En la universidad, ¿el éxito está en el ingreso o en el egreso?
En un mundo influido por la posverdad, la frase de Ramón de Campoamor “todo es según el color del cristal con que se mira” se torna cada vez más efectiva. En la Argentina, donde el relato de inclusión educativa -de la mano de máximas como el ingreso irrestricto en las universidades nacionales- se choca con altas tasas de deserción, ¿es más importante tener más estudiantes universitarios que otros países de la región o sería deseable aspirar, como varios de nuestros vecinos, a exhibir mejores tasas de graduación universitaria? Y, en un país con un Estado con cada vez menos recursos, ¿el proceso de selección en el ingreso es más conveniente que se dé en un primer año universitario donde el grueso queda en el camino o mediante un examen de egreso en el secundario que ordene más eficazmente el proceso de admisión en las universidades?
Según el estudio “Reducida graduación universitaria” del Centro de Estudios de la Educación Argentina (CEA), en la Argentina tenemos 557 estudiantes por cada 10 mil habitantes. Cifra muy superior a los 408 de Brasil o los 355 de Chile. ¿Somos campeones del mundo también en educación superior? No tanto. Porque la Argentina tiene apenas 31 graduados cada 10 mil habitantes, en tanto que Brasil puede proclamar que alcanza los 61 y Chile los 55. Entonces, ¿quién tiene mejores números en educación superior? ¿Quién más estudiantes universitarios ingresa al sistema o quién más estudiantes logra graduar? ¿Qué tiene más valor para países en desarrollo: que más estudiantes ingresen al nivel de educación superior o que haya más profesionales graduados que aporten al crecimiento? Asimismo, si el presupuesto de las universidades nacionales se maneja tomando como referencia el volumen de alumnos que concurren a los establecimientos, ¿es posible que haya un interés económico en la máxima del ingreso irrestricto de parte de las propias universidades, teniendo en cuenta que más alumnos suponen, por regla general, más presupuesto? Y, si el parámetro para la toma de decisiones presupuestarias de las universidades nacionales depende de la cantidad de alumnos, ¿qué razón pueden tener las universidades nacionales no sólo para establecer sistemas de ingreso para los estudiantes, sino también para implementar controles de permanencia académica para evitar “estudiantes crónicos”?
En nuestro país, el ingreso irrestricto está garantizado por el artículo 4 de la Ley de Educación Superior Nro. 27.204, promulgada inicialmente en 1995 y reformada en 2015: “Todos los alumnos que aprueban la enseñanza secundaria pueden ingresar de manera libre e irrestricta en el nivel de educación superior”. Distintos especialistas, como Marcelo Rabossi, investigador especializado en educación superior, señalan cierta relación entre el modelo de acceso irrestricto y la baja tasa de graduación. El especialista advierte que la falta de “control” en el ingreso genera una suerte de proceso de selección del tipo “supervivencia del más apto”, siendo los menos aptos para “sobrevivir” los alumnos de los quintiles más bajos. En esta línea, profundiza el informe sobre desigualdad educativa en educativa de Argentinos por la Educación. Por un lado, solo 2 de cada 10 argentinos de entre 19 y 25 años pertenecientes al decil de ingresos más bajos continúan con estudios de educación superior. Por el otro, en términos de permanencia en la universidad, a medida que avanzan los años de educación universitaria, los estudiantes de ese decil tienden a representar un porcentaje cada vez menor de la población universitaria (llegando a representar poco más del 1% del total en el quinto año de la universidad).
¿Qué pasa en países con mejores tasas de graduación universitaria? Tanto en Brasil como en Chile existen evaluaciones finales al término de la educación media, que definen las posibilidades de los estudiantes a la hora de definir su futuro en las universidades. Brasil adoptó el Exame Nacional do Ensino Médio (ENEM), mientras que Chile estableció la Prueba de Acceso a la Educación Superior (PAES). En ambos casos, son exámenes que buscan medir los conocimientos y habilidades adquiridos por los estudiantes durante su educación media y los resultados obtenidos se utilizan como forma de selección universitaria. En ambos países, estos exámenes no están exentos a críticas, tanto respecto a sus costos, transparencia, y sesgos ideológicos, como también respecto de favorecer la brecha social entre los estudiantes. Respecto a este último punto, si bien ambos países han ido mejorando los instrumentos, los detractores insisten con que las mejoras realizadas no terminan de promover medidas efectivas que neutralicen las diferencias sociales de los estudiantes y eso da como resultado pruebas que terminan favoreciendo a los estudiantes procedentes de mejores entornos económicos y, en definitiva, educativos.
Si bien en educación los especialistas señalan que siempre es un error simplificar, no podemos evitar observar que tenemos a grandes rasgos dos modelos de educación superior: uno basado en la máxima de ingreso irrestricto y otro basado en la selección de los estudiantes según la calidad de los saberes que porten al término de sus estudios secundarios. El primer modelo se caracteriza por una alta tasa de alumnos universitarios, pero conlleva la frustración de ratios decepcionantes de graduación. El segundo modelo muestra mejores resultados en términos de graduación y, en definitiva, podría decirse, en la eficacia del sistema, pero también conlleva críticas inherentes tanto al instrumento educativo como tal, sus costos de implementación y su eficacia en la democratización del acceso a la educación superior.
Evidentemente, todos los modelos tienen pros y contras. El problema es el autoengaño: pensar que el dogma del ingreso irrestricto resuelve la equidad educativa es por lo menos cuestionable porque no resuelve los déficits formativos de la escuela secundaria, que son los que condicionan seriamente la tasa de éxito de los estudiantes al momento de emprender sus estudios universitarios. Las universidades, ya sea públicas y nacionales como las privadas, poco pueden hacer para compensar los problemas estructurales del nivel educativo con el que los alumnos ingresan a sus aulas. Deberá pensarse entonces si tiene sentido hacer perdurar el modelo actual sobre la máxima de la “inclusión” y si no es al menos interesante volver a plantear contar con un instrumento de evaluación al término del nivel medio que sirva no solamente para mejorar el proceso de ingreso universitario (logrando más eficiencia en la administración de los recursos), sino también para lograr mejores niveles formativos, incluso para quienes no aspiren al grado universitario.
Vicepresidente primero de Academia Nacional de Educación (ANE), presidente y rector honorario de UADE