Entre libros. La biblioteca como proyecto de vida
De la mano de Alberto Manguel, cuya obra La biblioteca de noche se reeditó recientemente, una inmersión en el universo de quienes, entre el profesionalismo y la pasión, creen que el único paraíso en la tierra es el que viene escrito, en papel y sobre estantes
La de Babel, imaginada por Borges en un cuento; la de Alejandría, la de cada país, las quemadas, las olvidadas, las perdidas, las heredadas, las ordenadas hasta el TOC, las alborotadas, las públicas, las privadas? ¿Cuántas posibilidades habitan en la palabra biblioteca?
En 2007, cuando Alberto Manguel escribió La biblioteca de noche (reeditada el año pasado por Siglo XXI) no imaginaba que iba a ser director de la Biblioteca Nacional. Ni siquiera vislumbraba que volvería a vivir en la Argentina después de cincuenta años, luego de vivir en tantos países. Su constante era una: había pasado la vida entera entre bibliotecas. "Escribí hace unos veinticinco años Una historia de la lectura -dice en su despacho-. Parte de esa investigación se relacionaba con las bibliotecas porque lo que hace el lector es crear ese ambiente de libros donde trabaja. Cuando en el año 2000 pude por fin encontrar un lugar en Francia para albergar mis libros, decidí que iba a escribir sobre las bibliotecas y sobre las distintas percepciones simbólicas, como espacio, como orden, como identidad". Quince años después, cuando tuvo que desmontarla, Manguel empezó a escribir otro libro: Mientras embalo mi biblioteca (Alianza) como crónica de un duelo, como un réquiem. Dirá que esa que desarmó representa los años más felices de su vida.
Hace unos años, el director canadiense Robert Lepage trabajó con él en la realización de un proyecto que se llamó como el libro: "La biblioteca de noche" y recreó diez bibliotecas fascinantes. Desde la virtualidad, se podían mirar la del Parlamento de Canadá, la del Congreso en Washington, la del Nautilus (ideada por Julio Verne) y, entre ellas, estaba la del propio Manguel en Francia ¿Qué tenía esa biblioteca que la volvía tan espectacular? Eran treinta mil libros -hoy suman cuarenta mil- reunidos en un mismo lugar, en un antiguo establo de piedra que él hizo reconstruir en un pueblo de diez casas en Francia, en el Valle del Loira. Una biblioteca de madera oscura, con lámparas verdes, que imitaba la del Colegio Nacional de Buenos Aires, en el que Manguel había estudiado. Ordenó todos los libros él mismo. "Recuerdo la inmensa emoción de la primera noche en la que estaban en sus estantes -dice-. Esa primera noche, para sentir que la poseía, hice como un perro que mea en los rincones y dormí ahí. Esos quince años que me pasé allí fueron los más felices de mi vida: tenía mi biblioteca, mi jardín, mi perra, mi cocina, tenía el silencio de ese lugar? Eso es algo que no he recuperado nunca. Buenos Aires es una de las ciudades más ruidosas del mundo". Por razones burocráticas, según señala, él y su compañero tuvieron que vender la casa y empaquetar los libros, que hoy están en cajas, en el depósito de su editora canadiense. De ahí, se mudaron a Nueva York.
Su biografía y su producción literaria van enlazadas a los vaivenes de ese espacio. Mientras vaciaba los estantes, Manguel escribió su despedida. "Embalarlos era como enterrar un ejército de amigos queridos -dice-. Ahora están en sus tumbas esperando la resurrección. Siguen en cajas porque no tengo lugar donde ponerlos. En Buenos Aires tengo un departamento del tamaño de esta mesa. Espero la ocasión de volver a colocarlos en sus estantes". Reitera que cuando armó aquella biblioteca no fantaseaba con ser director de la Biblioteca Nacional: "Uno puede soñar con ir a la luna o ganar la lotería, pero este fue un sueño que nunca tuve. Nunca pensé que iba a volver a la Argentina después de cincuenta años. Nunca pensé que iba a trabajar en una biblioteca. De adolescente pensé que podía estudiar bibliotecología pero no tenía ni la paciencia, ni la disciplina."
