Entre la esperanza y el cinismo
Los argentinos aún creemos en el futuro, pero las frustraciones nos han vuelto escépticos y afectos a las soluciones mágicas; estas elecciones son la oportunidad de canalizar la voluntad de cambio con madurez, reflexión y programas de gobierno
Una de las tensiones profundas que vive desde hace años la Argentina es que mantiene la necesidad de creer en su futuro, pero al mismo tiempo siente que tiene obturada, por experiencia, la posibilidad de hacerlo. Esa poderosa inclinación del ser humano hacia la creencia, de la que no está exenta la política, convive en el país con un alto grado de cinismo. La corriente natural de la esperanza choca contra las compuertas de un escepticismo nacido de una frustración tras otra. Esta colisión entre la necesidad de creer y la imposibilidad de hacerlo no es inocua y engendra marejadas de alcances peligrosos. Porque cuando la compuerta se abre, la energía que se libera lo hace de manera caótica y acrítica. Así parecería haber sucedido en el ciclo que termina a fin de año.
En efecto, estamos llegando al fin de un período que empezó con la experiencia de tierra arrasada de 2001 y 2002, momento en el que la sociedad atravesó un penoso desierto y experimentó el sinsentido que puede alcanzar la vida política en nuestro país. Tímidamente al principio, con intensidad luego, la liberación de esa energía se entroncó con el kirchnerismo.
Experiencia que con el correr del tiempo se fue convirtiendo en lo inverso de lo anterior, adquirió por momentos caracteres cuasi teocráticos, connotaciones cuasi religiosas y se movió al compás de un relato considerado sagrado, frente al cual ni siquiera la realidad ha tenido autorización para desviarse. De allí provinieron el púlpito de sacerdotisa, la acusación a los sacrílegos, las excomuniones, las fatwas. Todo lo que es ajeno a una verdadera democracia, cuya esencia es la libre circulación de ideas y el respeto por los demás.
Pero esta experiencia no fue un ejercicio unilateral del poder, a pesar de que fue aprovechada como tal, sino que fue habilitada por la caja de resonancia de una sociedad mayoritariamente dispuesta a suspender la inteligencia y a permitir lo que fuere en nombre de aquella esperanza liberada. Es que la paradoja de no creer y apostar luego todo a una sola instancia son dos caras de la misma moneda. Pareciera, en este sentido, que no tenemos resuelta hasta hoy la reversión entre el ateísmo y el fundamentalismo político. Nos sucede como al jugador al que le va mal en sucesivas apuestas, se va quedando sin recursos y apuesta todas sus fichas a un solo número, buscando un golpe de suerte. Es ponerse en manos de la necesidad. Y, en el fondo, es una forma de capitulación frente al destino.
Pero ahora se está por abrir una etapa nueva. Porque aquella capitulación se vuelve a revisar cuando hay elecciones. Y tal vez estemos ante la oportunidad de salir de esa dialéctica estéril y perversa. Para eso, junto a la voluntad de cambio, necesitamos esencialmente disponer de razones, madurez, reflexión serena y programas de gobierno. No necesitamos confiar de nuevo en una persona que nos resuelva los problemas: necesitamos entender y evaluar por cuenta propia la arquitectura que se propone para nuestro futuro.
La democracia argentina se acerca hacia la vertiente de octubre, zona en la que confluyen uno de sus puntos de máximo deterioro y una gran necesidad de cambio. Y aunque no sabemos si la estructura política permitirá viabilizar esa expectativa, está claro que el 60% de votos de las PASO la ha expresado. Después de doce años de entrega al kirchnerismo tenemos un país dividido y estancado a la espera del mes de diciembre, momento en el que deberá darse un recambio presidencial. Hemos llegado hasta aquí con una notable tolerancia al deterioro, a la vez que con altos índices de aprobación frente a éste. Se ve claramente que no tenemos una escala de prioridades ni de valores uniforme en el país, lo cual no nos impide convivir. Esas diferencias son, por el contrario, el sentido por el cual existe el término convivencia. Lo que simplemente se observó en las PASO es que el 60% quiere otra cosa. El grueso del país no ignora el autoritarismo, la corrupción, la inflación, la violación serial de la Justicia, un fiscal muerto de un balazo en la cabeza sin que nada se haya resuelto hasta la fecha, o un candidato a gobernador sospechado de tener vínculos con el narcotráfico, para enumerar sólo aspectos salientes de estos tiempos. El grueso no ignora estas plagas de la democracia, a las que se agrega un diseño anticuado, desde el punto de vista instrumental, que dificulta su control en todas las áreas, de lo que no está exenta la electoral, como lo demuestran las primitivas herramientas de las que disponemos para expresar y hacer valer nuestra voluntad mediante el voto.
Pero, a pesar de lo crítico de la hora, y salvo excepciones de candidatos sin posibilidades, las PASO han sido la experiencia de cómo votar en un país exento de discutir sus problemas más relevantes y de explicitar programas de gobierno.
Para que la realidad no espante a sus votantes potenciales, los candidatos no profundizan demasiado en lo que afrontamos. Es particularmente patente el esfuerzo de Scioli por no significar, el intento de mantener vacías sus palabras, haciendo equilibrio entre sus votantes duros y los de centro que sale ahora a atraer. Fe, optimismo, cambiar lo que haya que cambiar, corregir lo que haya que corregir, no deberían ser los genéricos que lleven todavía a una persona a la presidencia en la Argentina.
Quedan dos meses de campaña aún, y los candidatos no deberían ser ventrílocuos de lo que queremos escuchar, sino líderes de lo que no hemos escuchado aún. De lo que se trata, como recordaba Sartre a los jóvenes del Mayo francés, es de no renunciar a la expansión del campo de lo posible.
Los candidatos a presidente tienen una responsabilidad en ampliar ese campo de la Argentina, pero explicando cómo. Y tienen que explicitar cómo abordarán los temas que afectan nuestras vidas. ¿Se discutirá la instalación del narcotráfico en estos años en el país y cómo combatir un delito que se comete con la complicidad de las estructuras del Estado? ¿Se explicarán en detalle las agendas previstas de desarrollo económico, de educación, de salud, de infraestructura, de seguridad? ¿Habrá debate presidencial?, y si lo hay, ¿excederá las meras formas? ¿O estamos condenados al maquillaje, al mero cambio de discurso, a la adaptación darwiniana a las emociones del votante para capturar votos? ¿Seguirá tratándose al ciudadano argentino como a una dama a la que no le interesa que le digan la verdad, si no, esencialmente, que la seduzcan?
Difícil contestar estos interrogantes, pero lo cierto es que, hacia el futuro, con cualquiera de los candidatos que gane se acabará la estridencia en la Argentina. Culminará este clima de griterío y de internado psiquiátrico en el que vivimos desde hace años. Esto sólo será mucho más que un mero cambio de formas; será la habilitación a escuchar, a conversar, a pensar. Será una oportunidad de volver a experimentar respeto mutuo. Funciones esenciales para nuestra calidad de vida, funciones que hemos dejado vacantes por mucho tiempo. Por si lo anterior fuera poco, tenemos también la oportunidad, si elegimos bien, de ingresar en un camino de desarrollo y de achicamiento de la brecha entre lo que somos y lo que podemos ser.