En la gran aventura de la vida nacimos para ser libres
George Orwell (1903-1950) fue un novelista británico adscripto a ideologías de izquierda que denunció al estalinismo en su aclamada novela 1984, en la que describe una sociedad dominada por un partido único que ha logrado llevar el totalitarismo a su perfección. Porque a diferencia de los totalitarismos clásicos, se ha propuesto una meta aún más ambiciosa: controlar la mente de las personas. No se trata de privarlas de la libertad externa y de que conserven su libertad interior, sino de controlar la conciencia de cada individuo. Para lograr ese sometimiento, el partido utiliza tres políticas principales: la instalación de telepantallas en cada habitación de viviendas y oficinas y en lugares públicos, que resume con su célebre expresión “Big brother is watching you”; el control del pasado: “Quien controla el pasado controla el futuro”. “El pasado es lo que dicen los archivos y la memoria de la gente”. Y puesto que el partido los controla, el pasado se recrea del modo que necesite. Mediante la reescritura permanente de la historia, el partido está siempre en posesión de la verdad absoluta; el doblepensar. Con este neologismo, Orwell representa el ideal de un totalitarismo que no se conforma con pisotear todo atisbo de libertad individual, sino que persigue una meta más estremecedora: que las personas sean capaces de negar su propia conciencia y creer en la realidad que les impone el partido. Con la Inquisición la gente moría sin haberse arrepentido de sus creencias. “No destruimos a los herejes, los convertimos, conquistamos el interior de sus mentes y les reformamos”. “El mandamiento de los antiguos despotismos era: ‘No harás esto y lo otro’. El mandamiento de los totalitarios fue: ‘Harás esto y aquello’. El nuestro es: ‘Eres esto’”. El partido no se limita a castigar a sus enemigos para hacerlos confesar. “Queremos curarlos y cambiar su pensamiento”.
La versión totalitaria de 1984 podrá aparecer exagerada. Pero si lo pensamos bien, formas primitivas de doblepensar existen hoy. Un ejemplo es el modo en que militantes ignoran o denuncian la violación de derechos humanos en terceros países, según las conveniencias partidarias. ¿Acaso no es “doblepensamiento” que se defienda una visión en el pasado y otra en el presente con similar convicción? ¿Pueden los políticos y otros dirigentes criticar a los ricos y ser muchos de ellos millonarios por prácticas corruptas? ¿“Doblepiensan” los terraplanistas?
El partido no desea ser temido, desea ser amado. El ideal no consiste en aplastar la libertad externa, sino en doblegar los sentimientos. Todos deben amar al Gran Hermano, pero no de la boca para afuera, como pretendían los viejos totalitarismos, sino desde el corazón auténtico de la persona. Los individuos pierden incluso la posibilidad de odiar en secreto al Gran Hermano. 1984 concluye con la conversión de Winston Smith, su trágico protagonista, que intentó oponerse al partido, expresada en una frase escalofriante: “Se había vencido a sí mismo. Amaba al Gran Hermano”.
Sin embargo, mantenemos la esperanza. La opción de libertad que se nos ofrece en la vida no es una opción. El dilema no consiste en descubrir si somos o no libres para decidir sobre nuestro destino. Somos forzosamente libres. ¿Qué poderoso tirano podría obligarnos a preferir una forma de vida que secretamente detestamos? ¿Qué clase de coerción sería capaz de forzarnos a vivir contra nuestros íntimos anhelos y convicciones? La libertad esencial consiste en que nada ni nadie puede obligarnos a elegir en contra de aquello que Ortega magistralmente llamaba nuestro fondo insobornable. Nada más absurdo entonces que la conversión final de Winston Smith. Aún doblepensando –sé que detesto al Gran Hermano pero igual lo amo– no podía vencerse a sí mismo. En la gran aventura de la vida nacimos para ser libres.