seminaristas. Entre ellos, estaba yo. Pero lo cierto es que mi caso evolucionó de una manera más tórpida. Mis otros compañeros se recuperaron en pocos días y sin ninguna secuela. En cambio yo seguí padeciendo un cuadro febril que no cedía. En aquel momento había en el seminario un hermano que había sido maquinista de locomotora y al que le habían asignado tareas de enfermero, enfermero que manejaba los casos con una regla bastante curiosa. Para los dolores daba Cafiaspirina. Para los cuadros digestivos de tipo diarreicos, daba sulfas. Y para las afecciones de la piel daba tinturas a base de yodo. Así que yo tomé las aspirinas como él me lo indicó pero sin obtener ninguna mejoría. La fiebre seguía.
“Ante esta situación, el director del seminario me dijo: “No estás bien. Te voy a llevar al Hospital Sirio Libanés para que te examinen y te hagan los estudios que correspondan para así saber qué te está pasando”. Así que, a la mañana siguiente, me subió a su auto y me condujo al hospital. Allí me vio el director, doctor Apud, quien, al saber de mi cuadro clínico, llamó al doctor Zorraquín, un destacado neumonólogo que, luego de revisarme, ordenó estudios de laboratorio y radiografías de tórax. En aquella época no había tomografía computada ni resonancia nuclear magnética. Al ver las radiografías, el especialista encontró tres quistes en el lóbulo superior del pulmón derecho. Había también un derrame pleural bilateral que me producía dolor y dificultad respiratoria. Por lo tanto, luego de analizar minuciosamente mi caso, procedió a la realización de una punción pleural para extraer el líquido. Tras ello, comenzaron a tratarme y, para el mes de octubre, cuando ya estaba recuperado, me anunciaron que debían operarme para extirpar el lóbulo afectado porque existía la posibilidad de una recaída. Naturalmente, yo acepté la operación. Fue un momento difícil.
—¿Cómo lo vivió? ¿Pensó que podría tener cáncer?
—Tenía 21 años. A esa edad uno se siente omnipotente. No es que no estuviese preocupado, pero siempre tuve la convicción de que me iba a curar. La operación fue una gran operación. La cicatriz de la incisión quirúrgica que me hicieron va desde la base del hemitórax derecho hasta su vértice. Fue una intervención cruenta. Según me contaron, se trabajó con el separador de Finochietto [se trata de un separador intercostal a cremallera que se usa en las operaciones torácicas] y se debió hacer mucha fuerza. Por eso, al recuperarme de la anestesia, los dolores que sentí fueron muy intensos.
(…)
—¿Le quedó alguna alteración de la función respiratoria?
—La verdad, no. La recuperación fue completa y nunca sentí ninguna limitación en mis actividades. Como usted lo ha podido ver, por ejemplo, en los distintos viajes que he hecho y que usted ha cubierto, nunca debí restringir o cancelar algunas de las actividades programadas. Nunca experimenté fatiga o falta de aire [disnea]. Según me han explicado los médicos, el pulmón derecho se expandió y cubrió la totalidad del hemitórax homolateral. Y la expansión ha sido tan completa que, si no se le advierte del antecedente, solo un neumonólogo de primer nivel puede detectar la falta del lóbulo extirpado.
El asunto del pulmón estuvo a punto de jugar un rol clave en el intento de los adversarios del entonces cardenal Jorge Bergoglio de impedir su elección. Quien dio cuenta de esto fue el arzobispo de Tegucigalpa, cardenal Óscar Andrés Rodríguez Maradiaga: “Ciertamente, no puedo decir qué sucedió dentro de la Sixtina durante el cónclave, pero puedo decir esto: cuando la figura del arzobispo de Buenos Aires comenzó a emerger como el nuevo posible papa, ellos comenzaron a moverse para frenar el plan de Dios que estaba a punto de concretarse. Alguien que estaba apoyando a otro cardenal papable, en efecto, difundió el rumor en Santa Marta de que Bergoglio estaba enfermo ya que le faltaba un pulmón. Fue en este punto donde yo tomé coraje. Hablé con otros cardenales y les dije: ‘OK, voy a ir a preguntarle al arzobispo de Buenos Aires si estas cosas son realmente ciertas’. Cuando fui a verlo, le pedí perdón por la pregunta que estaba a punto de formularle. El cardenal Bergoglio se sorprendió mucho, pero confirmó que aparte de un poco de ciática y una pequeña operación en su pulmón derecho para la remoción de un quiste cuando era joven, él no tenía ningún problema de salud de importancia. Su respuesta fue un verdadero alivio: el Espíritu Santo, a pesar de los obstáculos de las camarillas, estaba soplando sobre la persona correcta”.
