En México y Colombia, la narcocultura hace valer su poder
Medellín. Mayo de 1994. En un bar cualquiera, comienza a escucharse la música habitual de cualquier tiroteo. Nadie se mueve de sus lugares hasta que el sonido está bien cercano. Recién entonces, como si se tratara de una coreografía, todos los comensales terminan cuerpo a tierra hasta que las ráfagas van perdiendo poder auditivo. Al reponerse todo el mundo, entre sonrisas indisimulablemente nerviosas, el único verdaderamente sorprendido es un extranjero. "Fresco, eran dos en una moto que venían dándose bala?", le dice alguien para tranquilizarlo, mientras todos regresan a sus cafés y a sus charlas. Pasó un tiempo para que ese extranjero se convenciera de que no era número montado para turistas.
Por entonces, Pablo Emilio Escobar Gaviria llevaba seis meses de muerto por el denominado Bloque de Búsqueda, y en Medellín la mafia crujía aún por dentro, hasta que se terminara de acomodar. Lo que no volvió a acomodarse nunca fue la seguridad. A fin de cuentas, Escobar fue, para Medellín y para Colombia, el hombre que contando muertos y billetes logró reformatear culturalmente a su país.
Allí, hoy no es extraño escuchar que una niña de la clase media "paisa" (como denominan a los nacidos en Medellín) pide de regalo de cumpleaños no ya un viaje a Miami, o una fiesta para princesas, sino una cirugía estética de sus senos. No ocultan que su máxima aspiración es conquistar el corazón de un narco para vivir como una reina, o al menos sin problemas económicos, y es consciente también de que Sin tetas no hay paraíso , tal la serie televisiva colombiana que dio la vuelta al mundo contando esa cruda realidad.
En Colombia, aún queda el recuerdo de cuando a mediados de los 80 las autoridades minimizaban el flagelo del narcotráfico y hasta Escobar llegaba al Senado de la mano de destacados políticos liberales. Aquello fue sólo el primer eslabón para que, años después, precisamente en el 94, un presidente, Ernesto Samper, llegara al poder con dinero del cartel de Cali, tal como lo corroboró por entonces la justicia.
Distrito Federal. Noviembre de 1993. Joaquín "el Chapo" Guzmán acababa de ser detenido y el narcotráfico era un problema menor en el norte del país. En Tijuana y Sinaloa, principalmente. En un restaurante de la avenida Insurgentes, en la Colonia del Valle, dos individuos armados ingresan en el local y acribillan a balazos a otros tres, como si se tratará de una escena que Francis Ford Coppola hubiera decidido dejar fuera de El padrino .
Imágenes habituales, como la de policías y militares mexicanos confabulados con alguno de los carteles, conforman un paisaje que también tiene música y mucha, y el poder de transformarlo todo culturalmente en ambos países. Desde entonces y con el correr de los muertos y de las toneladas de droga que fueron atravesando la frontera, la música norteña les hizo un lugar de privilegio a los narcocorridos, que se escuchan en fiestas y en juergas de viernes en la noche. En México, como en Colombia, fue surgiendo una estética del narco, que logró permear a la sociedad, lenta pero constantemente.
Por ejemplo, un televisor de 42 pulgadas pasó a referenciarse entre millones de colombianos como el "narcotelevisor". De la misma forma que las estridencias en el vestuario o en la bijouterie y la música de Darío Gómez, "el Rey del Despecho", con su hit "Nadie es eterno" -un himno para los narcotraficantes y escuchado hasta el hartazgo en todo tipo de fiestas, no importa la clase social- fue obteniendo la certificación "narco".
Así hasta que ese universo narco se fue mimetizando con lo cotidiano. Entonces, "el Chapo" se convirtió en un héroe para millones de mexicanos a los que la mano del Estado jamás les dispensó una caricia, y a la tumba de Pablo Escobar, en el cementerio Monte Sacro de Medellín, comenzaron a llegar miles cada mes. Algunos con el tiempo necesario para "hacerle escuchar un tango de los que al «patrón» tanto le gustaban" o para detener el auto y tomar una foto de cuatro cuerpos llenos de plomo en la carretera entre México y Veracruz. A esas alturas, el límite entre lo legal y lo ilegal está borrado definitivamente. De lo contrario, no se entiende cómo en Sabaneta, un barrio periférico de Medellín, los turistas y sus cámaras de fotos desfilan a diario dentro y fuera de la iglesia Santa Ana, mientras algún sicario acude a rezar y a pedirle protección a la Virgen antes de matar a sangre fría. Escenas todas de una realidad que excede a la muerte o al encarcelamiento de alguno de sus líderes.
Después de todo, el narcotráfico es lo más parecido a un tumor. Un tumor que se despierta a partir de la corrupción y la desigualdad social en iguales proporciones, que se va desarrollando, por momentos, de forma amigable y, en otras, terroríficamente, hasta ir copando todos los órganos del cuerpo social, al que no le dejará más opciones que acostumbrarse a convivir en guerra con él o a morir en sus garras.
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