Entre los incendios sigue congelada la figura de “delito ecológico”
Crónicamente se suceden distintas actividades ilegales que siguen degradando lo que queda de nuestros paisajes originales, con el consecuente impacto social. Ante cada episodio nuevo que llega a los medios se repite la angustia, la indignación, los pedidos de auxilio, la impotencia y las declaraciones volátiles de los políticos de turno.
Hoy son los incendios intencionales que arruinan vidas de todo tipo, con personas obligadas a evacuarse y dejar atrás las cenizas de sus emprendimientos en lugares que eligieron justamente por sus valores naturales. Mañana volverá a ser noticia la pesca furtiva protagonizada por una flota internacional que hipoteca las poblaciones de calamares, langostinos y peces, con un descarte pesquero irracional. Y después de algún decomiso pintoresco tomará visibilidad que existen redes de crimen organizado para extraer maderas o animales para abastecer al mercado negro de vida silvestre, o los tours de cazadores de patos, que pasean con embarcaciones desde las cuales realizan sus jornadas de caza, sembrando muerte y plomo en el agua que muchos beben. Otros extractivismos ilegales o inmorales no tienen espectacularidad mediática y tienden a pasar desapercibidos. Un ejemplo es la extracción de litio en los frágiles salares jujeños, a los que vampirizan chupándoles el agua que necesitan las comunidades locales. Parecería que la minería acuñó la famosa regla de oro: “el que tiene el oro hace la regla”, que se proyectó sobre otras formas de saqueo.
Desde hace años, Interpol investiga todo esto. Por eso afirma que los delitos ambientales se convirtieron en el tercer sector más lucrativo para la delincuencia organizada transnacional, generando casi 300.000 millones de dólares al año. Ahí está el oro que impone las reglas y lo que explica la adormecida o permisiva actitud de funcionarios y políticos, siempre predispuestos a ablandar la normativa más que aplicarla. Y esto no se restringe a una ideología política. Está estudiado que las aplican los representantes de las derechas hasta de las izquierdas. La única diferencia estará en el posterior relato.
El resultado está a la vista: economías quebradas, poblaciones vulneradas y ecosistemas silvestres cada vez más comprometidos en su capacidad productiva de bienes y servicios. Este “modelo” se aplica en distintas partes del mundo y, en particular, en América Latina, donde los derechos humanos siguen tan vulnerados como los ambientales. Las conclusiones reveladas por Global Witness recientemente son claras: cuatro de los cinco países con mayor número de ambientalistas asesinados en la última década están en nuestra región: Colombia (461), Brasil (401), Filipinas (293), México (203) y Honduras (149). Sin embargo, los gobiernos no documentan ni suelen investigar estos crímenes para neutralizar o amedrentar a quienes se oponen a proyectos mineros o construcción de represas en sitios sensibles, la deforestación ilegal o las operaciones del narcotráfico áreas silvestres.
Este panorama requiere de algo más concreto que participaciones en reuniones internacionales. El “bla, bla, bla”; las fotos para aparentar y los gastos públicos de esos viajes no resuelven los problemas. Y es aquí donde los diputados y senadores de la Nación tienen una deuda que saldar con el pueblo y el resto de la naturaleza argentina. Hubo distintos proyectos de ley para incorporar la figura de “delito ecológico” en nuestro centenario Código Penal. Muchos fueron debatidos y “cajoneados”. Ahora, se necesita consenso político para proteger el país de los autores materiales e intelectuales de los crímenes ambientales. Mientras ello no ocurra gozarán de impunidad o del beneplácito de las multas irrisorias.
Investigador del Centro de Ciencias Naturales, Ambientales y Antropológicas de la Universidad Maimónides y Asesor Científico de la Fundación Azara