En tiempos en que los bosques arden
Durante la invasión a Irak de 2003, tesoros artísticos y arqueológicos de incalculable valor fueron robados o destruidos. Una década más tarde, un contrabandista ofreció al Museo de Irak una tablilla de arcilla, que la institución compró sin prestarle demasiada atención. Pero un médico aficionado al arte, cuando la vio expuesta en una vitrina, descubrió algo extraordinario. Se trataba de una tablilla sumeria de 4000 años de antigüedad, que contenía un pasaje ignorado de la Gesta de Gilgamesh, el poema épico más antiguo del que se tenga registro.
Pero el texto contenía otra revelación más sorprendente: la expresión más remota de conciencia ecológica conservada a través del tiempo. En ese pasaje, el héroe Gilgamesh y su amigo Enkidu cortan todos los árboles del Bosque de los Cedros, para llevar la madera a Babilonia. Es entonces que Enkidu, en un rapto de moralidad, lamenta la reducción de ese prodigio de vida a terreno baldío, considerándolo algo que merecerá el castigo de los dioses.
En este grabado ancestral, se concentran todos los aspectos de la condición humana: la propensión a la destrucción, el sometimiento de la naturaleza, la subversión de valores. La ignorancia. Pero también, esporádicos chispazos de conciencia.
Cuatro milenios más tarde, vivimos la sostenida repetición de la historia. Los bosques y montes nativos de nuestro país, con sus millones de árboles, hierbas y arbustos, arden. Y lo que se salva del fuego no escapa a las topadoras que avanzan, con prisa y sin pausa, en procura de más tierras productivas. En los últimos 20 años, se han perdido casi 7 millones de hectáreas de bosques. Nuestro país tiene hoy menos de un 25% de los montes que tenía hace apenas cien años.
Y lo que ocurre en la Argentina se repite, con sus matices, en todo el planeta. El mundo está en llamas y abismado. Pero no es solo el mundo natural. Los incendios que hoy afectan a varias provincias de nuestro país son la dolorosa manifestación de una crisis ya no solo ambiental, sino básicamente humana y existencial. Una crisis de carácter ontológico y teleológico: las características de nuestro ser en el mundo y el sentido de nuestras acciones.
El problema somos nosotros y la concepción de mundo que nos obstinamos en sostener. No alcanzarán marcos normativos ni alertas tempranas. Tampoco la reforestación y restauración de las zonas arrasadas por el fuego. No servirá salir a plantar uno, diez o cien millones de árboles, para revertir los efectos de una inmanente pulsión destructiva. Lo mismo cabe a todas las soluciones técnicas para hacer frente a la parte visible de la crisis ambiental, y que bien conocemos desde hace años.
No funcionarán porque nos resistimos a golpear en el núcleo fundante del problema: nuestro divorcio de la naturaleza. Radicalizados en la racionalidad moderna con sus falaces paraísos prometidos a fuerza de crecimiento económico, instrumentalización y tecnologización de la vida, los seres humanos hemos roto la unidad del cosmos. Nos hemos escindido de la naturaleza reduciéndola a mero recurso material a disposición de nuestros caprichos. En la ruptura simbólica de esa unidad está la fuente de la crisis actual. Los incendios abrasadores, como la pandemia del Covid-19, son solo algunos emergentes de una situación que ya entró en descontrol.
En estos tiempos de éxito y consumo, con su cambio climático y extinción de especies; con sus tierras arrasadas y sus incendios forestales; con sus virus y pandemias, urge encarar nuevas búsquedas de sentido. Es imperioso revertir esta lógica cosificadora de la naturaleza que nos devuelve, como un espejo, un presente en llamas y una humanidad cada vez más deshumanizada y sufriente.
Aprovechemos la pausa que nos impone el contexto y ejerzamos la reflexión. Hoy, 29 de agosto, es el Día Nacional del Árbol. En su celebración, desde hace nueve años, cientos de instituciones y miles de personas impulsamos la Semana del Árbol: una campaña de plantación, donación y adopción de árboles nativos. Lo hacemos con el conocimiento cabal de los incontables servicios ecosistémicos que nos brindan los árboles. Pero también, con la convicción de que cada acción debe estar sostenida sobre cuestionamientos de orden ético, filosófico y conceptual.
Además de una acción de regeneración ambiental, se trata una acción de redefinición de nosotros mismos. Acercarnos al árbol, como con un prójimo existencial, despertará esa parte humana sepultada bajo los escombros de una civilización que ha equivocado en gran medida su camino. Nunca más oportuno el descubrimiento de la tablilla y el lamento moral de Enkidu.
Director del Centro de Sustentabilidad - CeSus