En EE.UU. la polarización ya ganó las elecciones
Donald Trump ya ganó. Sea o no el próximo presidente de Estados Unidos, su triunfo en las primarias del Partido Republicano dejó en claro la brecha profunda que separa los viejos dogmas del partido, como el libre comercio y el recorte del gasto social, de las preferencias de sus votantes.
El Partido Republicano será un partido de hombres blancos y trabajadores de clases medias ubicadas principalmente en el Sur y en el interior del país. Auspiciarán una versión particular de nacionalismo económico, buscarán poner freno a la inmigración y reclamarán más gasto social. El Partido Demócrata será por el contrario una alianza de blancos progresistas con afroamericanos y latinos viviendo en grandes ciudades ubicadas sobre las costas y abiertas al mundo. Imaginarán Estados Unidos como una comunidad multicultural, diversa y globalizada. Pensarán, ahora más libres de la presión de sindicatos debilitados, que la apertura al mundo, comercial y social, es buena para el país.
El resultado es que la distancia ideológica entre el votante promedio demócrata y el votante promedio republicano se ha ampliado. La zona de encuentro "en el centro" que tanto caracterizó el bipartidismo de Estados Unidos se ha erosionado.
Pero el próximo presidente, o presidenta, de Estados Unidos no sólo heredará una sociedad dividida. También tendrá que gobernar con un Congreso dividido, cada vez más polarizado y, por lo tanto, más disfuncional para aprobar leyes. El período 2011-2013, por ejemplo, fue el menos productivo de todos, contando desde 1947. A decir verdad, la polarización del Congreso fue notable durante el siglo XIX y hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. El inicio de la Guerra Fría y la competencia con la Unión Soviética presionaron a Washington para desarrollar un consenso bipartidista en asuntos fundamentales, domésticos e internacionales. Desde 1990, la polarización no para de crecer. Es la mayor desde 1945. Temas fundamentales como la migración, el comercio, el cambio climático o la relación con Cuba serán muy difíciles de resolver en este contexto.
Es cierto, el presidente en Estados Unidos tiene cierta autonomía en política exterior. Pero incluso la opinión pública parece menos interesada en la hegemonía global y más preocupada por la economía del país. La campaña de 2016 fue quizás la más importante y la más mediocre desde que terminó la Guerra Fría. Y no se trató sólo de Estados Unidos sino también de Occidente y el lugar que el país debería tener en él. La respuesta, como suele pasar, estará en la política interna.