En los páramos de las Brontë
Laura Ramos Para LA NACION
Victoria Ocampo se prometió, durante su último viaje a Inglaterra antes de la Segunda Guerra, visitar el remoto pueblo de los páramos de quienes se habían convertido en una obsesión en su vida: las hermanas Brontë. "No sé si Emily Brontë me vio pasar el umbral de su puerta, en Haworth, ese día; no sé si estaba en el viento y la lluvia de esa tarde de octubre, en las hojas de los árboles del cementerio?", escribió luego. Si Emily Brontë pudo ver o no a Victoria Ocampo entre el viento y la lluvia del Yorkshire en esos días de preguerra es un enigma, pero no lo sería si la visita se hubiera producido el mismo día de octubre, con la misma lluvia azotando el cementerio, pero en este decenio. La poeta inglesa no habría distinguido a la escritora argentina entre las filas coloridas de turistas que en hoy profanan el silencio de los páramos. En cambio, el fantasma de Emily Brontë habría visto sin dificultad a Virginia Woolf durante su visita a la Rectoría Brontë en noviembre de 1904, bajo la nieve y cuando Haworth aún no se había convertido en el parque temático del estilo old fashion más importante del planeta.
Excepto durante los salvajes meses invernales del Yorkshire, el único lugar en el que es imposible sostener el mito Brontë es en el pueblo de las hermanas Brontë. Toda la actividad que bulle allí es parásita de las escritoras: desde la empresa de taxímetros Brontë Sisters and Co hasta el hostal Ye Olde Brontë; las tortas de avena al estilo del Yorkshire de la casa de té Brontë y las flores rosadas del hostal Brontë Cottage. Los turistas parecen más interesados en comprar baratijas decimonónicas que en entrar al cementerio que servía de jardín a los hijos del párroco. Todo Haworth bulle en oprobiosa animación, una animación que se funda en un equívoco. Porque nada más alejado del ornamento victoriano que la vida espartana de la Rectoría de piedra que carecía de alfombras, cortinas y juguetes, donde seis niños tísicos hablaban en susurros, cenaban avena cocida y escribían poemas épicos con letra milimétrica en unas bolsas de azúcar de papel azul a las que cortaban y cosían para convertir en libros.
Adentro de la casa parroquial, el diván color encarnado donde murió Emily refuerza la leyenda de su agonía romántica; la breve mesa donde las jóvenes escribieron las novelas más inglesas del siglo XIX muestra sus tinteros y plumas, y también el costurero que Miss Branwell, la severa tía que reemplazó en sus funciones a la madre muerta, dejó en su testamento a Charlotte. El costurero deja ver hilos y dedales, pero no las cápsulas de remedios ocultos por Charlotte, que no amaba la costura. La cocina reconstruida sigue siendo el centro del drama: allí Emily amasaba el pan mientras estudiaba alemán y Tabby, la anciana servidora, contaba historias de terror a esos niños "raros, silenciosos, hoscos".
En el hueco de la escalera la luz malévola del escándalo ilumina el sitio en el que Emily castigó a su perro con tal ira que hizo hinchar los ojos y la quijada de Keeper, culpable de haber subido a una cama pese a las órdenes de la tía. En el piso superior, en la estrecha habitación de los niños, persiste un soldadito de madera, sobreviviente de los doce que el reverendo Brontë regaló a su hijo varón, Branwell. Esa partida de soldados desató las sagas de los reinos imaginarios de Gondal, escritas por Emily y su hermana menor Anne, y las de Angria, escritas por Branwell y Charlotte.
En la habitación de enfrente se exhiben los óleos de Branwell, que comenzó escribiendo con la mano derecha en griego y en latín con la izquierda para dilapidar su genio adolescente en el opio, el amor desesperado por la madre de su pupilo y el alcohol de la taberna El Toro Negro, que sigue en pie bajo la cuesta de la Iglesia. Los parroquianos del Toro Negro, aún hoy, alegan que fue el hermano vilipendiado y difamado por Charlotte, y no su hermana Emily, quien escribió Cumbres Borrascosas .
Una mujer-guía me lleva junto a un grupo de huéspedes del Viejo León Blanco hasta "el encuentro de las aguas", donde Emily leía a Walter Scott. De vuelta en El Viejo León, la mujer-guía toma cinco cervezas y me confiesa que no le importa si fue Branwell o Emily quien escribió Cumbres Borrascosas ; odia a ambos y particularmente a Jane Eyre , el libro que en la primaria de Leeds le obligaron a leer una y otra vez.
Con las heladas de noviembre mueren los brezos violetas y el paisaje recobra el gris de las piedras calizas del cementerio. Las lápidas de Maria y Elizabeth Brontë, fallecidas a los diez y doce años por la consunción contraída en la escuela para hijos de clérigos pobres de Cowan Brigde, vuelven a erigir, como todos los inviernos, su narrativa gótica. © LA NACION