Entre el capitalismo democrático y el populismo autoritario
Importa prestar atención a las contradicciones objetivas reales que desgarran a la sociedad
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Así como en el arte de la pintura admitimos que el empleo de los colores que haga un artista nunca es arbitrario, también debemos admitir que en el arte de la política los colores algo dicen, sobre todo cuando ellos designan territorios, preferencias políticas y, muy en particular, cuando esas coloraturas expresan tendencias y orientaciones consolidadas desde hace más de una década. Al respecto alcanza con echar una ligera mirada sobre el mapa del país y observar la distribución de los colores que representan al oficialismo y la oposición para advertir que, más allá de adjetivaciones ligeras e inevitables matices, hay dos Argentinas, lo cual no estoy seguro de que sea una buena noticia, aunque sí estoy persuadido de que es un dato consistente de lo real y dejo para posteriores divagaciones discurrir acerca de cuál es la Argentina que muere y cual es la que bosteza, o cual es la que ha de helarnos el corazón, como alguna vez con impecable ritmo escribiera Antonio Machado para referirse a España.
Decir que Juntos por el Cambio ganó estas elecciones es una obviedad que vanamente intentó ser refutada, pero sí importa a los efectos del conocimiento de lo que pasa en nuestro país, advertir que así como Juntos por el Cambio ganó en los principales centros urbanos y en las regiones más productivas, el Frente de Todos se triunfó en las regiones donde se imponen relaciones sociales y de poder más atrasadas, con su cuota de despotismo, barbarie y corrupción. Una realidad cuya expresión más elocuente podría ser Formosa, Santiago del Estero y La Matanza, distritos donde el peronismo ganó sin atenuantes, aunque al respecto nunca está de más insistir acerca de la necesidad de una lectura que preste atención precisamente a la calidad de las relaciones sociales, una calidad que incluye relaciones de poder y modos de asociarse para reproducir las condiciones materiales y culturales de su existencia.
Si bien podría postularse que los colores antagónicos designan las regiones ricas y las regiones pobres, me temo que cometería un error quien se resigne a arribar a conclusiones cómodas acerca de la disputa entre pobres y ricos o alguna otra variación de la lucha de clases, porque en nombre de categorías obsoletas o poco actualizadas se estaría eludiendo el dato decisivo acerca de la diferencia que hay entre relaciones capitalistas modernas, es decir, relaciones propias de un capitalismo democrático, en contraste con relaciones de dominio y en más de un caso de servidumbre, en tanto la pobreza escandalosa de ciertas regiones y territorios controlados por los liderazgos populistas no serían la consecuencia de tragedias o maldiciones de la naturaleza, sino de decisiones políticas consolidadas a través de generaciones, decisiones que incluyen ideologías, prácticas sociales y, sobre todo, concepciones en los modos de ejercer el poder y disfrutar de sus privilegios. En este punto liderazgos como los de Insfran, Zamora o Espinosa, entre otros, son la traducción visible en los rigores de lo cotidiano de que el populismo liberado a sus pulsiones, e incluso a sus propias contradicciones, es capaz de reproducir el espanto sin fin que constituye ese universo desolador dominado por las necesidades, la violencia, el despotismo y la corrupción.
¿Es posible postular la contradicción entre una Argentina que ha hecho de la distribución de la riqueza y la igualdad social su estandarte distintivo, contra otra Argentina que cree y practica los valores del emprendimiento, es decir entre la Argentina de la justicia y la Argentina de la libertad? El interrogante merecería una respuesta matizada, pero más allá de consignas y propaganda, lo que importa destacar es que los territorios donde la pobreza y la explotación en sus variantes más salvajes parece ser una constante, son al mismo tiempo territorios donde la reproducción de relaciones de poder y dominio dan cuenta de la filiación de su clase dirigente y permiten apreciar que la pobreza y la indigencia, más que un efecto no deseado, son la consecuencia de un modo efectivo de ejercer el poder, de pensar las relaciones entre sociedad y Estado. Y, sobre todo, una consecuencia que resulta funcional a las estrategias de poder del populismo, por lo que más que la contradicción entre provincias ricas y pobres o entre ricos insensibles y pobres sufridos, hay que pensar en la contradicción entre capitalismo democrático y populismo autoritario.
Si los antagonismos sociales irreductibles nunca son deseables, tampoco lo son los intentos por disimularlos o atribuir su existencia a generalidades vacías de contenido, que siempre concluyen eludiendo las verdaderas encrucijadas que enfrenta una nación en momentos históricos decisivos. Más que atribuir culpas en términos personales o agitar consignas ideológicas, lo que importa es prestar atención a las contradicciones objetivas reales que desgarran las entrañas de la sociedad, contradicciones que los recientes comicios pusieron en evidencia o, para ser más preciso, reiteraron una vez más aquella divisoria de aguas que se instaló en la Argentina en 2008 y que, más allá de una ley desafortunada o de las palabras que se dijeron de más o de menos, estableció en términos estructurales la trama real de la puja que divide a los argentinos entre el eje que podríamos calificar como Santa Fe, Córdoba, Buenos Aires Entre Ríos versus La Matanza, Riachuelo, Formosa. Un eje que en sus tensiones incluye un modo de vivir, uno modo de producir, un modo de concebir la relación con el Estado y un modo de crear y recrear la cultura.
Prescindiendo de las conclusiones, lo que resulta imposible de desconocer es que “las dos argentinas” están presentes, que esta diferencia va más allá de cuestiones partidarias, aunque al respecto importa destacar, en nombre de las modalidades de la representación política, que si bien la Argentina productiva y moderna decidió votar a los candidatos de Juntos por el Cambio, queda abierto hacia el futuro el interrogante de si esta coalición sabrá estar a la altura de sus responsabilidades, o, para decirlo de una manera más precisa, si la representación social y política podrá articularse en una real estrategia de poder, porque no está de más recordar que hasta la fecha las coaliciones antipopulistas han logrado, en todos los casos con grandes esfuerzos, imponerse en las urnas, pero se les han presentado serias dificultades para gobernar, un inconveniente que solo en parte puede justificarse invocando la cerril oposición que el populismo ejerce cuando pierde el poder.
En su célebre discurso de Gettysburg, el presidente Abraham Lincoln dijo: “Estamos poniendo a prueba si esta nación puede perdurar por largo tiempo”, un interrogante o un deseo que muy bien nosotros podemos plantearnos con previsible urgencia un siglo y medio más tarde, porque, con independencia de las lecturas más o menos lúcidas, más o menos rigurosas que se hagan acerca de la naturaleza de los reales conflictos en los que se debate el país, su resolución nunca será una consecuencia lineal de “la interacción de las estructuras”, sino de la suma de decisiones, aciertos y errores con los que las sociedades van configurando su presencia en la historia.