La Argentina era, para él, pasado. Un territorio construido con la nostalgia de esa épica del Colegio Nacional. Cuando nació, su familia se mudó a Tel Aviv (su padre fue el primer embajador argentino en Israel). Los primeros libros de su biblioteca tuvieron la voz de la nodriza checa con la que pasaba las 24 horas del día: "Ella me enseñó el inglés y el alemán, que fueron mis primeras lenguas. Yo no hablé con mis padres hasta mis ocho años, porque ellos hablaban castellano. Cuando en el 55 cayó Perón, mi padre quiso ser fiel al gobierno que lo había nombrado, volvió y lo pusieron en prisión. Aprendí castellano en el 55 y ahí pude entablar una conversación con ellos", cuenta. De aquella época, Manguel recuerda cierta indignación por la división de la literatura para niños o para niñas. En Historia natural de la curiosidad escribe: "Las identidades impuestas alientan la desigualdad". Su nodriza, dice, tenía una idea muy de principios de siglo XX de la cultura. A través de ella, conoció los clásicos alemanes e ingleses. Luego, en la Argentina, se sumaron los libros de Constancio C. Vigil, la colección Robin Hood, Mujercitas. Los estantes no pararon de nutrirse.
Vivió en Inglaterra, Italia, Francia, Tahití, Canadá. En cada coordenada hubo una biblioteca que nunca dejó de crecer. En Tahití, donde trabajó para una editorial, la armó pese a los hongos que se formaban en los interiores: "Me mudé con mis libros. Teníamos una choza con tejado de hojas de palmera y ahí monté mi biblioteca. Eran tres paredes y el mar. Tahití es un lugar maravilloso para las vacaciones pero no es maravilloso para trabajar. Yo iba a la oficina temprano y volvía a la noche, los libros se cubrían de moho, me molestaba el calor húmedo? Recibía el suplemento literario del Times y pedía libros a Londres. Algo muy del siglo XIX".
"Siempre he vivido entre libros. Para mí, el mundo se presenta entre libros y después en la realidad", dice. En Francia logró la reunión, al menos por quince años. Cuando dejó esa casa y se fue a vivir a Nueva York, ya había reflexionado y escrito sobre lo que se aloja en una misma idea: la biblioteca como isla, como mito, como patria, como identidad. También como espacio público, claro. Sobre esto, asegura: "No puedo trabajar en una biblioteca pública. Me resulta difícil leer libros que no son míos, que no puedo anotar, que no puedo llevarme a la cama. Para mí, la biblioteca tiene que ser personal".
¿Cuánto demoró en aceptar el cargo en la Biblioteca Nacional?
-Lo pensé mucho. Fíjese: cuando nos instalamos en Nueva York, pensé que había llegado al último capítulo de mi vida. Voy a cumplir setenta años en unos meses. No estaba para cambios. Había sufrido mucho con el abandono de esa biblioteca. Nunca imaginé que iba a volver a cambiar, volver a hacer una mudanza, y una tan grande como lo que significa volver al país natal. La Argentina que yo recordaba era una que había inventado a través de una nostalgia, la del Colegio Nacional de Buenos Aires.
-En el prólogo de La biblioteca de noche escribe que al llegar a la Argentina descubrió que el puesto de director era político?
-Y me parece algo nefasto. No puede ser político en el sentido sectario de la palabra. Es una institución política porque es el corazón de la polis, pero no puede ser el lugar emblemático de cualquier política sectaria, sea del partido que está en el poder o del partido vencido. Decidí que este no iba a ser un puesto político y que yo iba a ser el administrador de la biblioteca.
En su oficina, hay unos pocos libros de lomo duro en unos estantes; un escritorio, una mesa de vidrio, unos sillones. En la entrada del personal, asomaban afiches con reclamos de los trabajadores. Aquí no se ven. En julio se cumplió un año de su llegada al puesto. Fueron meses en los que hubo despidos, reincorporaciones, discusiones y cambios. El puesto de Borges fue algo más que una distinción.
El edificio, creado por Clorindo Testa, no es de su agrado: "Esta torre monstruosa en la que estamos -dice-, donde el objetivo es crear la fealdad deliberada, dificulta la tarea. Es como la nueva Biblioteca Nacional de Francia, que tiene cuatro torres totalmente inútiles de vidrios que quemaban los libros". ¿Qué Biblioteca pública destaca, entonces? La Vasconcelos en México, responde. Cuenta entonces que en La biblioteca de noche le interesaba estudiar la idea de lo arquitectónico y los modos en los que influye en el trabajo. También, "la idea de la biblioteca como autoridad, con columnas que se mostraban como majestuosas y excluyentes, que al mismo tiempo daban sentido de la importancia del acto intelectual en el seno de una sociedad".
