En Tucumán trastabilló la democracia
El desarrollo de las elecciones en Tucumán desató una enorme polémica y actualizó una de las pesadillas de la democracia: que los comicios puedan ser manipulados. Como es típico en una competencia en la que se juegan posiciones de poder, los actores del debate se alinearon antes por la pertenencia a partidos que por el ánimo de dilucidar la naturaleza de los hechos. La defensa de los intereses primó sobre el esclarecimiento de la verdad, reduciendo el acontecimiento a interpretaciones binarias. La oposición, que se consideró perjudicada, sostiene que el resultado es inválido por haberse incurrido en fraude, y avanza hacia una presunta causa: el clientelismo originado en la política feudal. El gobierno provincial, con apoyo del nacional, estima que el resultado es indiscutible, y reconoce sólo irregularidades menores de incumbencia judicial.
A diferencia de estas posiciones excluyentes, los hallazgos de la investigación académica sobre el fraude son más equilibrados. Por ejemplo, al cabo de un abordaje comparativo y sistemático del fenómeno ("¿Qué es el fraude electoral? Su naturaleza, sus causas y consecuencias"), el politólogo Fabrice Lehoucq saca tres conclusiones. En primer lugar, afirma que el fraude adopta una amplia variedad de formas, que van de las violaciones a la legislación electoral al uso de la violencia, como la intimidación a los votantes o la quema de urnas. Se trata de un síndrome que a las autoridades nacionales electorales, que están bien documentadas, no puede pasárseles por alto.
La segunda conclusión, no obstante, es que el fraude en la mayoría de los casos no resulta decisivo para determinar el desenlace de una elección. Sostiene Lehoucq: "Probablemente la colorida historia de la fabricación de votos exagere su propio papel como factor en los resultados de las elecciones". Según esta interpretación, ése no es el problema del fraude, sino otras consecuencias más graves: por un lado, el fraude erosiona la estabilidad política, ya que puede ser decisivo cuando se trata de una contienda muy reñida; por el otro, la manipulación del voto quita credibilidad a los comicios, debilitando a las instituciones democráticas. La tercera conclusión de Lehoucq es muy apta para el caso tucumano: los intentos de robar elecciones aumentan con la desigualdad social, pero es la competencia política la que determina la estrategia de los partidos para falsificar votos.
Respecto del clientelismo, el terreno es también resbaladizo. Resulta fácil, y forma parte de la corrección política, condenarlo. Más complicado es entender su naturaleza, acerca de la cual la investigación etnográfica ha dado significativas orientaciones. Es claro que si el clientelismo deriva en la compra de votos se convierte en un vehículo del fraude. Sin embargo, deben evitarse dos prejuicios. Primero, asimilar, sin más, el clientelismo al fraude. Segundo, sostener que es una herramienta exclusiva del peronismo. Existe abundante evidencia para concluir que esta práctica fue y es utilizada en la Argentina por distintos gobiernos y partidos políticos. En realidad, clientelismo y fraude pertenecen a la cara sombría de la política. Son recursos solapados e informales que se conocen al dedillo no sólo en el peronismo, sino en el resto de los partidos históricos del sistema.
No corresponde, entonces, rasgarse las vestiduras. Pero es aún menos aceptable hacerse el dormido o minimizar las malas prácticas, como pretende el Gobierno. En rigor, en Tucumán trastabilló la democracia, aun concebida de un modo laxo y amplio. El problema es que el caso no pasa la prueba si se lo confronta, no con un ideal sino con "un conjunto coherente de normas democráticas mínimas", para usar la expresión del politólogo Andreas Schedler. Tucumán muestra que el sistema político argentino se está degradando. El síntoma se manifiesta en el contenido del debate: la controversia no es ya entre democracia republicana y democracia electoral, sino entre esta última y lo que los científicos políticos denominan "autoritarismo electoral".
Los rasgos de este modelo fueron explícitos en Tucumán: oferta inabarcable para el votante medio, ingeniería de acople de votos tortuosa y poco trasparente, autoridades sospechadas de parcialidad, utilización de recursos públicos con finalidad política, quema de urnas, intimidación a los votantes, compra de votos, adulteración de documentos públicos. El autoritarismo electoral implica una manera de ejercer el poder estatal; es un modo asimétrico de condicionar desde ese estatus el resultado de una elección. Se trata de una cualidad antes que de una cantidad: manipular un voto es tan dañino para la democracia como manipular miles de votos.
El autoritarismo sueña con la legitimidad electoral sin correr los riesgos de la incertidumbre democrática, sostiene Schedler. Por eso, la posibilidad de que la oposición gane es un criterio relevante para evaluarlo. Adam Przeworsky consideró que la democracia es un sistema en el que los partidos pierden elecciones; el autoritarismo electoral -remata Schedler- es un sistema en el que los partidos de oposición son los únicos que resultan derrotados. Después de Tucumán, el Gobierno debería disipar esta creencia, si quiere que el proceso electoral concluya en paz.