En zonas del conurbano, el dealer ya reemplazó a la maestra
Luego de dos conmociones sociales de contornos desconocidos en 1989 y 2001, y de varios brotes sofocados a tiempo entre 2012 y 2013, el fantasma de un estallido social mantiene en vilo a la política argentina. Es más, durante los últimos siete años (salvo los electorales de 2015 y 2017) se han debido despachar recursos extraordinarios a diferentes municipios volátiles. Estos se distribuyen entre garantes de la paz social capaces de movilizar a miles de personas: referentes territoriales, organizaciones sociales, cooperativas y algunos jefes policiales que saben que una eventual revuelta podría generar una tragedia, porque víctimas y victimarios están armados hasta los dientes.
La pandemia ha agravado la vulnerabilidad social aumentando el peligro. La acción de comedores comunitarios, ferias informales y otros dispositivos ponen su parte en el difícil arte de subsistir siempre en el borde. Por lo demás, los saqueos de 1989 y 2001 fueron una cuestión de cuadros políticos territoriales que movilizaron a sus clientelas tras el arreglo de sus jefes políticos con la policía, que habilitó el vaciamiento selectivo de comercios renuentes al pago de la “cuota” que garantiza su “seguridad”.
Así funcionan las cosas en estas regiones en la que el Estado está más presente que nunca, aunque exhibiendo al desnudo su perfil venal. A los policías se les suman inspectores municipales formales en condiciones de clausurar cualquier actividad en nombre de reglamentaciones que nadie cumple ni exige cumplir, para garantizar los ingresos de las cajas negras de dirigentes comunales con aspiraciones de ascenso.
Pero la perpetuación de este statu quo requiere su adecuación a las sucesivas coyunturas. Y hoy, la mayor parte de los protagonistas de aquellos revulsivos sociales han sido relevados por la organización de los distintos “colectivos”. En su mayoría, cooperativas ficticias apendiculares de movimientos sociales que, a diferencia de los antiguos programas focalizados, tornan a sus “beneficiarios” aún más dependientes. Aquellos que habían logrado una cierta autonomía merced a pequeños emprendimientos en los centros urbanos o en las barriadas de clase media han experimentado el retroceso como una humillación difícil de asimilar.
“Comeremos menos, pero mantendremos la dignidad”, comentaba el jefe de una reconocida familia de Ingeniero Budge, en Lomas de Zamora; aunque sigilosamente su esposa e hijas se las ingeniaban para hacer pasar como compras raciones de guiso y fideos recolectados en comedores y bocas de expendio vecinales.
Tenemos ahí las claves de la improbabilidad de un estallido según los viejos parámetros. Esa violencia se ha pulverizado en episodios cotidianos de trifulcas entre vecinos o en el interior de los clanes extendidos. El cierre de las escuelas –que aliviaban los estragos de la inflación y proyectaban en los hogares una cierta disciplina higiénica y preventiva de la violencia doméstica– ha dejado secuelas que serán difíciles de revertir. Un porcentaje mayoritario de los niños indigentes –que en el GBA llegan al 72%– huyen de la violencia implosiva de sus hogares. Su destino son las barras de pares que duermen de día y pasan las noches en esquinas o plazas consolándose con el consumo de alcohol mezclado con hipnóticos, marihuana y cocaína rebajada. “La esquina desplazó al aula; y el dealer, a la maestra”, confesaba un viejo referente que supo combatirlos hasta hace poco.
Los punteros narco y sus distribuidores, cuyas casas se han convertido en mecas de decenas de jóvenes peregrinos, intercambian dinero o especie por celulares o autopartes, fruto del robo sutilmente autorizado por algunos jefes de calle en las zonas liminares entre los asentamientos y los barrios asfaltados. Un dispositivo de transferencia de ingresos para sortear la insuficiencia de una política mezquina y venal. Otro ámbito de intercambio son las ferias, donde se obtienen alimentos –leche, arroz, harina, lentejas o polenta– que faltan en los comederos e indumentaria producida en talleres clandestinos con mano de obra servil.
Hay además una cotidianidad vecinal devenida en un campo de batalla por los escruches, desalojos y tomas de viviendas, diferendos entre comunidades umbandas o venganzas devenidas de la deshonra de abusos, violaciones y embarazos adolescentes.
La explosión ocurre, entonces, todos los días, pulverizada en estos pequeños combates. Con este trasfondo, no es imposible la eventual espiralizacion de una violencia que desborde el control de los garantes. Pero no deja de ser remota, en un país cuyas clases dirigentes han decidido normalizar la pobreza como garantía de una gobernabilidad a la medida de sus capacidades de retomar el camino del progreso.
El autor es profesor de Historia e investigador, miembro del Club Político Argentino