"Ahora esto ha cambiado bastante -agrega-. El símbolo de la biblioteca ha sido reemplazado por el símbolo del banco, que da valores a la sociedad."
¿Cómo es su biblioteca privada ahora?
La biblioteca se construye alrededor de mí. Aquí, en Buenos Aires, he acumulado tantos libros que he tenido que enviar unas veinte cajas a mi depósito. Buenos Aires es una ciudad de libros. Me encantan las librerías anticuarias y descubrí una de viejos fantástica en el sótano de la galería Florida.
¿Qué cosas descubre?
No busco nada en especial, pero descubro la edición que hizo Sur de Orlando, de Virginia Woolf, con una firma de Victoria Ocampo... Libros que compro por nostalgia, porque los tenía cuando iba al colegio... También la librería Guadalquivir es extraordinaria. Ellos traen libros que generalmente no se ven. Y recorro las librerías de la calle Corrientes. Siempre encuentro algo allí.
La biblioteca de noche se acompaña con ilustraciones de algunas bibliotecas míticas o históricas: La de Pérgamo, el boceto de Miguel Ángel para la Laurenziana. También hay una foto de unas cajas apiladas, maltrechas, semicerradas. Se trata de la biblioteca del Líbano. Manguel cuenta que hay voluntarios que se acercan para tratar de quitar los bichos, el polvo, y para catalogar lo que sirve de esa biblioteca que reunió nacionalidades, rarezas, joyas manuscritas y sobrevivió, aunque desplumada, a bombardeos y otros estragos de sucesivas guerras. Las fotos recuerdan a esos rescates de animales empetrolados. Animales que guardan en sí un mundo que tiene que ver con nosotros. Esa biblioteca, como todas, guarda identidades, utopías, heridas. Son asilo y a la vez oráculo para transitar el mundo.
Otras bibliotecas
Gonzalo Heredia. Un elemento central de la vida de todos los días
Desde cero. El actor Gonzalo Heredia fundó su propia biblioteca así como quien construye una casa, desde el primer ladrillo. "En mi adolescencia la idea de biblioteca estuvo relacionada a un estante para poner adornos y cosas lindas -dice-. En todo sentido yo tuve que construir una biblioteca. Primero, dentro de mi cabeza, con ese traslado de biblioteca de cosas lindas y adornos, a una biblioteca activa. Fue explorando, revolviendo en las librerías de descuentos y libros usados de la avenida Corrientes. Y también mucho por intuición, en especial con el encuentro de escritores argentinos para tener un acopio de libros". ¿Qué nombres eligió para empezar? Roberto Arlt, Rodolfo Fogwill fueron los primeros. También algún Cortázar. Y los clásicos de la literatura universal. "Uno me fue llevando a otro. Empecé a ramificarme, hasta que me familiaricé con los norteamericanos, los rusos, los europeos", cuenta. Y la biblioteca creció y creció. Heredia, activo colaborador en @lagenteandaleyendo, la cuenta que recomienda libros en Instagram, Twitter y YouTube, se considera un fetichista del libro. Como tal, tiene sus trofeos. ¿Cuáles son esas joyas de sus estantes? Una primera edición de la uruguaya Cristina Peri Rossi, firmado por ella; una primera edición de uno de Fray Mocho, comprada en una librería de viejo en Mar del Plata.
Cuenta que en su living no hay televisión, que ese lugar lo ocupa la biblioteca, a la que señala como un integrante más de la familia: "Está dentro de la estructura, dentro de la cotidianidad. Al estar en un lugar transitable, la uso, la consulto. Hago una especie de zapping de libros. Me gusta que sea parte de mi familia", explica. Fiel a la lógica de "dime qué biblioteca tienes y te diré quién eres", cuando va a una casa, lo primero que mira es eso: qué libros hay, cuántos, y agrega: "Me ha pasado de no conocer a una persona e ir a la casa y pedir permiso para ver los libros que tiene".
