En el origen, el tipo de cambio fijo
Confesémoslo: la crisis del euro, con todo el sufrimiento que conlleva y sus consecuencias para la economía mundial, nos ofrece a los argentinos un consuelo nada pequeño: nuestra Gran Depresión de 1999-2002 le puede pasar a cualquiera. No es porque mal de muchos sea consuelo de tontos -o de todos-. La terrible crisis del final de la convertibilidad, que muchos achacaban a deficiencias casi morales de nuestro carácter o nuestra organización (políticos irresponsables, legislaturas sobredimensionadas, dispendio público o privado) tuvo un origen más pedestre, que comparten hoy los países de la Europa periférica: el sistema de tipo de cambio fijo.
El uno a uno de la Argentina tuvo un enorme mérito como cura para la hiperinflación, pero, como toda fijación cambiaria, contenía la semilla de su propia destrucción, o al menos el riesgo de una implosión económica como la que ahora sufre la eurozona. Claro que puede haber crisis económicas con sistemas monetarios de cambio flexible. Pero los cambios fijos tienen la particularidad de golpear con una violencia proporcional al entusiasmo que inicialmente generan; así, la Argentina, la estrella de los 90, se convierte en paria mundial en pocos años, y la Irlanda ejemplar de hace un lustro se vuelve un caso de depresión, ajuste y socialización de deudas.
Si la crisis de la convertibilidad nos enseñó la lección de los riesgos del cambio fijo, no se percibe que hayamos captado como sociedad una trampa más general, de la que nuestro intenso affaire con la convertibilidad fue apenas un caso particular: tendemos a infatuarnos con "modelos" que parecen mágicos y en los que creemos haber hallado la vía rápida para el progreso. Si es que hubo una fantasía del 1 a 1, también hubo una del 3 a 1. Por casi un lustro los argentinos creímos que era posible ese cuasi oxímoron del "tipo de cambio real alto y estable" (si es alto respecto a un equilibrio, ¿no tenderá a acercarse a él, y por lo tanto ser inestable?). Ahora que la inflación terminó de evaporar esa otra fantasía, parecemos dispuestos a ensayar otro atajo, el de la sustitución de importaciones. La historia podría advertirnos con bastante contundencia si se trata o no de una nueva fantasía.
El autor es economista, profesor en el Departamento de Historia de la Universidad Torcuato di Tella
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