Filba 2020. En días de distanciamiento, los festivales apuestan al encuentro
Quienes participan por vía remota de un evento cultural alimentan la conversación pública y recrean un espacio común socialmente necesario, marcado por intereses y gustos compartidos
"¿Por qué celebrar festivales en el siglo XXI?", se preguntaba el historiador Eric Hobsbawm en 2006, sin imaginar que un poco más tarde, en plena pandemia, nos estaríamos planteando cómo hacerlo si estamos impedidos de reunirnos en un mismo espacio. En estos días está transcurriendo la duodécima edición del Filba, el Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires. A pesar de la impronta oficial de su nombre, se trata de un festival gestionado por un grupo pequeño de personas que nada tiene que ver con oficinas estatales o grandes conglomerados de medios. Pero igual que cualquier otro festival o encuentro artístico en el mundo -grande o chico, público o privado, mainstream o alternativo-, tuvo que reconvertirse a gran velocidad y con los escasos recursos que encontró a mano para poder ofrecer su programa en modalidad virtual. La lista impactante de actividades e invitados que participan refleja el éxito de este trabajo, pero hace, también, que volvamos de otra forma a la pregunta de Hobsbawm.
Los festivales especializados tal como los conocemos hoy son relativamente nuevos. Sus antecesores fueron las fiestas religiosas, las ferias y los circos trashumantes. Eran momentos de reunión y distensión, en los que cada quien mostraba lo que sabía hacer y los pobladores de un lugar podían enterarse de cosas que pasaban en otras partes del territorio. En el siglo XIX, en plena Revolución Industrial, surgieron las exposiciones monumentales, donde las naciones recién establecidas competían para ver cuál era la más moderna, avanzada y poderosa. Recién en el siglo XX estos encuentros empezaron a dividirse por especialidades y el concepto de feria (exhibición y venta de productos) se fue separando del de festival (programa de actuaciones artísticas o performativas). La mayoría de los festivales de teatro, música y literatura que existen hoy fueron creados después de la Segunda Guerra Mundial, a menudo con el objetivo explícito de contribuir a la paz y al entendimiento entre las naciones. En la Argentina, tuvimos la primera Exposición Agrícola-Rural en 1858 y la primera Feria del Libro en 1943.
Los últimos años del siglo pasado dieron lugar a una explosión de festivales: se podía asistir a encuentros de rock en megaestadios o de música clásica en medio de la montaña, de teatro shakespereano en la calle o de improvisación en una fábrica abandonada, de historieta, de cocina, de danza, de cine, de cine documental, de cine documental-lgbtq-ecológico y, por supuesto, de literatura en todas sus facetas. Es en ese contexto en el que Hobsbawm se pregunta por el sentido de los festivales: ¿qué función cumplen? ¿Qué necesidad vino a cubrir esa proliferación infinita?
Más allá de su función dentro del entramado comercial -que varía muchísimo según el tipo de encuentro del que estemos hablando-, el historiador hace hincapié en dos cuestiones. Por un lado, un festival es "la expresión de una comunidad de intereses y gustos". Hay personas que disfrutan de una determinada expresión cultural o artística y se reúnen para compartir, escuchar, mostrar, aprender. Por el otro, un festival es "el escenario de una expresión social y político-cultural". Pone en escena formas de ver el mundo y, por lo tanto, tiene la intención de intervenir de algún modo en la conversación pública de una comunidad. Son dos cuestiones que tal vez parezcan obvias, pero que son tremendamente importantes y valiosas para una sociedad.
Me consta que el programa de Filba se construye desde "una comunidad de gustos": dentro de las limitaciones que impone la realidad (la más grande es la disponibilidad de agenda de los autores, aliviada este año por la virtualidad que, al menos, quitó del medio la complejidad de los viajes), el programa se arma con invitados, temas, tensiones y formatos que expresan las lecturas y los intereses del equipo de trabajo. Es, desde ya, un equipo ampliado, que incluye a colegas de otros proyectos literarios, autores participantes de ediciones anteriores y, en los últimos años, gracias a las redes sociales, pedidos y propuestas del público. ¿Esto puede resultar sesgado, dejar libros afuera? Seguramente, pero de eso trata un festival y por eso es valioso que haya muchos en conversación.
