En la espera, el tiempo se padece
Las máquinas venían a aliviar el suplicio de las colas, pero quizá lo han agravado; son, a veces, una muralla que se alza ante el cliente
¿Cliente o no cliente? Así, sin más, pregunta la máquina a pocos metros de la puerta de entrada. Este es nuestro primer contacto. Soy cliente, claro. Le dejo dinero al banco por hacer nada: yo misma transfiero desde mi cuenta a otras cuentas y entre las mías. Yo deposito mis pesos y le doy mis datos a quienes deben depositarme. Es mi sueldo el que se acredita allí y quién sabe qué hacen con ese dinero. Soy yo quien deposita los cheques en el cajero automático y es el banco el que se queda con un porcentaje. Que no es el banco, me dirán los amantes de los detalles. Bueno, uno hace lo que puede y en esas reducidas posibilidades se odia a lo más próximo. Que sí, que sí, que soy cliente. Tipeo mi documento nacional de identidad y la máquina me devuelve un ticket: "G 037"; ese es mi número. Cuando la otra pantalla, la que está en la sala de espera, llegue a la G y al 37, entonces podré hacer lo que vine a hacer: dar con un humano que me explique por qué ayer apareció en mi caja de ahorro un débito duplicado.
De piso a techo, la foto de unos árboles ocupa la pared; solo se ven las copas y son de un verde muy brillante. Hay una repisa con folletos de créditos personales, otros sobre las ventajas de los créditos UVA y otros que no logro leer, solo veo la foto de una familia feliz. También hay un teléfono de línea para consultas. Esto es ir al banco para hablar con alguien que no está en el banco.
Hay diez personas y, aunque sobran sillones, nos todos están sentadas. Dos hombres permanecen de pie. Ocupo un asiento y me sumo a la manada de leones famélicos: ahora somos once los que miramos hacia los elefantes que se esconden tras los vidrios de las oficinas de Gerencia, Negocios y PyMES y Personas. Esperamos una señal. Queremos atacar.
La pantalla marca J 009. ¿Qué relación guarda eso con mi G 037?
A mi izquierda, una señora de unos 60 años mueve su mano dentro de una bolsa de plástico verde. Me pierdo un rato en la bolsa, trato de adivinar qué buscará, hasta que el ding dong de la pantalla me saca del trance: "F 10". Es el turno de las F. Cruzamos miradas, pero todos permanecemos en nuestros lugares. No hay un F. Es extraño: una simple pero inescrutable combinación de letras y números mantiene los leones a raya. Los vuelve herbívoros. Las máquinas que se inventaron para ayudar a los leones hoy protegen a los elefantes.
De pronto, uno de los hombres que esperaba de pie hace un movimiento inesperado: avanza hacia el elefante de Gerencia. Lo vemos asomarse a la oficina. Posa el peso de su cuerpo sobre la pierna izquierda y se inclina. Su camisa cuadrillé desaparece. Solo se ve su mano sobre el marco de la puerta y su pierna derecha, extendida en el aire. Vuelve al instante:
–No hay nadie, che –dice el hombre a los demás.
–Es la gerencia –dice la señora, sin sacar la mano ni la vista de la bolsa–. Qué nos va a atender la gerencia.
El león de camisa cuadrillé y abdomen prominente no vuelve a la pared sobre la que estaba reclinado: viene hacía mí, hacia el sillón. Pensé en alentarlo a entrar en Personas, porque desde allí llegaba el ruido de una abrochadora. Cuando se desplomó en el sillón, a mi lado, al tiempo que el almohadón se desinflaba y yo me inclinaba levemente hacia él, entendí que estaba herido: la leona de bolsa verde lo había desautorizado.
–¿Cuánto hace que está? –le pregunté, en un estúpido intento de socializar para mitigar la espera hablando de la espera.
El hombre no habla, solo bate la palma de su mano como si peinara un cabellera inexistente. El gesto remite al inicio de los cuentos infantiles: hace mucho, mucho tiempo. Quisiera preguntarle qué considera él mucho tiempo, saber si tiene la misma percepción que yo, pero no me animo. Es que acaba de apoyar los antebrazos sobre sus muslos y ha clavado la mirada en sus zapatos (que, por cierto, son bastante feos). Está derrotado. Además, ¿qué es mucho tiempo en este lugar?
