En democracia el poder legítimo lo dan las urnas, no la calle
La tormenta de violencia recíproca que se desencadenó hace pocos días en las inmediaciones del Congreso resulta de una legitimidad a medio hacer. A diario no hacemos más que hablar de grietas, divisiones o fracturas para enunciar la cuestión de un régimen político en el cual no asciende todavía, como protección bienhechora de nuestra convivencia, una creencia compartida acerca de la distribución del poder en la sociedad, y tampoco un acuerdo con respecto a las reglas de sucesión de la democracia representativa.
Con relación al primer punto, la democracia que instauramos en 1983 ha tenido pobres rendimientos en términos éticos, sociales, educativos y económicos. Una democracia maltrecha por sus resultados con un tercio de pobres e indigentes sobre la población total del país y una constitución económica, como diría Alberdi, sujeta a dramáticas crisis, inflaciones y una fuerte concentración del ingreso.
Estas carencias han generado una disputa en torno a la distribución del poder sobre la cual la dirigencia política se agita, busca privilegios, le cuesta alcanzar consensos y aprovecha para apropiarse del Estado y hacer de este un botín. Enlazados estos comportamientos con agentes económicos dentro y fuera del país, se conforma de este modo una corrupción estructural que debe ser sancionada por una administración de justicia que no goza de la confianza debida a esa alta función del Estado.
Obviamente, esta montaña de obstáculos debería ser enfrentada, como pretende el actual gobierno, con propósitos reformistas y ánimo de concertación y consenso. Para ello (una regla de oro de la experiencia histórica) es preciso que se respete el segundo principio del argumento de la legitimidad democrática, que remite a un acuerdo sincero de todos los participantes con respecto a las reglas de la sucesión presidencial. Es necesario pues que gobierno y oposición, y por ende los actores políticos y sociales, acepten plenamente la alternancia electoral.
Sobre este presupuesto descansa el andamiaje republicano de la democracia y su apuesta hacia el futuro: al poder, en suma, se llega por vía pacífica; jamás por la imposición y la violencia. Este presupuesto rige incompleto entre nosotros porque, como alguna vez apuntó Felipe González, no hay "aceptabilidad de la derrota". No se lo acepta, en efecto, de la mano de justificaciones vinculadas a una interpretación del concepto de la soberanía popular que dice que sólo un sector encarna al pueblo auténtico o verdadero y a la dialéctica amigo-enemigo que brotó durante la experiencia kirchnerista.
Este componente guerrero del lenguaje ha pervertido la política. Impregnó a quienes lo emitían y a quienes lo recibían, degradando la palabra dicha en público. Y, ya se sabe, la violencia que se desata en el choque cuerpo a cuerpo suele nacer de la violencia de la palabra. El drama que estalló entre el Congreso, el Obelisco y la Plaza de Mayo (un triángulo urbano de la violencia) vino incubándose desde el momento en que la presidenta saliente no reconoció la victoria de Mauricio Macri, pretendió organizar una manifestación adicta para recibirlo y se negó a entregarle los símbolos del mando. Con ese triple gesto demostró que lo que estaba en juego no era una alternancia consentida por ganadores y perdedores, sino el primer acto de una fricción constante entre regímenes incompatibles.
Sobre esta dicotomía se han montado dos estrategias de impugnación a un gobierno considerado ilegítimo: una estrategia que transforma la competencia electoral en un combate agónico con el objeto de reconquistar la supremacía perdida y una estrategia de acción directa en el espacio público para vetar leyes y decisiones sobre la base de que el "pueblo verdadero" es aquel que, a través de la militancia, sustituye en la calle a la expresión de la ciudadanía en las urnas. El silencio del sistema representativo, que opera con el voto secreto, se lo aplasta con el ruido de los improperios y, al cabo, de la violencia física.
El engarce entre estos tipos de acción pública puede trasladarse, como se vio, al recinto del Congreso con un estilo que combina la contestación radical con el miedo. Se trata de un asunto que tiene como telón de fondo el fenómeno de la corrupción; vale decir: la erosión sistemática que ha sufrido el fundamento ético de nuestra democracia republicana. Asunto vital que ha hecho del Congreso, según dijimos meses atrás, un aguantadero de enjuiciados y que, al paso de prisiones preventivas exageradamente aplicadas y pedidos de desafuero, propone resolver una inquietante incógnita.
¿Con qué jueces vamos a reparar ese daño infligido? Para los que ahora padecen lo que llaman "persecución política" la respuesta es muy simple. Ya que, de acuerdo con el régimen que preconizan, la Justicia debería estar subordinada al dictado hegemónico del Poder Ejecutivo, es natural que los jueces que los procesen o encarcelen respondan al dictado de los nuevos príncipes que ocupan la Casa Rosada. Las cosas se reducen, en suma, a una lucha abierta de poder que se alimenta por la moda de este siglo de recurrir, en cualquier circunstancia, al arbitrio de la "posverdad".
Por este camino, en el cual convergen los millones de opiniones al desnudo que nos traen las redes sociales, la política está en trance de convertirse, en la Argentina y en el mundo, en un torneo de falsedades. Cada facción, cada ex gobernante acosado por denuncias y procesos, dispone de una batería de contradenuncias para respaldar lo que, para ellos, es su condición de perseguidos. No vale pues el juicio neutral sujeto a debido proceso; vale, al contrario, la opinión comprometida. Aun así, estas defensas improvisadas, que tienen la ventaja de contar con una justicia lenta e ineficiente en cuanto a producir sentencias firmes, no han logrado ahuyentar el fantasma del miedo.
La opresiva presencia del miedo en quienes se sienten perseguidos los lleva a jugar al límite pues, de acuerdo con el pronóstico de que no hay justicia sino poder dominante, la victoria del oficialismo será precursora de su ocaso definitivo; por su parte, el juego en los límites los induce a buscar apoyo en grupos violentos, tributarios de intendentes adictos, partidos de extrema izquierda y barras bravas; por fin, esa violencia desencadena represiones excesivas, a priori o a posteriori, de unas fuerzas del orden que no terminan de adecuarse a los dictados del Estado de Derecho. Consciente o inconscientemente se espera que haya muertos y, como dijo un diputado, "corran ríos de sangre".
A este nivel de miedo y desesperación hemos llegado: se especula con la muerte y con la inestabilidad de la opinión pública porque esa fatalidad y los cambios abruptos del humor social fueron el preámbulo de la caída de los presidentes De la Rúa y Duhalde. Afortunadamente, esos auspicios fúnebres no se han concretado.
Es claro, sin embargo, que se contrajo el área del consenso y que el espacio de un centro moderado, compartido por un gobierno abierto a la concertación y una oposición responsable, estará de ahora en más hostigado por movimientos contestatarios. Conquistar una legitimidad de resultados en materia económica y social se impone, en consecuencia, por propia gravitación. Las leyes que ha aprobado el Congreso son, en este sentido, un punto de partida indispensable.