Llama siempre expuesta a su extinción, la creencia más íntima es al mismo tiempo bruma y evidencia a la cual nos aferramos; se la asocia al sentimiento religioso, pero hay fidelidades que se manifiestan en los campos más variados, como la ciencia, la filosofía o el arte ,La experiencia es intrasferible y la fe, como tal, no escapa a esa condición; por eso es difícil hablar de ella
Le debo al antisemitismo barrial mi primer acercamiento a la fe. En un potrero de Villa Urquiza, disputábamos un partido los chicos de mi cuadra y los de otra de la calle Mendoza. El delantero izquierdo de nuestros adversarios recibió un pase preciso desde el medio campo y se adelantó hacia el arco que yo defendía. Cuando aprontaba el disparo, a cinco metros del arco, me arrojé hacia el poste izquierdo y alcancé, de un manotazo, a desviar la pelota. El otro pasó a mi lado mientras yo me incorporaba y me gritó:
-¡Judío de mierda, asesino de Jesús!
¿Qué teníamos? ¿Doce, once años? Yo estaba lejos de saberme judío. Más aun, que había asesinado a Jesús. No atiné a decirle nada. Solo recuerdo su mueca. Si hoy volviera a verlo, le diría cuánto le debo. Me alentó a interrogar el prejuicio; el desprecio que padecí incontables veces por judío. Aquella agresión, por entonces para mí incomprensible, me estimuló a pensar en las raíces pseudorreligiosas del fanatismo ideológico y en el odio a las diferencias que comprometían la universalidad atribuida a las propias creencias. Por lo demás y esencialmente me llevó, con los años, a preguntarme qué es la fe.
Supe que, convertida en prejuicio, la fe se descalifica. Ganada por el frenesí de la intolerancia, ya no expresa lo que un hombre tiene sino lo que a un hombre lo detiene, lo avasalla y paraliza su entendimiento.
Si hay en nuestro tiempo una modalidad desfigurada de la fe a la que Occidente aún se aferra con la desesperada tenacidad de un náufrago a su madero es la fe en un progreso ilimitado y aplicable a todos los órdenes de la vida.
La convicción de que la conquista racional del tiempo, el dominio creciente de la naturaleza y la democratización de la política atenuarían más y más el atraso no dejó de ser parcialmente cierta. Pero la barbarie, que no pierde ocasión para reactualizarse, no solo mantuvo intacta su incidencia a la par del progreso, sino que supo desembocar en la que acaso sea su configuración más escalofriante: la instrumentación de los aportes del desarrollo a una mayor eficacia de la crueldad. Sigue, no obstante, tercamente afianzada en incontables cabezas la presunción de que el progreso, concebido como recurso resolutivo de todo lo problemático, no conoce fronteras irreductibles. Y que allí donde no ha llegado hoy, llegará fatalmente mañana, atribuyendo una misma índole a lo resoluble y a lo irremediable. Es así como esa fe en el progreso idealizado da la espalda al tropel de evidencias que prueban la compatibilidad frecuente, en una misma época y en una misma persona, del talento artístico y la perversión moral, de la aptitud docente y el egoísmo, de la cortesía y la afición al mal.
Son, por supuesto, incontables los perfiles de la fe. Tertuliano, cartaginés, temprano doctor de la Iglesia y hombre de genio sombrío y vigoroso, hizo célebre la sentencia que resume su concepción de la fe: "Creo porque es absurdo". Con ella supo dar a entender que la fe no recae jamás sobre lo posible sino sobre lo que, en apariencia, no lo es. Esa disposición hacia lo imposible fue concebida, también por Kierkegaard, como máximo rasgo distintivo del creyente. Pero él se confesó incapaz de hacerlo suyo.
Pablo de Tarso, que precedió a Tertuliano en su convicción y en su entrega, dio sobradas pruebas de su fe en la resurrección de Jesús y de un extraordinario poder persuasivo en la siembra de su significado. Moisés, con la suya, deslumbró no solo a los judíos.
