En estos días, tenemos la oportunidad de aburrirnos
LAUSANNE, SUIZA
Estoy en un tren vacío, un tren fantasma, volviendo desde Grenoble hacia Lausanne. Es el final del invierno y hace algunas horas se declaró la pandemia. Una ola de reminiscencias ligadas a decenas de películas de ciencia ficción me inunda cuando miro por la ventana la campiña francesa desolada. Anoche di mi último seminario presencial antes del confinamiento. No sé cuándo podré volver a trabajar con normalidad, al igual que la enorme mayoría de nosotros.
Todo lo que hasta hace unos días era evidente y familiar, todo aquello que no requiere atención y manejamos de modo automático, se ha transformado en cuestionable, extraño, dudoso. Ninguna de las tres personas que estaban delante de mí en la parada del tranvía quiso tocar el botón para abrir las puertas. Se miraron de reojo, como con vergüenza. Finalmente, un instante antes de que el tranvía volviera a partir, uno de ellos, curiosamente el de más edad, tomó la iniciativa. Me pregunto la cantidad de obstáculos mentales que tuvo que superar para tomar la decisión. Tocar el botón de la puerta de un transporte público o de un ascensor, apoyarse en el picaporte de una puerta, entrar el código al pagar con tarjeta, recibir dinero en efectivo o cruzarse con un vecino en el hall de entrada de tu edificio de departamentos se han vuelto actos sospechosos; ya no fluyen. Las situaciones de la vida diaria quedaron como estancadas. Una vez adentro del tranvía la situación no fue menos tensa: todos nos habíamos vuelto, vaya a saber cómo, un posible foco de infección, un peligro potencial. El ambiente era tan irrespirable que me bajé en la parada siguiente. Opté por caminar hasta la Gare por las anchas veredas de la ciudad.
No es de extrañar que en un mundo globalizado, técnica moderna mediante, "la peste" nos concierna a todos y a cada uno de los individuos de este planeta. Digo la peste y no el virus para hacer referencia al gran análisis que hizo Michel Foucault, asistido por sus colaboradores, de los reglamentos que definían el modo de comportamiento en las ciudades y pueblos del Medioevo ante la amenaza de la peste. Ante la peste, el confinamiento y la disciplina, el orden y el reglamento. ¿Quién hubiera creído que las actuales sociedades del rendimiento, en las que hasta hace unas semanas se discutía si, frente a la posibilidad concreta de la inmortalidad, debíamos preferir el abandono de un cuerpo obsoleto u optar por una su reparación infinita, tuvieran que rendirse ante la amenaza, ancestral y reaccionaria, de una "simple" pandemia viral? ¿Quién hubiera creído que, en nuestras sociedades donde lo ilimitado pasa por un valor absoluto, tengamos que admitir de golpe que estamos en peligro de muerte, y que una mascarilla antiviral o un poco de lavandina separarían la salud de la enfermedad, los vivos de los muertos?
Es así que un virus impone la caída -¿pasajera?- de la performance y de la acción, de la motivación y de la positividad, retrotrayéndonos a un estado de cosas ligado a una anacrónica sociedad apestada, repleta de negatividad, una sociedad de la disciplina con todas las consecuencias paradojales e inesperadas que supone. Es que el evento siempre llega sin pedir permiso y de modo inesperado, como diría Derrida.
Quien dice confinamiento, dice la posibilidad del aburrimiento. Y el aburrimiento puede resultar una gran oportunidad (por supuesto, dejo de lado a aquellos que luchan contra la enfermedad y/o simplemente no pueden plantearse la posibilidad de aislarse quedándose en sus casas). Pero el aburrimiento, en esta sociedad de la positividad a ultranza, resulta problemático, desagradable, insoportable. Lo rechazamos de tal modo que nos hemos transformado en verdaderos ignorantes del asunto. Esa ignorancia define la situación en la que comúnmente nos encontramos y hasta cómo somos. Me atrevería a decir que no queremos saber nada del aburrimiento y buscamos escaparle continuamente. Y nada mejor para escaparle que la presunción de un mundo plenamente disponible. Esta es una de las ventajas de la tecnología. Nuestros aparatos, extensiones virtuales de nuestras manos y mentes, generan la ilusión de una disponibilidad inapelable. Pero claro, la pandemia ha transformado el mundo en indisponible, contradiciendo nuestras costumbres más afianzadas. Ni siquiera nos salva de este extrañamiento nuestra hiperconectividad hogareña. Hemos quedado, todos, cada uno a su manera, como en suspenso. El mundo dispuesto para nosotros, estable, ese que podemos a todo momento anticipar, se resquebraja y pone de manifiesto que, en el fondo, no había nada que lo sostuviera. El mundo de nuestras referencias y hábitos colgaba de la nada.
¿Seremos capaces de habitar la duración de este tiempo que se dilata? ¿Resolveremos no luchar, ni actuar siquiera, contra la llegada del profundo aburrimiento? ¿O dejaremos por fin que su tono nos acoja y así aprender de él? Si así fuera, experimentaríamos, quién sabe, una revolución en nuestra sensibilidad. Aprovecharíamos entonces la posibilidad de preguntarnos, otra vez, como una nueva primera vez, algunas cuestiones esenciales: acerca del horizonte compartido del mundo familiar hoy perdido, de la finitud que la ruptura del mundo supone y sobre el extrañamiento, ese instante de soledad que siempre seremos.
La experiencia del aburrimiento podría revelarse entonces como una manera de preparar la celebración que aguarda al final de la convalecencia y que tal vez, ojalá, nos encuentre distintos.
Filósofo (DEA UNED Madrid)