En medio de la confusión
Allá por los años cincuenta, Charles Trenet silabeaba con gracia una inspirada canción romántica: “Que reste-t-il de nos amours? Que reste-t-il de ces beaux jours? Une photo, vieille photo…”. ¿Qué queda de nuestros amores, qué queda de aquellos bellos días…? Una foto, vieja foto…
Podríamos hoy cantar algo así, con cierta nostalgia, oteando nuestro mundo en la perspectiva de los años que van desde aquel 9 de noviembre de 1989 en que se cayó el Muro de Berlín y comenzó el derrumbe del mundo comunista que había desafiado a la democracia liberal. Dos años después estallaba la vieja Unión Soviética al independizarse Ucrania, Bielorrusia y una docena de Estados más.
El seductor Ronald Reagan, el vaquero de La ley del Oeste, ahora en el traje de 40° presidente de los EE.UU., podía terminar ese año su segundo mandato como pacífico vencedor de la Guerra Fría. Su colega Margaret Thatcher llevaba adelante su revolución liberal, mientras Gorbachov se derrumbaba con su perestroika.
Europa resistía el avance liberal, con Mitterrand en Francia, cohabitando con primeros ministros socialistas, como Pierre Mauroy, o conservadores, como Jacques Chirac, mientras celebraba, en esos mismos años, con pompa y circunstancia, el Bicentenario de la Revolución. En Latinoamérica festejábamos la oleada restauradora de la democracia.
Todo estaba más o menos claro.
El símbolo del optimismo de aquel momento fue el hegeliano ensayo de Francis Fukuyama El fin de la Historia y el último hombre, que veía suspendida la dialéctica cuando la democracia liberal y la economía de mercado mandaban al desván a sus contradictores, a la dictadura del proletariado y el colectivismo. Poco después, y ya estamos en 1993, Samuel Huntington patea el avispero con el “choque de las civilizaciones”. Ya no era la pulseada ideológica, sino el enfrentamiento de mundos religiosos y culturales en conflicto. Se lo acusó de belicista, cuando su ensayo era un llamado dramático a Occidente para que asumiera lo que se venía. Y se vino no más.
Hoy estamos con el choque del terrorismo islámico con la “trinchera de Occidente” que es Israel. La mayoría de los países islámicos conviven con Israel, aun los ortodoxos sunitas de Arabia Saudita, pero los chiitas, desde Irán, alimentan ese conflicto interminable. Hay mucha hipocresía: si se hubiera invertido en Gaza la mitad de lo que gastó Qatar en organizar un Mundial, hoy habría allí trabajo y paz. En 2005 se pensó que eso ocurriría, para superar –acaso para siempre– la rivalidad entre los viejos pueblos palestinos, el árabe y el judío.
Es asombroso cómo quienes debieran entenderlo se pierden en reflejos anacrónicos de la vieja Guerra Fría. Es el caso de nuestro presidente de Brasil, un hombre de paz, cordial, que se desliza a comparar a Israel con el nazismo en una disparatada acusación de genocidio. Si el mismo énfasis pudiera ponerse en la liberación de los rehenes judíos, podría alcanzarse un espacio de paz. Pero allí se suman las antipatías que genera el primer ministro de Israel, un trasnochado antiyanquismo y –aunque no se lo quiera reconocer– el viejo antisemitismo, hoy disfrazado de un antisionismo que no perdona el éxito. El propio presidente Lula no puede pedir prudencia para condenar al régimen de Rusia por la muerte en ominosa prisión de un líder opositor al que hasta se intentó envenenar.
América Latina necesita un Brasil líder de la modernidad, no un vocero de un tercermundismo fuera de tiempo. Como de una Argentina que logre superar el desquicio kirchnerista, con un rumbo bien fijado por el nuevo gobierno, pero carente, todavía, de algo imprescindible para que llegue a destino: política. Sí, política, o sea diálogo, discusión, acuerdos, respeto personal e institucional para ejecutar proyectos, para construir, para avanzar.
El gran tema está en los grandes. China es el mayor beneficiario de los años de la globalización comercial, hoy en retroceso. Compite con éxito aun en la industria tecnológica. Sin embargo, no ejerce la influencia connatural a su poderío. No ayuda a Rusia en su agresión, pero tampoco hace nada para limitarla. Ni siquiera le pone un frenazo a la pulsión armamentística de ese extraño Kim Jong-Un, el nieto de Kim Il-Sung, fundador de ese comunismo surrealista de Corea del Norte. Allí el culto a la personalidad alcanza ribetes desconocidos en Occidente: recuerdo, en una fábrica de ferrocarriles, a un ingeniero intentar convencerme de que el torno automático y el ferrocarril eran inventos de Kim Il-Sung…
La civilización china no tiene dios de la guerra. No hay un monoteísmo excluyente, sino éticas como el budismo o el taoísmo. Su mayor monumento, una muralla para defenderse, descarta una tradición agresora. Parece estar ausente de las mayores tensiones, ensimismada en administrar un capitalismo de Estado que se le ha complicado.
La potencia mayor de Occidente padece de una política debilitada. Al presidente Biden se le ha hecho un aura de fragilidad, producto de la edad, que lo condiciona en sus actos. El Partido Demócrata tampoco es lo que era, hoy sometido a la presión de la cultura woke, de minorías intransigentes. Del otro lado, el viejo partido republicano ha sido tomado por asalto por un agresivo Trump que no tenemos idea de a qué extremos puede llegar, hasta aplaudiendo eventuales invasiones. Recordemos que uno de sus presidentes, el general Eisenhower, en 1961, denunció el riesgo del “complejo industrial-militar”, con un “desastroso poder usurpador” capaz de poner en peligro “nuestras libertades o los procesos democráticos”. Hoy ese poder florece en el mundo.
Europa sufre al no poseer poderío militar. Ya en Kosovo hubo de admitir que no podía dirimir un conflicto en su suelo. Ahora es un acompañante de los EE.UU., que es quien tiene que poner todo su peso en la defensa de una Ucrania víctima de la agresión rusa. En ese caso no es el “choque de civilizaciones”. Es un anacronismo: un imperialismo territorial del siglo XIX, con un nuevo zar, que pretende reconstruir el viejo imperio soviético. Ha enterrado de nuevo a Lenin, ha resucitado a la Iglesia Ortodoxa, lentamente deja emerger el recuerdo de Stalin y se abraza al culto imperial de Pedro el Grande.
¿Y nosotros? Una farsa electoral en Venezuela, que va desvaneciendo la perspectiva del renacer democrático. Salvo el chileno Boric, los líderes de la izquierda no se atreven a condenar claramente la inhabilitación de la líder opositora y la prisión de una luchadora de los derechos humanos. Un Perú sobreviviéndose a sí mismo. Un Ecuador agredido por el narcotráfico. Cuba en su tristeza. Un México ensimismado que se ha alejado del sur, al que nutrió con sus grandes pensadores del siglo XX; luce como un “polo excéntrico de Occidente”, como dijo Octavio Paz.
Estamos desvertebrados. Ni siquiera nuestro Mercosur ha podido culminar el ajetreado acuerdo con la Unión Europea, cuyo periplo iniciamos en el Palacio de Oriente de Madrid hace 29 años.
En medio de la confusión, por lo menos, más claros que nunca con las democracias, el derecho internacional, la paz y la libertad.