La fe responde a una lógica inusual pero no por ello menos consistente que la acatada por todos. Y su abundancia, como digo, excede el campo religioso. Ella es sustento y demanda a la vez. Si es mucho lo que otorga, más aun es lo que exige. Cultivarla no garantiza una cosecha próspera. Su fortaleza suele ser más requerida que experimentada. Su espesor no es sino el que somos capaces de brindarle. Y nadie puede asegurar que su aptitud para albergarla es invariablemente grande y, menos todavía, que es constante. La fe es una llama siempre expuesta a su extinción. Es bruma y evidencia simultáneas. Un abrazo en el que se funden el júbilo del hallazgo y el desvelo de lo imponderable.
La fe no se expande sino en quien, de un modo u otro, ya la ha recibido. Se diría que hay un solo modo de probar en qué consiste y es dejándose ver como alguien que, en el orden que fuere, cuenta con ella.
La vivencia de la fe no es ni puede ser materia de enseñanza, aunque sí de valoración. No se la suministra: se la encarna. Del mismo modo que no se le arrebata su fe a quien la tiene si no es forzándolo a abdicar de ella. El drama impuesto a Job en el relato bíblico demuestra sobradamente que la fe es un hecho de consciencia del que, aún en medio del tormento, es posible no abjurar. Es cierto que, en tiempos de brutal intolerancia, puede enmascararse la auténtica fe tras una que sea ficticia. Ocurrió con los marranos y con todos los que pasaron a ser conversos a latigazos. La admisión de esa renuncia a lo que más íntimamente se creía se logró, en siglos sucesivos, mediante la tortura. Y, cuando no se producía, del infiel no quedaban más que cenizas en la hoguera. Hubo marranos y hubo inquisidores. Unos y otros supieron hasta dónde puede llegar lo irreductible de una convicción. La diferencia es que, en los devotos de Tomás de Torquemada, la imposición de la "verdadera fe" se consumaba mediante el castigo y el asesinato.
La fe atestigua, en quien la tiene, un encuentro decisivo. La espera de ese encuentro deja ver, en su misma intensidad, la huella de lo esperado. En ese intenso anhelo de cercanía el latido de lo convocado ya se hace oír. ¿Qué es el deseo sino un efecto de lo deseado?
Por eso, todo encuentro con lo anhelado tanto tiene de reencuentro. A su vez, tanto tiene ese reencuentro de aproximación siempre inaugural entre quienes saben reconocerse. "Busquemos -propuso Agustín de Hipona en los siglos IV y V- como buscan los que han de encontrar y encontraremos como encuentran los que han de seguir buscando". Quien cuenta con una vocación, sea o no religiosa, se verá reflejado en las palabras del obispo. Como también las sentirá propias quien aguarde o haya aguardado la aparición de un auténtico amigo. Montaigne está, en este aspecto, entre los que mejor comprendieron el alcance de la espera a la que tanto se consagró. Jamás declinó en él la fe en ese día que habría de traerle al amigo cabal. Cuando aquel presentimiento, por el que tan habitado estaba, se hizo realidad en la persona de Étienne de La Boétie, Montaigne supo -él mismo lo dice- que aquel primer encuentro fue en verdad un reencuentro.
Un hallazgo científico, un descubrimiento astronómico, por ejemplo, demanda con frecuencia tal perseverancia en la búsqueda de lo esperado que esa constancia no puede menos que encontrar arraigo en la fe con que se la lleva a cabo.
Max Planck, a quien tanto debe la física, escribió a propósito de la relación entre ciencia y fe: "La ciencia exige también un espíritu creyente. Todo el que haya participado con seriedad en cualquier clase de trabajo científico sabe que a la entrada del templo de la ciencia está escrito sobre la puerta: 'Necesitas tener fe'. Es algo de lo que los científicos no pueden prescindir".