¿Ordenada? ¿Con libros revueltos? "Mi biblioteca está bastante desordenada porque se usa. He conocido bibliotecas estéticas, ordenadas por editoriales y colores, pero me da mucha más empatía una biblioteca desordenada porque es una biblioteca que está activa, en circulación constante", dice. Cuando intenta darle un orden, sin embargo, elige el geográfico, "como si armara un mapamundi". Luego hay otro espacio para los clásicos que trascienden geografías, como el Quijote, Ulises, Moby Dick; y una sección especial para el policial negro argentino, norteamericano y escandinavo, del que se reconoce admirador.
Lucrecia Martel. Tratar a los libros como amigos en un campamento
"Cuando iba a cumplir 9 años, mi abuela Antonia me llevó a una tienda de Salta que era juguetería, librería, de ropa, no me acuerdo cuál era. Mi abuela iba a todo tipo de tiendas, las tradicionales y las más despreciadas. Me dijo que eligiera dos cosas, como regalo de cumpleaños", recuerda la directora Lucrecia Martel. La niña eligió un revólver y una versión del Quijote para niños. Su abuela no se sorprendió por el revólver, sabía que solía jugar a los vaqueros. Sí se sorprendió por el libro, porque no tenía dibujos. "Me ofendían los libros con dibujos para niños", dice Martel. Tiempo después, su abuela Nicolasa le regaló tres tomos de la Enciclopedia de mitología griega. Entre los 9 y los 15 años, Martel se apasionó: "Era esa época en que las editoriales mandaban a unos vendedores casa por casa, tan fervientes como testigos de Jehová, ofreciendo diccionarios, enciclopedias, colecciones de literatura. Las familias se endeudaban en planes de pago para colaborar con las actividades de la escuela de los hijos". La biblioteca mental de la directora de Zama se alimenta de esas cosas.
¿Marca los libros de su biblioteca? "Los escribo, subrayo, anoto en las contratapas. Tengo algunos arrugados por el vapor de baños de inmersión. Trato a los libros como si fueran amigos en un campamento", dice. Su biblioteca tiene dos variantes: la "estabilizada", en un entrepiso, donde todo ya ocupó un lugar constante, y la cambiante, donde se agregan los nuevos. "De chica me pareció que los libros eran gente que sólo podía conocer de esa manera -cuenta-. Personas cuya compañía hubiera sido mal vista en mi colegio o en mi familia. Y pienso en mi biblioteca como un salón donde he podido juntar gente que quizás no hubieran aceptado mi invitación, y menos si sabía que estaban fulano o mengano en el otro estante. Un salón donde sería muy divertido estar". ¿Cuáles son los tesoros de Martel? Un manual en latín que servía a los sacerdotes para la evaluación de las faltas teológicas o morales, Tribunal Confessariorum, de Martín Wigandt, de 1713. Dos volúmenes que recopilan los grabados sobre la industria en el siglo XVIII, publicados en la Enciclopedia de Diderot que, dice, fueron muy útiles para pensar cosas para Zama. ¿Y a qué páginas vuelve cada tanto? A Las metamorfosis, de Ovidio, al libro Historia de los animales, de Claudio Eliano, y, "como si fuera un libro de revelaciones", lee al azar un fragmento de la enciclopedia Historia natural, de Plinio el Viejo. Cuenta que cuando está inquieta, lee sobre matemática; que eso la calma. "Tengo un libro sobre el teorema de Pitágoras, es muy tranquilizador", apunta y habla sobre su biblioteca ideal: "Vi un barco, creo que en el Museo Marítimo de Rotterdam. En el camarote del capitán había una biblioteca. Es mi sueño".
Eduardo Fidanza. La biblioteca puede ser un bosque imaginario
El analista político Eduardo Fidanza cuenta que su biblioteca comenzó a formarse cuando ingresó en la Facultad de Filosofía y Letras, a principio de la década del 70. Creció rápido: a los dos años ya sumaba unos doscientos volúmenes. "La primera compra importante fue a un vendedor de Eudeba -recuerda-: algunos manuales básicos de sociología y psicología social norteamericana". Todavía los conserva y los consulta; son clásicos. Dice que en su biblioteca prefiere los libros nuevos, no los de segunda mano, excepto en el caso de algún título que sea inhallable. ¿Fetichista? "Creo que todo bibliófilo tiene cierta relación fetichista con los libros -responde-. Ellos no son solo para leer sino también para contemplar, hojear, apreciar la edición, hasta olerlos, como me enseñaron a hacer unos tíos, a los que les debo, junto con mis padres, el amor por los libros".
