Entre el personalismo y la dispersión
La relación entre el hombre y la institución es un debate tan viejo como la política. En el siglo XX los hombres fueron tanto o más fuertes que las instituciones. Algunos para el bien, como Churchill, De Gaulle, Gandhi o Nasser. Otros discutibles, como Mao Tsé-tung, o nefastos, como Hitler, Mussolini, Stalin o Pol Pot. Los hombres providenciales son aquellos que aparecen en un momento difícil de la historia de un pueblo y se convierten en aquellos que logran sintetizar sus objetivos.
Me viene a la memoria un recuerdo opuesto de los señores feudales al elegir un rey: "Nos, que valemos tanto como vos, y que juntos valemos más que vos, os coronamos rey". La concepción de un primus inter pares tiene la riqueza y la madurez capaz de sintetizar la autoridad con la dignidad, de evitar que las bajezas generen la obsecuencia de aquellos que encuentran en la prebenda el sentido esencial de sus vidas.
La India de Gandhi y la Sudáfrica de Mandela encuentran en sus líderes los hombres capaces de lograr su liberación. Para superar la dialéctica entre pueblo dominante y pueblo oprimido, el líder puede resultar imprescindible.
El peronismo tiene un origen similar. Perón y Evita sintetizaron las necesidades de un pueblo que ingresó con ellos a un protagonismo político negado hasta ese momento. Fueron derrocados en 1955 y la impotencia de sus enemigos para lograr estabilizar la democracia culminó con su retorno en 1973. Los 18 años de exilio y persecución construyeron un mito que el retorno mismo intentó convertir en racional.
La vuelta a la democracia nos propuso a Alfonsín y en su mejor momento algunos imaginaron un tercer movimiento histórico, que sólo marcó lo efímero del intento. Con Menem se exacerbó la concepción del jefe: un ejército de obsecuentes parasitó y degradó una democracia que terminó enriqueciendo leales a la par de empobrecer instituciones y endeudar a la misma sociedad. Entre los momentos de supuesta gloria y las imágenes de patéticas caídas se exponen todas las miserias humanas.
Fueron tiempos del desprecio al Estado, de pérdida de identidad cultural y patrimonio nacional. Llegó la crisis, el miedo a la disolución y la salida.
El mundo que nos observaba con asombro está hoy atacado por un virus parecido. Cuando las ganancias no tienen límite tampoco lo tiene la miseria que generan.
Néstor Kirchner fue un político discutible. Ejemplar al recuperar la dignidad y sacarnos de la tragedia de la deuda externa; partícipe necesario de la nefasta privatización de YPF. Le impuso un rumbo nuevo al Estado, incorporó a sectores mayoritarios de la izquierda mientras convivió con viejas y nefastas estructuras.
Eso sí: retornaron con él la voluntad de justicia distributiva y la de imponer las necesidades sociales por sobre las urgencias del mercado.
Los aciertos no justifican que, ayer con Néstor y hoy con Cristina, convirtamos al presidente en una jefatura absoluta, y a ese hecho en una ideología alternativa y supuestamente justiciera.
Nuestra Presidenta no es el genio superior que imaginan sus fanáticos seguidores ni la portadora de todos los defectos, como exageran sus detractores.
Perón insistió en que sólo la organización vence al tiempo, que debíamos terminar con los hombres providenciales.
En países hermanos hay presidentes que se retiran con envidiables consensos y a nadie se le ocurre reformar Constituciones ni hablar de mitos como si la cantidad de los votos pudiera alterar el sistema legal.
Entre nosotros todo parece exagerado, desde la reivindicación de la violencia de los años 70 hasta el retorno de figuras nefastas de los 90, como si no pudiéramos aprender ni siquiera del sufrimiento. Fracasó sin justificación alguna la violencia que intentó el socialismo. Nada queda por recuperar de los que privatizaron el Estado dejando a miles sin empleo y millones de divisas en manos extranjeras.
Y en esa manera infantil de relacionarnos con la política, unos eligen un jefe y otros cultivan un odio, sutil manera de transitar la frustración colectiva.
Cuanto mayor es el poder personal y más limitado el espacio de quienes lo acompañan, la obsecuencia va acallando las diferencias de matices. Aplaudir y repetir conceptos ajenos es la negación de la dignidad individual y la riqueza institucional.
Estamos en el tiempo de los exégetas y los detractores (entre las apologías y las denuncias agoniza el escaso espacio de las propuestas). Y de las etiquetas: denostar derechas y monopolios que opinan distinto mientras se convive con similares o peores sólo porque están adaptados y aplaudiendo.
Cargos electivos en riesgo de convertirse en monarquías hereditarias, oscuros personajes que acompañaron a los anteriores y hoy a la Presidenta como si la humillación de las prebendas sirviera para sustituir la coherencia de las ideas.
Demasiados libros sobre Néstor Kirchner más cercanos a la autocomplacencia de los autores o a la ficción del relato que a su compleja personalidad. Son tiempos de exageraciones, de debates en los que la pasión oculta la pobreza de los contenidos, en los que nos referimos a la cordura y al diálogo como si el simple sentido común se hubiera convertido en lejana utopía.
Los grandes temas -el Estado y lo privado, el sistema impositivo y la distribución de las riquezas, la marginalidad y su reintegración social, y tantos otros- no logran un espacio entre el culto a la personalidad del oficialismo y la dispersión de mensajes de la oposición.
Enamorarnos de la política implica salir de las personas para ocuparnos de las ideas. Toda exageración termina en el fracaso. Forjemos el equilibrio que nos lleve a la política. El debate que nos debemos es el único camino posible hacia la estabilidad institucional y emocional, el paso que nos falta para sentirnos todos conformes con el destino elegido.
Cuando las instituciones políticas sean más fuertes que los hombres que circunstancialmente las conducen, la democracia será estable y definitiva. Mientras tanto, es tan sólo una bandera en manos de fuerzas enfrentadas. © La Nacion
El autor, politólogo, fue titular del Comfer (2003 - 2008)