En vísperas del tercer milenio
PARIS.- EL fin de un período de mil años incita a analizar grandes temas con la esperanza no sólo de identificar a aquellos que gravitarán más sobre el nuevo milenio sino de encontrar una manera constructiva para resolverlos.
En Madrid, el Instituto de Asuntos Internacionales y de Política Exterior organizó hace poco, con el auspicio del gobierno de las islas Canarias, una conferencia sobre el tema del conflicto cultural. A fines de abril, en otro foro de debate realizado en Barcelona y patrocinado por el municipio local, los gobiernos catalán y español, y la Unesco, se promovió lo que apunta a convertirse en un permanente diálogo entre las diversas culturas.
Esta preocupación por las cuestiones relacionadas con el conflicto cultural acaso sea inevitable, a medida que el segundo período de mil años de civilización cristiana occidental se aproxima al final y el tercer milenio comienza, con una influencia en el plano global -en una actual versión secularizada y desacralizada- que supera a cualquier otro período de la historia.
La cultura occidental también es discutida con más vehemencia que nunca, incluso desde adentro. También debe soportar el ataque de las fuerzas comerciales moralmente nihilistas generadas dentro de Occidente.
En el extranjero, una parte importante de la resistencia política frente el globalismo económico impulsado comercialmente por Occidente tiene un origen cultural. La resistencia contra las medidas políticas israelíes y norteamericanas inspiró un movimiento islámico extremista que se autoproclama defensor del islam contra occidente. También en Asia, los acontecimientos de los últimos diez años afianzaron la resistencia contra la política norteamericana en esa región.
Para occidente, el problema del conflicto cultural también es interno. Las tensiones entre los inmigrantes o residentes extranjeros y las respectivas sociedades de los países en las que aquéllos se insertaron con bastante incomodidad constituyen un importante problema interno en Europa, y un problema potencial en los Estados Unidos.
Sin embargo, los cambios demográficos y los consecuentes choques culturales son problemas del siglo XX y no del XXI. También lo son las tensiones europeas y norteamericanas con los mundos islámico y ortodoxo, y con el continente asiático. Aun con su elemento cultural, esas tensiones son principalmente resabios del colonialismo (o productos del supuesto neoimperialismo), de factores económicos o, en el caso del Medio Oriente, consecuencias del conflicto palestino-israelí.
Aquí no hay nada nuevo. Todos son problemas difíciles de resolver, pero en su mayor parte son negociables (durante el siglo próximo, si no en éste), a pesar de las preocupaciones del profesor Samuel Huntington, cuyo influyente argumento respecto de las guerras entre civilizaciones atribuye equivocadamente una efectiva unidad de intereses y una capacidad en aras de una acción política unificada a las civilizaciones que, según considera Huntington, son las que plantean la mayor amenaza: la islámica, la ortodoxa, y (según su definición más bien arbitraria) la "confuciana".
La lección más importante del debate sobre el nuevo siglo y el nuevo milenio es que los temas tratados son realmente los del presente y el pasado. Esto indica que aún tenemos muy poca noción de las cosas que, en realidad, asomarán como los grandes temas de la nueva centuria.
Esto lo confirma una mirada retrospectiva hacia principios del siglo actual, ya que demuestra cuán lejos estaban las expectativas y las preocupaciones de los pueblos en 1899 de lo que realmente les iba a suceder a ellos y a sus respectivas civilizaciones.
En ese entonces, occidente dominaba la India, China, Persia, y el Magreb (gran parte del norte de Africa), y eclipsaba al imperio otomano en virtud de su superioridad -que, según se pensaba, sería permanente- no sólo en el plano científico sino en materia de organización, y también en virtud de su poderío militar.
Los conflictos en Asia y en Africa eran principalmente proyecciones de los conflictos de las grandes potencias occidentales, como fue el caso del incidente de Fashoda, en Africa, en 1898, entre Gran Bretaña y Francia. Los Estados Unidos fueron a la guerra en 1899 contra un movimiento independentista filipino encabezado por Emilio Aguinaldo, pero sólo porque le habían arrebatado las Filipinas al imperio español.
Una guerra entre grandes potencias en Europa era una expectativa razonable, habida cuenta del desafío naval que Alemania representaba para Gran Bretaña, y el deseo de Francia de recuperar las regiones de Alsacia y Lorena (perdidas 29 años antes en la guerra franco-prusiana). Pero se daba por sentado que cualquier nueva guerra sería fugaz y decisiva. Pocos imaginaban años de guerra de trincheras sostenida por una maquinaria industrial, aun cuando la campaña al desierto de 1864, durante la Guerra Civil de los Estados Unidos, había mostrado el camino.
Tampoco el totalitarismo y el Holocausto eran imaginables. En 1899 Lenin era un intelectual exiliado en Siberia, en tanto que Stalin era estudiante en un seminario religioso. Hitler tenía 10 años, y Alemania era una monarquía estable, con una extensa y asimilada población judía, y representaba la gran potencia terrestre de Europa.
El imperio británico era en ese momento el mayor de los que hubo en toda la historia -la "única superpotencia"- y todavía se hallaba en franca expansión. Hacia 1920, uno podía viajar por tierra desde El Cairo hasta Rangún, la capital de la entonces Birmania (actualmente la Unión de Myanmar) totalmente a través de posesiones o protectorados imperiales.
Retrospectivamente, las expectativas y preocupaciones en 1899 guardaron poca relación con las fuerzas y los acontecimientos que, en realidad, dominaron el siglo XX. No hay un buen motivo para pensar que actualmente nuestra capacidad de percepción y análisis es mejor y más profunda que en aquel momento. Por eso es acertado de nuestra parte debatir las cuestiones importantes de hoy, pero sería imprudente pensar que podemos realmente enterarnos en gran medida del mañana.
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