Fidanza dice que desde muy chico vivió rodeado de bibliotecas. Suele ponerlos de canto en los estantes, "para contemplarlos y disfrutar sus colores". En general los marca, siempre con rotulador amarillo, aunque solo palabras o párrafos cortos. Y confiesa que van ubicados en un orden genérico "para disimular un desorden de fondo": ciencias sociales en general, capitalismo, teoría weberiana, marxismo, economía, historia y mucha literatura y filosofía. ¿Cuáles son los favoritos en esos estantes? "Hay una serie de autores centroeuropeos que han capturado mi atención en los últimos años: Joseph Roth, Stefan Zweig, Arthur Schnitzler, Sándor Márai. Suelo volver a ellos como quien se zambulle en una experiencia estética y ética, la de un mundo que ya no existe: la Europa humanista y pacifista que destruyeron el nazismo y el estalinismo", explica, y aclara: "No lo hago con actitud reaccionaria, sino como un paseo por un bosque imaginario que me produce placer y serenidad". Cuenta que también vuelve a Borges cuando siente que su escritura se anquilosa: "Hago el ejercicio de reparar una vez más en su escritura, en la extensión de las oraciones, la puntuación, el ritmo. Practico un periodismo intelectual en apenas 5000 caracteres. De vez en cuando necesito el auxilio de un maestro de la concisión".
Su mujer es historiadora del arte, así que en los estantes privilegiados van sus preferidos y los de ella: "En un momento se borran los límites y se constituye un nuevo espacio". En su escritorio, en su casa, se acumulan los volúmenes de ciencias sociales. Y en su oficina, los libros que hacen eco a sus columnas semanales en la nacion. Fidanza agrega la idea de la biblioteca móvil. No, no habla de la biblioteca virtual, aunque también la tiene y ahí acumula papers; habla de su mochila, siempre cargada de libros que vienen y van.
Claudia Piñeiro. Títulos y estantes que crecen sin parar
Como hongos, así dice que crecen los libros en su casa. Claudia Piñeiro cuenta que vive a 50 kilómetros de Buenos Aires, en un lugar donde las casas tienen muchas ventanas y pocas paredes. Un problema, en síntesis, para armar grandes bibliotecas en un solo lugar. Igual, se las arregla: "Tengo varias bibliotecas, incluso en el descanso de la escalera. A veces no hay más estantes y vuelve a aparecer otra biblioteca en otra pared que rescato. La primera biblioteca estaba en mi escritorio. Después hice estantes arriba de la ventana. Después empecé a avanzar sobre el living, sobre otro cuarto que hay afuera de la casa?". En su habitación hay dos bibliotecas más: una en la que acomoda los libros de teatro y de ensayo literario, otra donde guarda los que fueron firmados por personas que admira.
No siempre hubo bibliotecas enormes, con tentáculos. En su casa familiar, recuerda, había una biblioteca muy chica, importante para sus padres, pero no en tamaño. "Era una familia que le daba valor a la lectura pero no tenía tantos libros", dice. También tenía una propia en su cuarto, y, cuando se mudó, la llevó al departamento que alquiló cuando consiguió trabajo. Esa biblioteca mutó a lo largo de los años, con el correr de las mudanzas. Hoy es esta que cuenta, que ordena alfabéticamente y que se extiende hasta Buenos Aires, porque en la ciudad también tiene un departamento que guarda libros de teatro, de ensayo literario y de ficción.
Piñeiro dice que supo ser usuaria de bibliotecas públicas; en su infancia y su adolescencia solía ir a la de Burzaco, el pueblo donde creció, y en la juventud con frecuencia iba a la biblioteca de la Facultad de Ciencias Económicas, donde estudió. Se reconoce fetichista. Prefiere los libros nuevos, aunque si no se puede, consigue los usados, y los marca con un doblez en la página, más arriba o más abajo, según se ubique la parte que le interesa destacar. También dice que vuelve siempre a los ensayos: libros de Barthes, El arte de la ficción, de David Lodge, Suspense, de Patricia Highsmith.
De las bibliotecas ideales, nombra la de Guillermo Saccomanno: "Tiene todos los libros que quiero", dice y agrega: "Y la de un amigo y escritor italiano, Andrea Rosetti, porque además de completa y sofisticada es de una belleza única".