Aquí el tiempo es otro. En un banco el tiempo no se pierde: se padece. Y así la percepción se altera. Cinco minutos en una panadería no son lo mismo que cinco minutos aquí. ¿Y en la parada del colectivo? Puede ser. Son feos ¡pero qué lustrados están esos mocasines! Me pierdo en el reflejo de la cabeza de Cuadrillé sobre los cerámicos del piso hasta que una voz interrumpe mis cavilaciones.
-¡Ah! Ahí estás –exclama la señora. De la bolsa saca un caramelo. Lo engulle rápidamente y devuelve el papel hecho una pelotita a la bolsa.
Percibo entonces que la abrochadora de Personas dejó de hacer ruido. ¿Hace cuánto? Me distraje con el caramelo y la derrota de este buen hombre. ¿Salió alguien de Personas? ¿Ya no hay nadie del otro lado? Se supone que desde esa puerta me tienen que llamar. Yo soy "Personas" acá. En otras sucursales las oficinas tienen un cartelito con el nombre del oficial de cuentas; aquí no. ¿Qué diferencia hace? Ninguna. O sí: quiero saber el nombre de mi elefante.
–Hace media hora que estoy acá, y él ya estaba –me dice la señora mientras señala a Cuadrillé con el mentón, como si respondiera con delay a mi inquietud de hace un rato.
¡Ding dong! La pantalla cambia: es el turno de J 0010. Por la caja 3. Las cajas están al otro lado del salón. Solo me queda imaginar la alegría de un león J que está fuera de mi campo visual.
–Parece que Ezequiel se quebró la mano –dice alguien.
No había notado que detrás de mí habían llegado más leones. Este es de unos treinta y pico, viste jean, remera deportiva azul ceñida y zapatillas deportivas. La mujer que lo acompaña pregunta qué pasó. "Le robaron el teléfono y lo corrió al tipo. Parece que si no se lo sacaban, lo mataba. No sé qué le pasó. Es tranquilo, pero le agarró un ataque de furia. La esposa estaba desesperada porque no lograba hacerlo entrar en razón. Se quebró la mano, por pegarle una piña".
Pucha. Qué mal vivimos. Una vez que me robaron reaccioné muy mal. No tanto como Ezequiel, pero qué adrenalina. Qué locura. Ruego que la señora no haya escuchado la conversación porque no deseo hablar de inseguridad en este momento. Cuadrillé sigue con la mirada perdida en los mocasines.
¡Ding dong! C0024.
–¿Artex? –dice en voz alta el elefante Negocios y PyMES. El motociclista que esperaba de pie y en silencio camina hacia allí.
–¿Cómo va, loco? –dice el elefante y le extiende la mano.
Artex dice que bien. Se escucha cómo apoya el casco en el escritorio.
Miro la pantalla, que ahora muestra cómo podés sacar una caja de seguridad en poquísimos pasos. A continuación, explica cómo funcionan los fondos de inversión.
–Para eso hay que tener guita –comenta la de la bolsa, que también mira la pantalla.
¡Ding dong! F 0011.
–¡¿Cómo F 0011?! ¡Yo tengo el 9 y no me llamaron!
A los gritos, una de las pocas leonas sentadas abandona la lectura y encara al guardia de seguridad. Amablemente, el hombre le explica que las F son de cajas, al otro lado del salón. Ella gira hacia nosotros y abre los brazos, en busca de una respuesta del grupo.
–Yo no sabía que las F eran en caja. Igual llamaron al 10 hace un rato, yo ya estaba acá. ¿Ve la pantalla? Ahí, en gris: F10 –explica la señora. Me parece que todavía tiene el caramelo en la boca. Debe ser uno de los ácidos y duros.
El motociclista sale de Negocios y PyMES y camina con la mirada sobre su hombro derecho: le habla de fútbol al elefante. En su ida, choca a un hombre de traje azul que acaba de llegar al salón. Con el casco le golpea levemente la cadera.
–No es nada, no es nada –se anticipa el trajeado.
¡Ding dong! A 0014.
–¿Gurruchaga? –pregunta el elefante que asoma de Personas.
El hombre de traje azul camina hacia él con displicencia. Extiende su ticket numerado, pero el elefante le dice que no es necesario.
–¿Cómo andás, Mario? Pasá, ¿qué tal todo?
–Ese es A –me dice Cuadrillé sin levantar la cabeza.
Y entonces me dan ganas de darle un abrazo fraternal. Ahora los heridos somos dos.