En Río, los Juegos Olímpicos recuperaron su espíritu
Los Juegos Olímpicos, que concluyeron hace una semana, dejaron atrás presagios sombríos de voces agoreras que, sembrando preocupación, alertaban sobre posibles actos terroristas. Nada de eso ocurrió. En cambio, los Juegos dieron muestra, una vez más, de lo que pueden la constancia, el esfuerzo y la dedicación. Anulando todo tipo de diferencias fueron emergentes de lo multicultural. Volvieron a poner en evidencia el móvil que, hace casi tres milenios, les dio origen: convocar a diversas comunidades para apreciar la excelencia de sus competidores. De éstos destaco su carácter ejemplar y su operatividad en la formación ciudadana. La tecnología permitió que, desde pantallas, el mundo entero siguiera su desarrollo concitando, en las familias, la atención y el interés de diferentes generaciones.
Nuestro país obtuvo tres medallas doradas con la "Peque" Pareto en yudo, Los Leones en hockey y el heroico Lange, acompañado de Carranza, en vela. Podría haber obtenido una cuarta si la Týche (el azar o la fortuna), en el momento postrero, en lugar de inclinar el fiel de la balanza en favor del escocés Andy Murray lo hubiera hecho por Del Potro, que había jugado de igual a igual con su contrincante en un partido ejemplar. Se lo veía extenuado luego de haber vencido, en esos días, a dos grandes -Djokovic y Nadal-, hazaña notable si se tiene en cuenta que "la Torre de Tandil" venía de varios meses apartado de las canchas debido a una dolencia. Sorprendentes las actuaciones del atleta jamaiquino Usain Bolt y del nadador estadounidense Michael Phelps: los griegos las habrían destacado como símbolos de areté (excelencia).
Los Juegos Olímpicos tuvieron origen en la Hélade en el año 776 a.C., fecha convenida por los griegos como mojón del inicio de su historia; lo anterior era un período nebuloso evocado en sus mitos y cada vez más esclarecido merced a la arqueología y al progresivo desciframiento de antiguos alfabetos. Como se los celebraba regularmente cada cuatro años, los griegos ordenaron su cronología, según las Olimpíadas. El poeta Píndaro los inmortalizó en sus luminosos Epinicios o "Cantos de victoria" que, por su magnificencia, deberían ser escritos en oro. Recordemos que Grecia, en sus orígenes, no era propiamente una nación sino un conjunto de ciudades-estado independientes -las póleis- enlazadas por la misma religión y la misma lengua. En el sincretismo de esos estados hasta constituir la Hélade cupo a los Juegos un papel relevante. Los competidores, provenientes de las comarcas más distantes de la península, luego de transitar kilómetros y kilómetros por zonas montañosas, se daban cita en Olimpia, la ciudad consagrada a Zeus. Se esforzaban sólo por el honor y en homenaje a la polis de la que procedían: el premio, en sus primeros tiempos, era simplemente una corona de laureles, símbolo de gloria.
Los juegos fortalecieron la educación de la Grecia toda pues ésta, en la época clásica, privilegiaba la gimnasia y la música; así, pues, tales competencias desempeñaron un papel destacable a la hora de formar al ciudadano. En el siglo IV el emperador Teodosio I, adalid del cristianismo, los prohibió aduciendo sus orígenes y connotaciones paganas. Pasados los siglos volvieron a cobrar vida -aunque sin el sentido religioso originario- cuando en 1894 el barón Pierre de Coubertin propició, desde la Sorbona, la constitución de un Comité Olímpico Internacional para revivirlos. Dos años más tarde se los celebraba en Atenas (desde entonces así viene sucediendo, salvo las interrupciones por las guerras mundiales o el impasse por el criminal atentado de Múnich en 1972). En los de 1896 sobresalió el maratonista griego Spiridon Louis al correr 42 kilómetros; lo hizo en recuerdo del soldado Filípides quien, en el 490 a. C., corrió desde la llanura de Maratón hasta Atenas para anunciar la victoria frente a los persas. Este patriota, tras gritar niké (victoria), habría sucumbido extenuado por el esfuerzo (Heródoto, en cambio, sostiene que corrió desde Atenas hasta Esparta para pedir refuerzos; Plutarco da otra versión de los hechos). Con esa gesta, Filípides pasó de la historia a la leyenda dando cuerpo a un mito que lo evoca entre los grandes.
Con los romanos, en cambio, se desvirtuó el sentido ritual de los Juegos, que se convertieron en vil instrumento de la política. Al poeta Juvenal corresponde la frase panem circenses (pan y circo), palabras que, con amargo desprecio, refiere sobre el pueblo romano; éste, en su decadencia, sólo pedía trigo y espectáculos gratuitos, y omitía exigir lo esencial: la libertad. Los emperadores, otorgándoles esos supuestos beneficios populistas, distraían a sus gobernados manteniéndolos adormecidos, con lo que evitaban que fiscalizaran sus excesos, que eran muchos. El pueblo dejaba de este modo de ser una comunidad pensante para, masificada, convertirse en manada sumisa a los caprichos de quien detentaba el poder: un narcótico peligroso con efectos deletéreos.
Los remozados Juegos Olímpicos han recuperado felizmente algunos aspectos culturales de los primitivos; así, el encendido de la antorcha según rito ancestral, el podio donde homenajear a los vencedores, la marcha olímpica y algo menos visible pero muy significativo: el haber reinstaurado el tiempo de la fiesta.
Durante algunas competencias daba la sensación de que la vida y el tiempo civiles se hubieran detenido cediendo paso a un tempo ritual pautado por los Juegos. Es de celebrar esta circunstancia cuando, en los últimos años, la violencia en el fútbol, el ominoso accionar de barrabravas y otros hechos deleznables que avergüenzan a la condición humana se habían adueñado de algo tan simple y enaltecedor como los deportes. Frente a tanta banalidad, a tanto comercio espurio con los deportes y con los cuerpos, los Juegos Olímpicos parecen conservar algo del aura de sus orígenes: mens sana in corpore sano (espíritu sano en un cuerpo sano) recuerda el citado Juvenal en una de sus Sátiras. Confiemos en que en Tokio 2020 impere idéntica atmósfera que en la de estos Juegos de Río de Janeiro.
El autor es filólogo clásico