En Francia hay quienes piden "que se vayan todos" a la francesa
Un mes antes de las elecciones, el alto porcentaje de abstencionistas muestra la otra cara de la crisis de los partidos políticos
PARÍS.- El debate del 20 de marzo pasado, transmitido por la televisión francesa durante tres horas, permitió escuchar atentamente a los cinco principales candidatos a las próximas elecciones presidenciales, pero a la vez comprobar que, en términos generales, los partidos tradicionales ya no son lo que eran.
Jean-Luc Mélenchon, fogoso dirigente de la Francia Insumisa, representa una ultraizquierda ya sin relación alguna con el Partido Comunista, y Benoît Hamon, el ala izquierda del Partido Socialista, hoy profundamente fracturado. El único que sigue representando a una derecha conservadora tal como la conocimos, aunque más thatcheriana, es François Fillon. Con todo, los tres pueden ser considerados como de izquierda o de derecha. Los que se salen rotundamente del cauce son los favoritos de las encuestas: Emmanuel Macron, que sólo se representa a sí mismo, y Marine Le Pen, que representa la extrema derecha. Lo tragicómico de la situación consiste en que ella, para despegarse de la figura "diabolizada" de Jean-Marie Le Pen, su padre, niega ese rótulo e intenta aparecer como la voz de la democracia y del pueblo sumergido, y en que Macron tampoco se reconoce en términos de derecha o izquierda, sino de todo lo contrario. Y ambos, cada uno a su modo, reflejan una vieja actitud que, salvando distancias, nos trae un recuerdo lejano. ¿Cómo era que se llamaba aquella idea que Perón importó de la Italia mussoliniana? ¿La Tercera Posición?
A las incertidumbres políticas se suman las de carácter ético. En Francia, "tener cacerolas" quiere decir haber robado. Dentro del aludido quinteto, con cacerolas hay dos. Ante todo, Fillon, que se vanagloriaba de una conducta intachable, ahora perseguido por los cacerolazos y obligado a presentarse ante la justicia para justificar los empleos ficticios de sus hijos y de su esposa, Penelope, la cual, mujer discreta, furtiva y borrosa, se ha embolsillado un millón de euros gracias a un supuesto empleo en el Parlamento, donde nadie la vio jamás, y a tres notas bibliográficas para una revista de un amigo de su marido. (Quienes nos hemos ganado la vida redactando esa clase de artículos podemos jurar por lo más sagrado que al millón no se llega.) El folletín se completa con unos trajes muy caros que a Fillon le regaló otro amigo y con una bonita suma que él mismo le cobró a un hombre de negocios para presentarle a su compadre Vladimir Putin.
Un bochorno que en la Argentina, habituada a otros peores, nos haría morir de risa, pero que en países del norte europeo lo hubiera forzado a tirar la esponja. Para no ennegrecer las tintas, digamos que al ministro del Interior del gobierno de Hollande, una acusación de nepotismo bastante parecida le acaba de costar su cargo. Gran diferencia, el socialista ha tenido que renunciar (o ha sido renunciado por un presidente apegado a su imagen de transparencia y ejemplaridad), mientras que Fillon se ha aferrado a su candidatura, en mi opinión por dos razones: porque, con cacerolas o sin ellas, esa derecha a la que representa lo apoya igual, y porque, con los trajes ya colgados en el ropero, ¿no habría sido una lástima echarse atrás? Su estrategia de defensa no es nada nueva: la victimización. El acusado acusa a su vez a François Hollande de dirigir una "oficina negra" que inventa chanchullos judiciales para perjudicarlo a él.
La otra que arrastra cacerolas es Marine Le Pen, sólo que ella ni piensa presentarse a la justicia: ¿quiénes son los jueces para exigirle semejante cosa? Fillon y Marine coinciden, sin embargo, en un punto: el de su proclamada simpatía por el presidente de Rusia, al que han rendido pleitesía en el Kremlin y al que se acusa de manejar, espionaje mediante, las elecciones francesas, tal como parece haber manejado las norteamericanas.
Y ya que estamos, ¿quién es Macron? Superdotado, abiertamente fascinado consigo mismo, Macron trabajaba en el banco Rotschild cuando François Hollande lo nombró ministro de Economía. Hasta que el joven genio de las finanzas abandonó a Hollande para crear su propio movimiento, ganándose el apodo de "Brutus". Aunque en ese sentido nadie puede tirar la primera piedra: Benoît Hamon formó parte del grupo de socialistas que también dejó plantado a su padre político, logrando que por primera vez en la historia de la V República, un presidente al final de su mandato desistiera de volver a presentar su candidatura. Hoy, muchos socialistas que juraron votar por el candidato surgido en las elecciones primarias de su partido, vale decir, Hamon, lo están "apuñalando por la espalda", según sus propias palabras, yéndose a engrosar las filas de Macron con el argumento del "voto útil" frente a Marine Le Pen.
¿Es una fatalidad que gane ella? Después de todo, y contrariamente a lo sucedido con Hungría o Polonia, en Holanda no ganó la extrema derecha tal como las malas lenguas lo habían pronosticado. Magro consuelo, porque la duda reina. En estas elecciones tan raras todo sucede por primera vez. Nunca, desde que vivo en Francia, tantos y tan sesudos comentaristas han coincidido en admitir, siguiendo a Sócrates: "Solo sé que no sé nada". Un mes antes del día señalado, por regla general se sospecha quién será el ganador. Ahora no. ¿Resultan decisivos para unas elecciones los actos multitudinarios? Por un momento los exitosos mítines de Mélenchon y de Hamon permitieron pensarlo, pero ambos son víctimas de ese famoso "voto útil", históricamente denominado "mal menor". Lo único que puede afirmarse es que, por ahora, las encuestas nos muestran a los dos izquierdistas en el estante de abajo; a Fillon en el del medio, y a Macron y Marine planeando juntos muy por encima.
El aludido debate televisivo resultó útil para captar las diferencias y también los parecidos. Marine con sus feroces proclamas contra la inmigración, legal e ilegal, su "patriotismo económico" y su llamado a abandonar la Comunidad Europea -un Frexit, o Brexit a la francesa- no es lo mismo que Mélenchon, líder popular y no populista, con un auténtico programa social, aunque también convencido de la necesidad de salir del euro. Dos antieuropeos frente a tres europeístas que, para demostrarlo, han ido en peregrinación a ver a Angela Merkel: Fillon, pese a sus pecadillos putinianos, firme en su proyecto de supresión de 500.000 empleos públicos; Hamon, que defiende su idea de una subvención universal ante la pérdida de puestos de trabajo causada por la robotización, y Macron, indiscernible seductor que caza votos a diestra y siniestra y al que sólo resta desearle suerte, qué remedio, aunque temblando ante la fragilidad de un candidato aún tan verde.
Sin embargo, ninguno de ellos representa al mayor partido de Francia: el de los abstencionistas, cuyo eslogan se resume en "todos iguales, todos podridos" y cuyas expectativas de voto, o de no voto, son del 30%. Herederos de una bronca anterior a 1793, los que no creen en nadie, ni en Marine, se alzan de hombros cuando se les advierte sobre el peligro de una frase tan familiar para nosotros, los argentinos, pero que en una Europa expuesta a la amenaza del nazismo suena más cavernosa: "Que se vayan todos".