En el ojo de la tormenta
CUANDO su cuerpo de presidente electo lo apremió anteayer, y debió entregarse a las manos de los médicos, Fernando de la Rúa venía de tres semanas de combatir en el copete más alto del poder sin corazas ni tamices.
Cuenta con muchos ministeriables, pero no tiene ministros; tiene conflictos con la economía indócil, pero nadie le acercó un borrador -o una idea siquiera- de discretos costos políticos.
¿Fue un error no haber designado un gabinete que lo preservara a él, el hombre más poderoso de la Argentina actual, de la extenuante gestión personal para resolver y arbitrar? ¿Fue también, acaso, un error suyo dilatar una decisión definitiva sobre los caminos posibles del próximo e inevitable ajuste de la economía? Ningún presidente civil eligió a sus ministros al día siguiente de la victoria electoral. Arturo Frondizi, en 1958; Arturo Illia, en 1963, y Héctor Cámpora, en 1973, definieron sus gabinetes cuando ya se preparaban para la definitiva unción del poder. El más rápido fue Raúl Alfonsín, en 1983.
Ninguno de ellos -ni el propio Carlos Menem, en 1989- tenían los desafío electorales inminentes de De la Rúa y ninguno careció como él, por lo tanto, de márgenes para equivocarse.
El círculo de su confianza íntima, con el que se movió en su carrera de político, es, además, demasiado estrecho para atender a la administración nacional. Los otros hombres -sean correligionarios o aliados- le son ajenos; debe probarlos, medirlos y hasta conquistarlos.
Las presiones y el poder vienen juntos. En Europa se codeó con un firmamento de estrellas políticas, pero debió convivir con la presión de su partido.
Salvo Alfonsín (que aclaró de entrada que respetaría la decisión del presidente, como lo llama a secas a De la Rúa, sobre la titularidad de la Cámara de Diputados), el resto de la dirigencia radical lo presionó para que se olvidara de su corazón -volcado hacia su amigo y jefe de campaña Rafael Pascual para ese cargo- y apuntara con su dedo ineludible a Federico Storani. Pero ya no hay remedio para ellos: Pascual será el próximo presidente de la Cámara de Diputados.
Sin embargo, De la Rúa no se olvidó de Storani. En realidad, éste no hizo más que apresurar, con su carta parisiense tan famosa como larga, una decisión que el presidente electo tenía in pectore : si no suceden imponderables en el medio -y si no median disidencias entre ellos mismos- Storani será el sucesor de Carlos Corach como ministro del Interior.
Esa era una cartera clave, vacante hasta de candidatos, que requerirá de eficaces juegos de cintura para atravesar el enmarañado paisaje institucional. Con la decisión sobre el destino de Storani, De la Rúa comprometió en ese desafío a un potencial adversario interno; siguió así el insistente y prudente consejo de su hermano, Jorge de la Rúa.
Pero la presión más dura vino de los pobres economistas, condenados de por vida a ser mensajeros de malas noticias. El viernes previo a su viaje a París, De la Rúa se encerró con ellos y éstos lo pusieron en un brete infernal: debe decidir cuanto antes la línea política del próximo ajuste presupuestario, lo activaron.
Las alternativas son la reducción de salarios en la administración pública o una suba de los impuestos. Dentro de cada una de esas opciones, tendrá que elegir a quiénes les reduce el sueldo o a quiénes les aplica los nuevos impuestos.
La disidencia con Roque Fernández sobre la magnitud del déficit es relativa. José Luis Machinea y el actual ministro están hablando de dos ejercicios distintos. Para decirlo con palabras sencillas: Machinea sostiene que si se traspola el déficit de este año -y los compromisos impagos que podría dejar Roque- el descubierto del año 2000 podría llegar a los diez mil millones de dólares.
El déficit de 1999 será de, aproximadamente, 7800 millones, pero a esa cifra deben restársele unos 1800 millones ingresados por privatizaciones de empresas públicas, que no estarán presentes el año próximo.
Hay que sumar, además, unos mil millones de dólares por pagos atrasados en servicios y a proveedores, y otra cifra parecida por la reducción de los aportes patronales, aun cuando no se cumpla la fase prevista para diciembre. Todo eso totaliza unos 9800 millones.
El déficit consentido por el Fondo Monetario, para defender la convertibilidad, es de 4500 millones de dólares. El ajuste que necesita la economía argentina es, entonces, de unos 5000 millones de dólares.
El mayor ajuste posible, sin meter mano en los salarios, es sólo de unos 1200 millones de dólares. Ahí aparecen los dos senderos: o se consigue el resto reduciendo salarios o se los consigue con nuevos impuestos.
Los impuestos podrían, a su vez, abatirse sobre las grandes empresas privatizadas o sobre la clase media. Seguramente resultará una fórmula mixta, que tratará de preservar, hasta donde se pueda, a los sectores medios de la sociedad.
La relación idílica entre Machinea y Roque está a punto de quedar irremediablemente herida. El propio Roque debe pedir ahora un perdón al Fondo por no haber cumplido él con el límite máximo del déficit.
Esa es otra discordia con Machinea; éste le reclama que incluya en el déficit de 1999 las cosas que corresponden a su gestión: el pago del aguinaldo y a proveedores, por ejemplo.
Roque intenta acudir a una vieja treta, de la que no se privó ningún ministro, ni siquiera Cavallo: pagar compromisos viejos en enero, para embellecer la presentación del ejercicio en curso ante el Fondo. Pero lo que cambiará ahora no son sólo un año y un siglo, sino también un gobierno.
Las provincias son otro agujero negro: la deuda consolidada de 18.000 millones de dólares, anticipada por La Nación , podría llegar a los 20.000 millones a fin de año. También es cierto que el gobierno federal, sometido a permanentes ajustes, no puede seguir ayudando a provincias que se resisten a controlar sus propios gastos.
Los principales referentes de la Alianza y Corach trataban en este fin de semana de alcanzar un acuerdo con los gobernadores para ponerle, por lo menos, una base a la hondura de ese pozo.
De la Rúa intuye que cada una de las decisiones que debe tomar -se trate de la designación de ministros o de la dirección política del ajuste- es también la última decisión. Tendrá una elección en pocos meses más -en la Capital, donde reina la clase media y donde están sus principales adherentes- y, un año más tarde, enfrentará decisivas elecciones nacionales.
Se mira en espejos recientes de América latina: Carlos Andrés Pérez, en Venezuela, y Fernando Henrique Cardoso, en Brasil, perdieron en un par de meses un enorme capital político, convencidos de que contaban con márgenes suficientes como para aplicar severos ajustes. Por eso, De la Rúa reclama una solución o un milagro, sin grandes costos.
Esas obsesiones lo llevaron a no delegar nada a nadie. Decidió recibir a los gobernadores, uno por uno, para tomarles el pulso; monitoreaba por teléfono con algunos funcionarios nacionales el resultado de reuniones con dirigentes aliancistas; deslizaba futuras designaciones, pero sólo entregaba poder en dosis homeopáticas; viajó a París y durmió más en los aviones que en camas de seres humanos, y ni siquiera le entregó el gobierno de la Capital a su viejo amigo Enrique Olivera.
Trataba, en fin, de tomar con una mano al gobierno que se va, y al que viene con la otra, cuando la salud lo notificó de que es presidente de la Nación.
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