En la Argentina, la enseñanza pública es un gran simulacro
La noticia, publicada recientemente y luego ampliamente comentada, da cuenta del catastrófico estado de nuestro sistema educativo. En ella se consignaba que la empresa Toyota, instalada en Zárate, provincia de Buenos Aires, estaba en tratativas con su casa matriz para ampliarse. Uno de los gerentes cuenta que durante la pandemia debieron incorporar 500 trabajadores para suplir a los enfermos y que están en busca de 200 más. Hasta aquí, uno se alegra: a pesar de la crisis, hay empresarios que alivian la desocupación de los jóvenes a través de su incorporación al trabajo. La alegría no dura nada: el gerente añade que es difícil conseguir la mano de obra adecuada, que buscan jóvenes con secundaria completa, pero que ese nivel educativo se ha devaluado mucho en la provincia y que los aspirantes (con secundaria completa) no pueden siquiera leer el diario.
¿Cómo explicar que chicos que hace trece años que están en la escuela salgan de ella sin saber leer adecuadamente? En la escuela secundaria cursan de 8 a 10 materias, y los documentos curriculares que establecen qué deben aprender los alumnos en cada una de esas materias tienen de 400 a 600 páginas. Se pueden encontrar allí una montaña de temáticas que deben ser enseñadas y aprendidas con todas las fundamentaciones teóricas y didácticas de cada caso. ¿Cómo se hace esa proeza con alumnos que no saben leer?
No encuentro otra explicación que la del simulacro. Tenemos un aparato educativo con una estructura muy importante, que se lleva el 5% del PBI del país para montar un gran simulacro de que se enseña y se aprende. Unos hacen la simulación y otros la certifican. Pareciera una organización delictiva dedicada a la estafa de la sociedad, de los alumnos, de sus padres y los contribuyentes, que son los que aportan el 5% del PBI.
Si la escolarización dura 13 años, esta simulación viene de lejos. ¿Cuándo dejamos de enseñar y pasamos a simular? Me permito tirar del hilo para reconstruir este proceso.
Entre los años 50 y 70 del siglo pasado nuestro sistema educativo inició un proceso de expansión, en todos sus niveles. Se incorporaron nuevos estratos de los sectores medios a la escuela secundaria, se incluyeron las mujeres, primero a las escuelas normales y después a los bachilleratos, se expandió la escuela técnica para los hijos de obreros y la escuela primaria avanzó notablemente.
En la segunda presidencia de Perón se comenzaron a subsidiar las escuelas privadas, lo cual dio origen a un heterogéneo mercado de educación privada, dispuesto a atender a los sectores más altos de las clases altas y medias que abandonaban la escuela pública en pos de una educación más exclusiva para sus hijos. Se iniciaba allí una división que es crucial para entender la noticia que tanta difusión tuvo recientemente.
Los pobres, paulatinamente, a lo largo de un período que comienza entonces y que desemboca en los 90, pasaron a ser la población que atiende el Estado, y el resto de la población, o sea los no pobres, va a la escuela privada, en cuya financiación el Estado participa solo en parte y el resto lo ponen las familias. Este hecho desplazó a los padres educados de la escena pública; estos comenzaron a tramitar sus demandas educativas en las direcciones de las escuelas privadas y presenciaron con comentarios retóricos la degradación de la escuela pública de la que habían salvado a sus hijos.
La expansión de las matrículas se hizo sobreutilizando los recursos existentes. Los edificios escolares se compartían entre primaria y secundaria, o entre varios turnos de alguno de estos niveles. En las zonas marginales se construyeron escuelas precarias, los profesores pasaron a tener 10 horas de clases por día para poder redondear un sueldo y los docentes primarios, a atender un turno por la mañana y otro por la tarde, y unos y otros trabajaron a la noche en las escuelas nocturnas para adultos.
Los salarios docentes pasaron a estar a la altura de los de un empleado doméstico o de maestranza y la profesión dejó de ser de interés para las mujeres que provenían de sectores medios educados y se transformaron en un empleo deseable para quienes provienen de sectores sociales menos educados y que a la vez han transitado por un circuito escolar de baja calidad.
El sindicalismo, mientras tanto, fue degradando la figura del docente, que dejó de ser representado como operador de la cultura y fue transformado en un trabajador sin lazos profesionales con su trabajo.
La formación docente pasó a estar en manos de instituciones de muy heterogénea calidad y todo el sistema de formación y de ejercicio de la docencia pasó a ser una bolsa de trabajo para la clientela política y sindical. No hay requisitos para los ingresos, y no hay evaluaciones externas durante el transcurso de la formación. Luego, durante el ejercicio de la docencia, tampoco hay que dar cuenta de los resultados de las prácticas escolares. Allí se practica el simulacro. Los directivos dicen evaluar a los docentes, pero nunca con menos de 10.
Los docentes y los alumnos construyen acuerdos tácitos con los que van zafando unos y otros, y así pasa el tiempo y se aprueba el nivel.
Los políticos lo saben, pero disimulan para evitar el conflicto que representaría encarar un problema que “no aporta ningún voto”. Los sindicalistas amenazan con el conflicto cada vez que se intenta destapar la olla. Desde los 90 se toman pruebas estandarizadas y las pruebas internacionales PISA, que dan pésimos resultados, pero los datos están agregados de modo que no se puedan identificar las responsabilidades.
Y todos nos podemos dar por satisfactoriamente engañados. Los especialistas y opinadores piden doble escolaridad y que se cumplan los 180 días de clases para simular que con más de los mismo arreglaríamos algo. Discutimos sobre el presupuesto y pedimos más financiamiento para que el simulacro nos cueste más caro.
La simulación se mantiene porque, en definitiva, los afectados son los pobres, cuya voz no llega a la esfera pública. No tienen padres que se organizan, están al margen del mercado de trabajo y, por lo tanto, los empresarios no se ocupan de ellos, los políticos miran para otro lado y los técnicos y especialistas están ocupados en sus temas y no quieren ofender a los docentes. Y aquí estamos, sosteniendo un sistema público de educación destinado a contener a los pobres con la ilusión de que aprenden para lograr una vida mejor. Todo simulacro, todo ilusión, todo estafa.
Hasta ahora, los empresarios se desentendieron del tema. Ojalá Toyota inicie una interpelación al Estado por la calidad de los recursos humanos que le brinda, que los padres de las escuelas privadas comprendan que sus hijos también están en riesgo porque entre lo privado y lo público hay numerosos conductos por los que la decadencia se transmite, que los docentes reclamen enseñar y no simular, los políticos estén a la altura de las circunstancias y los especialistas dejemos de avalar el simulacro. ß
Investigadora de Flacso, miembro del Club Político Argentino