En el séptimo día, lo que triunfó fue el pragmatismo
En el primer día, un rayo tronó en los cielos y en la tierra se dividieron las voluntades hasta que por fin, al cabo de largas deliberaciones sobre el más acá y el más allá, el humo blanco escribió para sorpresa del pueblo creyente el nombre del elegido. Y se hizo la voluntad de la mayoría porque así debía ser. Y festejaron entonces los allí reunidos y se lamentaron otros, muy lejos de allí, porque esa voluntad no era la suya. Y se dijeron desgraciados estos últimos. Y se dijeron faltos de fortuna. Pero en la confusión de aquel primer día no tuvieron la sabiduría de ocultar sus sentimientos. Y ése fue el principio de los nuevos tiempos.
En el segundo día, el elegido predicó la austeridad y la humildad y dio ejemplo de ello en acto y palabra, y vio que estaba bien y que en la Tierra los ecos de su voz alcanzaban los rincones más lejanos. Y se vio también aquel segundo día que en el fin del mundo el desconcierto de algunos trocaba en cálculo y el escarnio en elogio, y cundía entre el rebaño de los descreídos un desconcierto aún mayor porque el infierno de antes era ahora cielo. Y llegó la noche de aquella jornada, con más confusión que certezas entre la grey dividida.
Al día siguiente, el tercero bajo el cielo de Roma, arreciaron los vendavales del odio y la descalificación y el elegido tropezó, pero no cayó. Y se alzaron sobre la tierra las voces en su defensa y ladraron también, acusadores, los portadores de un viejo encono. Y se ensanchó frente a los pies de los descreídos del fin del mundo una grieta profunda. Y a esa grieta se la llamó duda y la duda sembró el reino.
Pasó una noche más y con el nuevo día llegó la palabra misericordia y llegó también la palabra pobreza. Palabras olvidadas en el lenguaje del hombre o caídas en desuso. Y una multitud en la plaza escuchó estas palabras de boca del elegido y supo que algo, quizá, había cambiado. Y entonces el elegido explicó los porqués de su nuevo nombre mientras lejos de allí, desde lo alto, la orden se hizo escuchar como un rugido: el elegido debe ser nuestro elegido: también por él debemos ir. Y terminó así el cuarto día y todos miraron alrededor y vieron que, hasta allí, la cosa no iba tan mal. Y por un momento en el fin del mundo se acalló, obediente, la furia de los descreídos.
Al amanecer del quinto día, el cielo se abrió sobre la ciudad eterna y la visitante del fin del mundo se hizo presente. Y con ella algunos creyentes entre los descreídos. Y todo fue espera y anticipación de lo que sería en el sexto día. Y la duda, como antes la oscuridad, se hizo a un lado definitivamente y en su lugar reinó una nueva certeza. Nunca hubo confrontación, no la había ahora ni debía haberla jamás. El reino puede ser torpe, pero no es tonto.
Y llegó el sexto día y se encontraron y hablaron, compartieron el pan y el vino, y hubo sonrisas y gestos y armonía. La disputa de los puros moría a los pies del pragmatismo. Y la visitante consideró que lo que estaba hecho estaba bien y la emoción cubrió su rostro. Y se hizo la noche y con el amanecer del séptimo día otra vez la luz brilló y un nuevo nombre ocupó el trono de Pedro. En ese día, la visitante comprobó además que el elegido se quedaría en Roma. Y se dijo y repitió que Roma, después de todo, está lejos de su reino. Y que la imagen multiplicada de su encuentro diría de ahí en adelante mucho más que mil palabras. Y así terminó el día séptimo. Y el cristinismo miró alrededor y sonrió.
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