En la vereda
Hay un lindo clima en la calle cuando uno sale temprano por la mañana. Temprano en serio, digamos, a las 6. Somos pocos y nos saludamos entre nosotros como si viviéramos en un pueblo, el pueblo de la gente que se levanta a horas ridículas para ir a trabajar. Salvo una eventual excepción literalmente trasnochada, sólo se ve al repartidor de pan en bicicleta, el mozo del bar de la esquina que camina apurado y vestido de civil, el chico del puesto de diarios y los encargados de los edificios.
Este es el gran momento de los encargados de los edificios: dueños de la vereda y de la información, intercambian saludos gestuales o verbales, se ponen al día y contemplan con aire reflexivo el barrio y su gente en este nuevo amanecer. El único problema es que todo esto lo hacen, con la parsimonia del caso, mientras lavan la vereda y dejan correr el agua que sale de la manguera, con dolorosa prodigalidad.Como si fuera gratis. Cierta vez no pude contenerme: me acerqué a un encargado (en un barrio que no era el mío, lo admito) y le supliqué que cerrara la canilla. El conversaba con una vecina mientras el agua corría inútilmente hacia el cordón. Yo la pago, me contestó el hombre de mal modo; son respuestas como trompadas, uno no sabe cómo responder a eso. En el gimnasio, una chica joven se lava los dientes frente al espejo y deja la canilla abierta; luego queda contemplándose con cierta ensoñación y lentamente comienza a retocar su maquillaje. Todo ese tiempo, la canilla sigue abierta. Otra vez no puedo contenerme y le pido por favor que cierre la canilla. Me mira como una joven divina mira a una vieja loca. Puedo leer su mente como si tuviera un subtítulo: ¿A quién le importa que la canilla esté abierta? Por fin la cierra como diciendo qué lata.
La gente que vive en Buenos Aires, una buena cantidad, abre la canilla de su casa y recibe ese generoso chorro de agua como si fuera lo más natural. No sabe que es un privilegio. No le entra en la cabeza. Nunca vivió en una ciudad en la que el agua potable se mide por gotas y la presión no alcanza. La ciudad de México, por ejemplo, Kandahar o sin ir más lejos la provincia de Córdoba, en nuestro país. Qué lata. Las películas que hablan de la desertificación son aburridas o políticamente tendenciosas; los rumores sobre gente que viene a comprar tierras para robarse el acuífero son leyendas urbanas. Hay unas débiles campañas oficiales, de vez en cuando, y también imágenes en la televisión de lugares secos, acá nomás, donde se hace fila para llenar un balde con agua que se usará para beber, asearse, cocinar y por último, regar las plantas. Es una realidad feroz, pero ¿qué puede hacer uno desde su casa, verdad?
Pues algo que cada uno puede hacer desde su casa es cerrar la canilla, por una cuestión de respeto a la humanidad. Un acto modesto de contrición. Los encargados de los edificios podrían mojar la vereda y luego lavarla con la escoba en lugar del chorro de la manguera. Verlos cada mañana dilapidar el agua potable, en medio de ese clima bucólico de la ciudad al amanecer, es algo que rompe el corazón.
También es relativo que paguemos el agua. Pagamos una cifra genérica y no el verdadero consumo individual, como la electricidad o el gas. Si cada familia pagara su propio consumo, como ocurre en otras ciudades, las madres enseñarían a sus hijas a cerrar la canilla mientras se retocan el maquillaje, e incluso, mientras se lavan los dientes. Y la vereda se lavará con un par de baldes. Para sacar esas hojitas rebeldes que se atascan entre los surcos no hay nada mejor que la escoba.
* La autora es periodista