La conversación es, precisamente, la otra parte: un festival tiene sentido si logra que sean cada vez más las personas que participan de su propuesta, que descubren textos nuevos, que leen de otra manera, que complementan su arsenal de preguntas y posibles respuestas para encarar la vida. El Filba no se propone vender más libros -aunque esta sea una consecuencia más que bienvenida para aportar al sostén de escritores, libreros, editores, traductores, ilustradores y todos los que participan de la cadena de producción del libro-, sino que se propone hacer que la literatura circule y que más gente se acerque a lecturas diferentes. Esta es su manera de intervenir en la vida pública de la ciudad.
Viendo la calidad del programa de este Filba y la repercusión que está teniendo a través de medios y redes, podemos pensar que parte de los objetivos del festival -como ejemplo de todos los encuentros artísticos que planteábamos al principio- se puede sostener y hacer crecer en el mundo virtual y durante una pandemia.
Pero Hobsbawm hablaba de algo más cuando pensaba en el éxito de los festivales, y era de la necesidad del cara a cara, de la importancia de reunirse físicamente con esos otros miembros de nuestra comunidad de intereses. De charlar con quien está sentado en el asiento de al lado, de conocer a alguien mientras hacemos la cola, de tomar un café en el entretiempo, de esperar el colectivo a la salida con una persona que nos parece muy distinta pero que está leyendo el mismo libro y por eso solo ya se nos acerca un poco.
Eso, por ahora, no es posible para el Filba ni para otros festivales; no es posible para el teatro, para los conciertos, para las muestras de arte ni para ningún otro tipo de encuentro en el que se reúnan muchas personas. Es una pérdida enorme para el público, pero también para los artistas y gestores, que suelen poner alma y vida en estas producciones y que generan una riqueza mutua, un bienestar común, que va mucho más allá de cualquier valor económico.
Estamos en medio de un proceso que no sabemos cómo seguirá. Por ahora, un festival como el Filba se puede seguir haciendo -se puede seguir leyendo, seleccionando, compartiendo lecturas, sumando voces grandes y pequeñas a la conversación- y, por ahora, el público acepta las reglas que impone la distancia. La pregunta que no queremos hacer es qué pasará con todo esto si el distanciamiento se mantiene, si no logramos volver a reunirnos en un mismo espacio.
Sé que esta frase de Hobsbawm es la reflexión de un pensador que vivió en otra época, pero me pliego a ella con fervor, aunque me vea obligada, ahora, a convertirla en una expresión de deseo: "La experiencia artística, como todas las formas de comunicación humana, es más que virtual. Por lo tanto, seguirá habiendo un sitio para actividades reales en lugares reales donde alguien pueda, de algún modo, seguir soñando con la fusión de la comunidad, el arte y el genius loci, del público y los artistas. Y donde, por un momento, el sueño se hará realidad".
Grandes invitados y más de cien actividades
Por Daniel Gigena
A causa de la pandemia, la 12a edición del Filba y los diez años de vida del Filbita se celebran en modo virtual durante nueve días, con un total de 116 actividades vía streaming. Ayer tuvo lugar la apertura, con un discurso de Joyce Carol Oates. La autora de Blonde forma parte de la nutrida delegación estadounidense junto con Siri Hustvedt, Sharon Olds, Vivian Gornick, Jamaica Kincaid, Margaret Randall, Francis Riddle, Jon Lee Anderson y Nic Pizzolatto, que conversarán con colegas argentinos, darán clases magistrales o leerán textos en noches de poesía desde sus livings.
Otros "países literarios" bien representados en esta ocasión son Chile, con Alejandro Zambra, Paloma Valdivia, Alejandra Costamagna y Lina Meruane, entre otros embajadores; España, con los escritores Cristina Morales, Llucia Ramis y Andrés Barba, el ilustrador Pep Montserrat y la cantante Christina Rosenvinge; México (Guillermo Arriaga, Cristina Rivera Garza y Emiliano Monge); Perú, con Mario Montalbetti, Micaela Chirif y la "poeta trap" Lisa Carrasco como invitados, y Uruguay, con Mercedes Calvo, Roy Berocay y Horacio Cavallo.
El leitmotiv de esta edición es "En transformación", y alude no solo al cambio de formato (de presencial a virtual por primera vez en la historia del festival) sino también a los modos en que la literatura amplía sus posibilidades gracias a la experimentación y las bodas con otras formas de expresión como el guion, la performance, la música y el cine. Hasta el 23 se podrán ver siete films que tienen en sus elencos a autores como Ricardo Piglia, Raúl Zurita y Lorrie Moore. Más información en www.filba.org.ar