En tiempo de demagogos, la contienda la gana el que mejor miente
Cuando se los creía apagados, nacionalismo e instintos primarios encienden el debate político
Hay una hostilidad creciente en las democracias occidentales que agita a protagonistas y testigos. En los Estados Unidos y Europa estos temblores se suceden vertiginosamente. Mientras los pronósticos fallan, unos liderazgos dispuestos a barrer las elites establecidas irrumpen descaradamente y, para mayor confusión, ganan elecciones y plebiscitos.
Estos desastres inesperados alimentan la incertidumbre y dan curso a un conjunto de palabras que pretenden dar cuenta de lo que pasa. ¿Estaremos entrando en la era del populismo, en otra etapa reaccionaria en la historia de Occidente, o acaso en un período dominado por la iracundia de los indignados? En realidad, más allá de las simplificaciones, no contamos por ahora con una explicación plausible porque la teoría social (política, sociológica y económica) marcha en la actualidad a remolque de los acontecimientos: los análisis circunscriptos cunden, pero la visión de conjunto es opaca y, a menudo, distorsiona las cosas.
¿Dónde ubicarse entonces? Para empezar, convengamos en que esta crisis de principios de siglo resulta del efecto combinado de varias causas y de la erosión que producen tanto la demagogia de los liderazgos como el anacronismo de las instituciones.
No es difícil enumerar estas causas habitualmente presentes en los medios de comunicación: el repudio a la elites corruptas, que apropiándose de los recursos del Estado abultan sus bolsillos y financian campañas o estructuras partidarias, se inscribe a su vez en el contexto de una mutación científico-tecnológica y de una globalización generadora de crisis. La aceleración de ambos fenómenos afecta el empleo, profundiza desigualdades, concentra riqueza y aumenta la pobreza. En semejante situación, renacen las antiguas demandas de reconocimiento, que parecían satisfechas, y se buscan chivos expiatorios para transferir culpas y responsabilidades.
La animosidad con "el otro", con aquello que es diferente y producto de violencias e injusticias, cautiva a mucha gente, condenando la inmigración, el cosmopolitismo o los proyectos supranacionales. Cuando se los creía apagados, el nacionalismo y los instintos primarios de aferrarse a un territorio y a las esencias de una presunta pureza racial se han encendido con fuertes fogonazos en el debate político
Esto no es novedoso. Siempre los ideales de la Ilustración basados en la libertad, el universalismo crítico y la dignidad e igualdad fundamental de los seres humanos sufrieron esta clase de embates en la forma de xenofobias, nacionalismos y repliegue de las conductas en un particularismo belicoso; pero la originalidad de lo que ocurre deriva en estos años de un explosivo cruce de tendencias. Estrepitosamente, la arremetida de la irracionalidad choca en efecto con la hiperracionalización instrumental de una tecnología que, al alterar usos y costumbres, está produciendo un sujeto inédito en materia comunicacional.
Imposible catalogar las transformaciones tecnológicas de la última década. No da el tiempo. Sin embargo, la comprensión del tiempo histórico, mucho más lento que el tiempo tecnológico, nos permite al menos entender esta suerte de resurrección de estilos que se creían definitivamente enterrados. Tocqueville decía que el nuevo régimen nacido de procesos revolucionarios contiene en su entraña una parte del antiguo régimen que, supuestamente, había quedado atrás.
Hoy soportamos estas resurrecciones mediante la entrada en triunfo de una nueva versión de la figura clásica del demagogo. Trump, Marine Le Pen, los independentistas británicos, Erdogan en Turquía, Podemos en España, los reaccionarios de la Europa del Este, todos ellos comparten, sin cerrar la lista, el atractivo del demagogo: su afán para fraguar mentiras (las sufrimos durante doce años entre nosotros); su pasión para erigirse en conductor atizando las pasiones del resentimiento; su grosería para hacer del desplante una moda atractiva; su estrategia para disparar simultáneamente halagos e infundios; su odio a la prensa libre; su voluntad, en fin, para imponer en la cultura un lenguaje sectario. Los demagogos, recordaba recientemente Enrique Krauze, cavan la tumba de la democracia.
Con tal propósito, el demagogo genera una fuga hacia los extremos que escinde los regímenes centristas de las democracias en campos radicalmente polarizados. Sobre la complejidad del mundo, el demagogo apunta a demostrar que quien mejor simplifica y mejor miente es, al cabo, el ganador de la contienda. Y como la mentira es el resorte activo que lo pone en movimiento, el demagogo, a la manera de un camaleón, cambia de color según soplan los vientos. Con lo cual la mentira deviene un atributo del cinismo o de la brecha enorme que, en una política decadente, separa la palabra de la acción.
¿Significa esto que la política democrática ha entrado en un largo crepúsculo? En cierta medida, la respuesta sería afirmativa si las democracias y sus líderes insistiesen en mezclar estos inéditos procesos económicos y sociales con torpes decisiones e instituciones vetustas. Es lo que aconteció en el Reino Unido cuando David Cameron, para salvar su pellejo, convocó irresponsablemente un plebiscito que, mediante una expresión minoritaria en relación con el padrón total de electores, concluyó colocando a la Unión Europea al borde de una crisis de fondo, favoreciendo de paso en el continente las corrientes antieuropeístas.
Más expresivo aún es el contraste que se produjo en los Estados Unidos entre el voto popular, que registran las urnas, y el voto que registra el colegio electoral, con el que Trump conquistó la presidencia. En rigor, se trata de un régimen electoral contramayoritario que, si bien refleja a través de los siglos una invención notable, producto del genio de los constituyentes de 1787, representa hoy una rémora evidente. Si se miden los sufragios, Hillary Clinton ganó las elecciones presidenciales por más de dos millones de votos, pero si se miden los votos de los estados pequeños y medianos sobrerrepresentados en el colegio electoral, ese resultado se pone patas arriba y otorga la victoria al que no obtuvo la mayoría del voto popular.
Esos distritos sobrerrepresentados en el colegio electoral de los Estados Unidos son semejantes a las provincias chicas (Santa Cruz, Formosa, La Rioja, etc.) sobrerrepresentadas en nuestra Cámara de Diputados. Artilugios de las instituciones que desencadenan consecuencias perversas. A contramano del presente, esos arreglos deficientes son otro ejemplo de los retos que la praxis y el pensamiento político tienen por delante.
Son señales que se repiten debido al incesante ritmo electoral propio de las democracias. El plebiscito del próximo mes en Italia pone en jaque el liderazgo de Matteo Renzi: las elecciones presidenciales en Francia, a principios de 2017, mostrarán si el sistema de las elecciones a doble vuelta con escrutinio mayoritario tendrá la virtud suficiente para detener el proyecto regresivo de Marine Le Pen.
El malestar de las democracias debería reforzar en la Argentina las aptitudes centristas y convergentes. Un deseo por ahora difícil de ratificar en medio de los signos contradictorios provenientes de oficialistas y opositores. No vaya a ser que la suma de incapacidades de unos y otros instale otra vez en el escenario a los demagogos del pasado.