En la economía valen tanto las palabras como los números
Es rutina que un ministro de Economía argentino sugiera que el problema económico es moral. Dicen casi lo mismo que Celestino Rodrigo en su discurso previo a que estallara la pobre democracia que vivíamos en 1975: que los argentinos “seguimos el camino dislocado y distorsionado de irrealismo”.
Si las catástrofes naturales eran vistas como castigos divinos por el colapso moral de las acciones humanas, hoy pasa lo mismo con nuestras tragedias económicas. Así, los ajustes adquieren el sentido de castigos moralizadores. Incluso escuché que la híper sería un fuego purificador.
El desastre económico nos puede predisponer a acciones inmorales, pero esta transición de ministros de Economía a ministros de Educación indicaría que la comprensión del problema es insuficiente.
Cuando el discurso económico es moralista, es demonizante. Los expertos en políticas públicas suelen hablar de “giros demoníacos” (devil shift) y “giros angelicales”. Asignar demonizaciones y angelizaciones entre empresarios, funcionarios, sindicalistas, líderes sociales, políticos o periodistas es una generalización que luce ignorancia. Por eso, el periodismo no suma si se acopla a las olas narrativas. Necesitamos desarmar los discursos económicos cerrados y dogmáticos, y ver los matices de nuestra realidad concreta.
Como queremos que al conductor le vaya bien, porque es gobierno y atrás vamos nosotros, muchos tendremos que disociar el gobierno de sus alambradas ideológicas. Nada tranquiliza más la economía que la confianza en el conductor, quien acaba de ganar su licencia. Como dice un personaje de la novela de Carlos Fuentes La silla del águila: “La banda presidencial es como un detergente. Pule, limpia y da esplendor”.
La narrativa oficial sobre la economía nacional debe ser coherente con la experiencia y economía personal de la ciudadanía, ayudarnos a hacer legible nuestra realidad. Cuanto más cercana sea esa narrativa al sentido común de las personas, más legitimidad. Pero nuestra historia económica es brutal. Somos en el mundo el Medio Oriente de la economía.
La principal necesidad de un gobierno argentino es contar bien su política económica. Cuando asumió como ministro, Roberto Lavagna escribió de puño y letra un decálogo a su equipo sobre cómo comunicar, contaron Andrés Borenstein y Gabriel Llorens Rocha en su libro Puede fallar.
En un país donde más de dos terceras partes de las personas se benefician bastante directamente del cajero público, al cortar el débito automático de los pagos estatales Milei dejó en evidencia esa madeja opaca de flujos monetarios. Era necesario descubrir esa selva de micro y macroextracciones del cajero tapada por los discursos públicos. Ahora rápidamente habrá que restaurar las esenciales, pero otras serán canceladas. El cambio cultural que Milei ya logró tiene que ver con que se ha puesto en valor la plata pública.
Hoy se intenta explicar la aceleración de la caída de ingresos de la mayoría. Y esa historia se cuenta con herramientas retóricas como metáforas, anécdotas, símbolos, imágenes, que se incrustan o no en el imaginario de un país. Las palabras son tan importantes como los números. Ya sabemos que en la batalla mental de las expectativas, al final, la técnica económica se rinde frente a la siguiente premisa: “Vivimos en un bosque de símbolos situado a la vera de una jungla de hechos”, como decía el sociólogo Joseph Gusfield.
En mi libro sobre la historia de Ámbito Financiero, El señor de los mercados, analicé cómo debatir mal lleva a sufrir más. Tanto en la salida de José Alfredo Martínez de Hoz, en 1981, como en la última de Domingo Cavallo, en 2001, las voces más críticas pedían una devaluación del 20 o 30%. Pero las salidas fueron debatidas y conducidas de una forma que la devaluación fue varias veces superior y los costos humanos, mucho más brutales. También otra forma de llegar a diciembre de 2023 habría producido un fogonazo inflacionario menor, y menos dolor. Pero las sociedades se conducen en general así, a los topetazos.
El premio Nobel de Economía Robert Shiller compara las narrativas económicas dominantes con las epidemias. Ambas se viralizan a una tasa de contagio mayor que de declive. En su libro Narrativas económicas. Cómo las fake news y las historias virales afectan la marcha de la economía, Shiller explica que los grandes cambios en la economía están acompañados de una confluencia de narrativas que incita a los actores a determinadas acciones comunes con similar efecto. Y esa convergencia de actitudes tiene incidencia en estos megaeventos económicos.
Esas narrativas, dice Shiller, son los guiones para nuestra acción económica. Si desde el gobierno tienen éxito en fijarnos una narrativa, es más posible que esa política económica sobreviva.
En crisis, el rol de la información se acentúa. Necesitamos revisar nuestras opciones con mucha frecuencia, y para eso tenemos que saber qué está pasando. En el fondo, cuando la economía es inestable es que todos somos inestables. Hoy la información circula en la pista de patinaje de WhatsApp y las redes sociales, donde rumores falopa y fake news se mezclan con indicadores reales y lo que nosotros creemos entender de lo que pasa.
La expresión “combatir las expectativas” evoca una intervención mental. La política y la economía consisten en proyectar escenarios de futuro, y por eso es crucial la comunicación. Incluso con altas expectativas se pueden lograr objetivos económicos contradictorios. Lo que alarga la sábana son las expectativas. En un clima de confianza se pueden hacer más cosas con los mismos indicadores. La confianza es un crédito social.
Por eso es esencial el rol periodístico. Vivimos una hiperinflación en potencia, pero también hiperinformación. La abundancia y la velocidad de las palabras son inéditas. Y la devaluación de la moneda fue de la mano de la devaluación de la palabra. Por eso, estabilizar el valor de la moneda exige estabilizar el valor de la palabra. Al periodismo le tocaría convertirse en un riguroso banco central de las palabras.
Pero siempre en el periodismo hay varias tribus: la militante, la populista, la mercantil y la profesional. La militante exacerba los ciclos positivos de los gobiernos a los que apoya y los ciclos negativos de aquellos a los que se opone; la populista exacerba todos los ciclos; la mercantil es volátil, y la profesional matiza y modera los picos de todos los ciclos. Y esa puja de narrativas existirá siempre en una sociedad abierta. Por supuesto, la economía estará más influida por aquella tribu que tenga más capacidad de convertir su narrativa en una epidemia, como dice Shiller.
En esta trama hay que prever que los actores económicos suelen ser grandes desinformadores. Por eso, el periodismo de los países democráticos desarrollados hace preguntas reales a los empresarios, no solo preguntas para que se quejen o alaben la macroeconomía según cómo les vaya en sus negocios personales. The Financial Times y The Wall Street Journal investigan el mundo corporativo. En una sociedad pujante el periodismo inquiere también al mundo empresario, no lo adula.
Al mismo tiempo, una economía estatizada empuja una estatización de la agenda, que no hace justicia al dinamismo social y privado. La vida pública se reduce a lo que el Estado hace, y eso les saca protagonismo a los sectores privados. Desestatizar al periodismo es también que recorra más nuestra vida real de todos los días, gran parte de la cual pasa por fuera del Estado.
Alguna vez, Juan Bautista Alberdi dijo que “los pueblos, como los hombres, no tienen alas: hacen sus jornadas de a pie”. Por eso, lo que pasa cada día es importante.ß
Profesor de Periodismo y Democracia de la Universidad Austral.