Al celebrar el genio creador de Planck, también Einstein subrayó el parentesco entre ciencia y fe: "La actitud mental que capacita a un hombre para una tarea de esta clase [la ciencia encarada con la devoción con que Planck lo hizo], es afín a la que posee un hombre religioso o un amante; el esfuerzo diario no nace de ningún programa o intensión deliberada, sino directamente del corazón".
Espera y resistencia
Leída por vez primera en 1792, cuando era poco más que un adolescente, la oda "A la alegría", de Schiller, despertó en Beethoven el deseo de musicalizarla. Ese deseo no solo se sobrepuso al transcurso de los años y a las adversidades que abrumaron la vida de Beethoven. Doblegó también la impaciencia, se potenció e hizo de la espera un tiempo de formidable aprendizaje. El primer esbozo de la sinfonía a la que habría de incorporar la oda data de 1818. La concreción del proyecto -la novena de sus sinfonías- se produjo en 1824. Tres años antes de su muerte, a los 54, Beethoven materializó aquel sueño nacido a los 22.
¿Y los artistas tantas veces expuestos al autodesprecio, como Kafka, o al desdén ajeno, como Van Gogh, cediendo y retrocediendo para luego recomponerse y volver a empezar, no se muestran esencialmente alentados por una fe que parece apagarse y sin embargo renace de su propia agonía? ¿No fueron diez acaso los años que a Rainer Maria Rilke le demandó la composición de sus Elegías de Duino? Diez años son 3650 días. Hay que atreverse a transitarlos. A soportar esa carga de silencio, meses interminables de desorientación, luces que dan menos de lo que prometen, sombras que se prolongan más allá de lo soportable.
Rilke lo hizo. "El verano llegará para los pacientes", se dijo y dijo el poeta, en una línea sustancial.
La espera es resistencia, tensión, atención. La fe, hallazgo y expectativa.
Nadie que, siendo un principiante y aspirando a ser un artista, las haya leído se desconocerá en aquellas palabras de las Cartas a un joven poeta llamadas a ser proverbiales. Rilke, en ellas, le señala a Franz Kappus, a propósito de la fe literaria: "Esto ante todo: pregúntese en la hora más serena de su noche: ¿debo escribir? Ahonde en sí mismo hacia una profunda respuesta; y si resulta afirmativa, si puede afrontar tan seria pregunta con un fuerte y sencillo ?debo', construya entonces su vida según esta necesidad; su vida tiene que ser, hasta en su hora más indiferente o insignificante, un signo y testimonio de este impulso".
Sören Kierkegaard entiende la fe como entrega a lo inconcebible. Un acto de arrojo del cual, y a diferencia de Tertuliano, se confiesa incapaz. "No puedo realizar el movimiento de la fe; no puedo cerrar los ojos y precipitarme sin vacilar en lo Absurdo". Inflexible y lúcido, agrega: "La fe no es un argumento que se prueba sino una pasión que se vive".
No encuentra Kierkegaard, sin embargo, consuelo en la franqueza con que se reconoce impotente. "La fe es para mí lo más sublime que hay, de modo que considero indecoroso para la filosofía haberla sustituido por otra cosa y haberla hecho objeto de escarnio. La fe no puede ser concedida al hombre por la filosofía".
No es difícil adivinar, en esta ineptitud adjudicada a la filosofía, su disidencia radical con Hegel. Hay, no obstante, una fe filosófica. Kierkegaard no la admite porque la fe, en él y para él, solo se asienta y despliega en la sensibilidad religiosa. Lo hubiera sorprendido (y disgustado) saber que Karl Jaspers, acaso tan lejos de Hegel como él, tributó un auténtico elogio a la fe filosófica.
Resumo su propuesta: "Hoy -dice- la filosofía ya no es una criada de la ciencia, como ocurría a fines del siglo XIX, y menos aún de la teología". Recuperada su autonomía argumental, ella ejerce su tarea reflexiva asentándola en una fe renovada en su sentido.