El destacado periodista Gerard O’Connell recogió otro testimonio de valor sobre las intrigas alrededor de la afección pulmonar de Francisco. Corresponde al cardenal español Abril Santos y Casteló, quien contó que él también se acercó a Bergoglio y le formuló la misma pregunta al final del almuerzo. “¿Es verdad que usted tiene un solo pulmón?”. El arzobispo de Buenos Aires lo negó y le explicó que en 1957, cuando tenía 21 años, se había sometido a una cirugía para la remoción del lóbulo superior de su pulmón derecho a causa de tres quistes y que, desde entonces, ese pulmón funciona con total normalidad.
(…)
—¿Se psicoanalizó alguna vez?
—Le cuento cómo fueron las cosas. Nunca me psicoanalicé. Siendo provincial de los jesuitas, en los terribles días de la dictadura, en los cuales me tocó llevar gente escondida para sacarla del país y salvar así sus vidas, tuve que manejar situaciones a las que no sabía cómo encarar. Fui a ver entonces a una señora —una gran mujer— que me había ayudado en la lecturade algunos tests psicológicos de los novicios. Entonces, durante seis meses, la consulté una vez por semana.
—¿Era una psicóloga?
—No, era psiquiatra. A lo largo de esos seis meses me ayudó a ubicarme en cuanto a la forma de manejar los miedos de aquel tiempo. Imagínese usted lo que era llevar una persona oculta en el auto —solo cubierta por una frazada— y pasar tres controles militares en la zona de Campo de Mayo. La tensión que me generaba era enorme.
—¿Para qué más le fue útil la consulta con la psiquiatra?
—El tratamiento con la psiquiatra me ayudó además a ubicarme y a aprender a manejar mi ansiedad y evitar el apresuramiento a la hora de tomar decisiones. El proceso de toma de decisiones es siempre complejo. Y los consejos y las observaciones que ella me dio me fueron muy útiles. Ella era una profesional muy capaz y, fundamentalmente, una muy buena persona. Le guardo una enorme gratitud. Sus enseñanzas me son aún de mucha utilidad hoy en día.
—¿Fue difícil para usted hacer este tipo de consulta?
—No. Yo soy muy abierto y en ese punto, tengo una postura muy consolidada. Estoy convencido de que todo sacerdote debe conocer la psicología humana. Hay quienes lo saben por la experiencia de los años, pero el estudio de la psicología es necesario para un sacerdote. Lo que no veo del todo claro es que un sacerdote haga psiquiatría debido al problema de la transferencia y la contratransferencia, porque ahí se confunden los roles y entonces, el sacerdote deja de ser sacerdote para pasar a ser el terapeuta, con un nivel de involucramiento que después hace muy difícil tomar distancia.
—Usted me habló varias veces de sus neurosis. ¿Cuán consciente es de ellas?
—A las neurosis hay que cebarles mate. No solo eso, hay que acariciarlas también. Son compañeras de la persona durante toda su vida. Recuerdo una vez haber leído un libro que me interesó mucho y me hizo reír a carcajadas. Su título era Alégrese de ser neurótico, del psiquiatra estadounidense Louis E. Bisch. Es algo que comenté en la conferencia de prensa que di en el vuelo de regreso de Seúl a Roma. Dije: ‘Soy muy apegado al hábitat’ de la neurosis y agregué que, después de esa lectura, decidí cuidarlas. Es decir, es muy importante poder saber dónde chillan los huesos. Dónde están y cuáles son nuestros males espirituales. Con el tiempo, uno va conociendo sus neurosis.
—En general, se las agrupa en neurosis ansiosa, neurosis depresiva, neurosis reactiva y neurosis postraumática. ¿Cuál o cuáles son las suyas?
—La neurosis ansiosa. El querer hacer todo ya y ahora. Por eso hay que saber frenar. Hay que aplicar el célebre proverbio atribuido a Napoleón Bonaparte: “Vísteme despacio que estoy apurado”. Tengo bastante domada la ansiedad. Cuando me encuentro ante una situación o debo enfrentar un problema que me produce ansiedad, la atajo. Tengo distintos métodos para hacerlo. Uno de ellos es escuchar Bach. Me serena y me ayuda a analizar los problemas de una manera mejor. Le confieso que con los años he logrado poner una barrera a la entrada de la ansiedad en mi espíritu. Sería peligroso y dañino que yo tomara decisiones bajo un estado de ansiedad. Lo mismo pasa con la tristeza producida por la imposibilidad de resolver un problema. Es también importante dominarla y saber manejarla. Sería igualmente nocivo tomar determinaciones dominado por la angustia y la tristeza. Por eso digo que la persona debe estar atenta a la neurosis, ya que es algo constitutivo de su ser.
(…)
—¿Piensa en la muerte?
—Sí.
—¿Le teme?
—No, en absoluto.
—¿Cómo imagina su muerte?
—Siendo papa, ya sea en ejercicio o emérito. Y en Roma. A la Argentina no vuelvo.