Energía, las causas de una década perdida
Hace 10 años, el kirchnerismo encontró al sector energético en condiciones satisfactorias. Hoy se vive una situación crítica que afecta a toda la economía
Los últimos diez años han sido una década perdida para la infraestructura productiva del país, en particular la energética. Una vez más la Argentina deja pasar una gran oportunidad postergando el desarrollo y la posibilidad de una mejor calidad de vida para su población.
Es necesario que la sociedad esté informada de lo que realmente sucedió en este campo vital para el desarrollo, de otro modo, el relato oficial prevalecerá en el ideario popular. Y, de ser así, será muy difícil aplicar las políticas y medidas correctivas que permitan revertir la tendencia decadente, fruto de 12 años de modelo kirchnerista.
El sector energético, uno de los componentes principales de la infraestructura, estaba hace 10 años, cuando comenzó la gestión Kirchner, en condiciones de funcionamiento y desarrollo satisfactorias. Los servicios de gas y electricidad funcionaban en mercados regulados por el Estado con una calidad conforme a los estándares internacionales y con tarifas por debajo del promedio de la región, pero en equlibrio, es decir que, sin subsidios, permitían satisfacer gastos de operación y mantenimiento, inversiones necesarias para cubrir el crecimiento de la demanda, gastos de comercialización, rentabilidad empresaria y el pago de todos los impuestos.
En el área petrolera, segmento no regulado de la energía, el gobierno kirchnerista encontró una industria que estaba recuperando la producción luego de la crisis de 2002, y con reservas de gas y petróleo razonables tanto para atender el mercado doméstico como para generar saldos exportables de gas a Chile, Brasil y Uruguay, y de crudo y derivados a diversos países.
A esa situación de bonanza heredada, se sumó un contexto internacional excepcionalmente favorable para nuestro país a partir de 2003, que elevó el precio de las commodities a récords históricos: el valor del petróleo alcanzó en la década un promedio de 90 dólares el barril, cuando en la anterior apenas llegaba a los 20. Todo en un clima con demanda sostenida y bajísimas tasas de interés en los mercados de capitales mundiales.
Estas condiciones inéditas, aún vigentes, produjeron un interés global por invertir en energía, máxime en países como el nuestro con potencial humano y de recursos naturales, especialmente en el área energética.
Para cualquier observador poco conocedor de la singularidad argentina, resultaría complicado, si no imposible, entender cómo, con esas condiciones excepcionales, después de 10 años consecutivos y con concentración inusual de los poderes de la República, el kirchnerismo llega a la crítica situación actual que afecta no sólo a los usuarios de sus servicios y productos energéticos sino también al conjunto de la economía y que está en vías de transformarse en un verdadero boomerang para su proyecto de poder.
En esta década se pasó de una situación en la que el sector, netamente exportador, aportaba a la balanza comercial más de 6000 millones de dólares, al escenario actual con importaciones crecientes y con un déficit en el intercambio que este año superará los 4000 millones de dólares. Mientras tanto, la producción y las reservas de hidrocarburos disminuyeron como nunca antes y el sector eléctrico descapitalizado es obsoleto, carísimo e inseguro.
Las causas de esta paradoja responden a un mix de variables que guardan poca relación con aspectos técnicos y económicos, pero que han tenido una influencia decisiva a lo largo de la presente gestión. En ese mix de variables entran: los prejuicios y pretextos ideológicos, los condicionamientos políticos en pos de una mayor acumulación de poder, la corrupción y, también, una dosis importante de impericia.
La combinación de estos elementos durante diez años, en el contexto de un populismo exacerbado, condujo a la crítica situación energética que hoy padecemos.
Al igual que en otros sectores de la economía, en el energético la consecuencia más significativa fue la fenomenal transferencia de renta al Estado y a los consumidores, dando origen a una sensación ficticia de bienestar en la sociedad con excelentes resultados electorales para el Gobierno. A tono con la filosofía del "modelo": consumir hasta agotar stocks en una gran liquidación a precios por debajo de los costos.
La aplicación por parte del Gobierno de esas transferencias de renta, de neto corte populista, muestran una irresponsabilidad mayúscula al impedir el desarrollo genuino del sector y provocarle un vaciamiento económico y financiero.
Las transferencias se concretaron a través de tres medidas: el congelamiento tarifario de los servicios, la aplicación de retenciones móviles al precio del barril de petróleo y la imposición de precios antieconómicos al gas en boca de pozo, y, por último, la intervención non sancta en el mercado de combustibles que, insisto, era desregulado.
Esta mala praxis no es novedosa, ya la hemos padecido antes con otros gobiernos que también recurrían al manual del populismo. Ahora, ante las dudas que el relato despierta en la sociedad, el Gobierno recurre a otras recetas de ese manual: buscar chivos expiatorios, formular teorías conspirativas y, simultáneamente, iniciar la mutación del capitalismo de amigos, oculto bajo el eufemismo "argentinización", a un intervencionismo creciente que desemboca en estatismo, siempre bajo una burda pátina de gesta patriótica.
No obstante la estrategia de transferencia de culpas, cada vez menos creíble, el Gobierno no podrá evitar que las consecuencias de su política energética terminen afectando el proyecto de acumulación de poder al que le fue funcional.
Ante la negación del problema por parte del Gobierno y la pretensión de mostrar como virtudes las principales causas de la debacle –congelamientos, subsidios y retenciones; medidas discrecionales que agravan la crisis, como fijar precios máximos a los combustibles– hoy se vuelve ocioso pensar en soluciones al problema energético.
Sin embargo, la propia dinámica de la situación actual requerirá que el Gobierno tome algunas medidas urgentes de corto plazo para evitar el colapso del sector y mitigar, aunque sea parcialmente, exorbitantes costos que se trasladan a toda la población. De esas medidas, que no pueden esperar a 2015, destaco como urgente dejar de improvisar en el tema importaciones de gas a través de los barcos –hoy más del 20% de la demanda interna–, causal principal de los precios extravagantes que estamos pagando, del cepo cambiario y de los nichos de corrupción que facilita.
Pero la solución de fondo sólo se logrará con la puesta en valor del inmenso recurso energético que alberga nuestro territorio. Y la única forma de alcanzar ese objetivo es con ingentes inversiones de todo el mundo, para lo cual es necesario generar políticas de Estado que permitan recuperar confianza internacional en un contexto de instituciones fuertes y justicia independiente. También habrá que resolver las deudas pendientes, honrar los fallos de los tribunales a los que nuestro país se sometió y arreglar con Repsol la situación emergente del arrebato de sus acciones en YPF.
Resulta obvio que estas condiciones necesarias para el despegue son incompatibles con el modelo kirchnerista, máxime en estos momentos en que el Gobierno se ha empecinado en someter al Poder Judicial. La responsabilidad de generar las condiciones para ese despegue tan necesario del sector energético debe recaer, inevitablemente, en la oposición, en cabeza de los principales partidos políticos, que tendrán que ponerse de acuerdo sin más dilaciones ni mezquindades en la elaboración de políticas de Estado y medidas correctivas que puedan aplicarse a partir del primer día del próximo gobierno.
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