La fe filosófica es, en quien cuenta con ella, impulso suficiente para desencadenarla como práctica, y solo en quien cumple con ella su fortaleza se hace evidente. Como toda fe, la filosófica también es búsqueda, sed del saber al que aspira sin poder convertirlo nunca en hallazgo terminal. Ella vive del ahondamiento incesante que ese saber promueve en quien lo explora. Concebida como impulso orientado hacia lo que la convoca, la filosofía, al desplegarse como aspiración, entra en trato con aquello mismo que no se le subordina y sin embargo se le entrega en esa fe que es tan suya. En la convicción de que sabrá encaminarse hacia donde quiere, la fe filosófica no deja de avanzar hacia lo que encuentra. Es que encontrarlo no significa para ella dejar de buscarlo. Es amor a la sabiduría. Y si amor significa te quiero, te quiero significa no te tengo.
La incesante pendularidad del pensar filosófico, propone Jaspers, ese ir y venir entre lo diáfano y lo oscuro, da sostén a una fecunda paradoja: la fe en el discernimiento no cede aun cuando se debilite y extravíe en la incomprensión. Por eso, en filosofía, "la fe y la incredulidad son inseparables".
Y por último, nuestra Argentina. ¿Qué consistencia tiene entre nosotros la fe en la ley? ¿Y si la tiene, dónde reconocerla? ¿Cuáles son sus expresiones? ¿Cuáles las huellas del desprecio al que se la somete?
Buena parte del poder político promueve su envilecimiento. La impunidad que el delito encuentra en el Poder Judicial equivale a su defunción, allí donde más firme debería mostrarse su vigencia. ¿Es un hecho que la corrupción política ha convertido a la fe en la ley en un espejismo? Sí lo es y no lo es. Lo es, porque esa corrupción subsiste invicta aun cuando sean tantas las evidencias de su pavoroso crecimiento en el país. No lo es, porque sectores cada vez más amplios de la sociedad se hacen ver y oír reivindicando su fe en el valor de la ley, en lo imprescindible de su vigencia, en la denuncia de sus corruptores.
Una demanda pública
Nadie espera que el delito sea aniquilado por la ley. Sí, en cambio, que se lo combata donde debe hacérselo. Esa es la demanda que hoy está en las calles. Con cada protesta, con cada "banderazo" vuelve a hacerse oír la fe en la ley. Y, con ella, la adhesión a los principios republicanos que el autoritarismo se empeña en desconocer y las instituciones de la Nación no deben dejar de representar.
Sí, hoy la fe en la ley es demanda pública; reclamo en boca de miles, de cientos de miles persuadidos de que sin esa fe en la ley no puede haber comunidad, libertad, desarrollo, auténtica superación de la miseria. La fe en la ley pide el fin de la corrupción con que procede el delito justificando lo injustificable, envileciendo el mandato de la Constitución, convirtiendo en mártires a delincuentes probados y empeñado en poner a salvo de la cárcel a los promotores del saqueo del Estado y del empobrecimiento que en tantos sentidos sufrimos los argentinos.
Carlos Nino caracterizó a la Argentina como un país fuera de la ley. Lo es aún. Acaso más que nunca porque la contraparte del delito no solo no es su castigo. Lo es también y ante todo, su negación. La irrelevancia jurídica del mal nunca llegó tan lejos entre nosotros. Su tergiversación política ha convertido en víctimas inocentes a los saqueadores, a los asesinos, a los estafadores, a los demagogos.
La fe en la ley -en esa ley cuyo deterioro enferma a la República-, sigue no obstante en pie donde se sabe que renunciar a una vida de más calidad cívica equivale a perder toda dignidad personal. No se trata, ahora, de creer que está cercano el día en que los valores que inspiran esa fe volverán a ser realidad. Se trata de creer que solo si esa fe no se apaga en el corazón de tantos, si insiste, si batalla a pesar de cuanto la acecha y la menoscaba, la Argentina llegará a tener un futuro donde muchos se empeñan todavía en devolverla al pasado.