En defensa del liberalismo
Ser liberal implica aceptar que la vida es sagrada, que toda persona vale, que nadie puede ser discriminado, que pensar diferente es deseable y necesario
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Mi relación con el liberalismo no nació de la fascinación abstracta por un corpus teórico, sino de mis simpatías por el ideal de la libertad y por los luchadores de la libertad. Fue, como toda pasión política genuina, la adhesión a una ética, a una estética y a un estilo. Mi liberalismo incluía héroes: Lord Byron, Victor Hugo, Garibaldi, Larra, Mariana Pineda, Miranda, los jóvenes románticos de 1837. Imposible eludir las citas literarias: Amalia, Eduardo Belgrano, Daniel Bello, héroes y heroínas de la novela de José Mármol que poblaron mi universo liberal.
En términos estrictamente políticos, ser liberal fue para mí aceptar que la vida es sagrada, que toda persona vale, que nadie puede ser discriminado por el color de su piel, el tono de su fe o la clase social. También significa que ninguna teoría dictada en nombre de las masas o la comunidad puede estar por encima del reconocimiento a la vida y al hombre libre. Postula asimismo que pensar diferente es deseable y necesario, sin que el precio a pagar por ese acto sea la cárcel, el cadalso o el paredón.
El liberalismo nació discutiendo e impugnando el poder de la monarquía absoluta y el de la iglesia integrista. Y a la imposición del señorío feudal y las corporaciones propuso la libertad económica.
El orden liberal que reemplaza al mundo antiguo no se construye de un día para el otro, pero sus fundamentos ideales se constituyen con libertades individuales, sociedades abiertas, economía de mercado y Estado de Derecho. El liberalismo recela del poder, pero no lo niega, porque su sentido práctico de la vida y de la política le dice que es necesario. No lo niega, pero le pone límites. Esa relación o esta dialéctica entre orden y libertad el liberalismo la asume con todas las consecuencias del caso. Es decir, admite la contradicción y, al mismo tiempo, no alienta la ilusión o la pretensión de disolverla, sino que se propone convivir con ella .
En lo personal, liberalismo significa aliento a la curiosidad, al asombro, al ejercicio lúcido y práctico de la inteligencia. Por esos valores, por la defensa de esos valores, un liberal que honra esa condición se juega la vida, entre otras cosas porque no concibe una vida digna de ser vivida sin la vigencia de esos valores.
El liberalismo hace posible equilibrar las tensiones entre lo popular y lo elitista. Parece extraño, pero el liberalismo se honra de esos extrañamientos. En términos existenciales significa que, colocado en una situación límite, se pueda tener el coraje intelectual de Schiller: “Si el pueblo revolucionario ingresara a mi casa para incendiar mi biblioteca, lucharía contra él hasta la última gota de mi sangre”.
No vacilo en calificar al liberalismo como una prodigiosa aventura del pensamiento donde el valor de la libertad se conjuga en todos los tiempos posibles. No lo concibo como una ideología, sino como una suma flexible de valores, aprendizajes y prácticas sociales que resisten a las ideologías. El liberalismo así entendido no se propone disponer de la llave de la felicidad y desconfía profundamente de líderes y caudillos que prometen los más diversos “paraísos”. Sus objetivos son más modestos, pero no por eso menos valiosos: la resolución concreta de los problemas concretos, y a la seducción de la utopía prefiere las expectativas de la esperanza.
¿Cómo sostener estos principios en sociedades multitudinarias o en un mundo cuya historia en el siglo XX fue la historia de los regímenes totalitarios? La respuesta, luego de balbuceos, ensayos, fracasos y logros, fue el Estado de Derecho y el control al poder. La libertad pensada como una conjunción de atributos que incluye derechos y deberes. Se trata de pensar el liberalismo como totalidad abierta y articulada. Los años de la modernidad hicieron posible un conjunto de realizaciones económicas y culturales que le permitieron a la humanidad hacer posible de una manera imperfecta pero real la difícil relación entre progreso y tradición, orden y libertad, individuo y multitud, realismo y esperanza.
Decía que el centro del liberalismo es la libertad del hombre y de todos los hombres. Pero para un liberal es la libertad la condición de la justicia y no a la inversa. Parte del individuo, pero del individuo en sociedad y postula un orden político que asegure la protección de sus derechos civiles y políticos. La afirmación de la individualidad le ha valido la imputación de egoísta. Pero el liberalismo no postula al individuo imponiéndose a otros; por el contrario, más que egoísta es igualitario, porque le otorga a todos los hombres el mismo estatus: los hombres son libres, deben ser libres, merecen disponer de una autoestima respetable y la política se justifica si garantiza esos derechos. ¿Y la competencia? En una economía de mercado se compite, pero la competencia no es la ley de la selva ni le otorga a los ganadores la condición de dioses.
¿Derechos humanos? Por supuesto. Los derechos humanos son una conquista de la humanidad que llegó de la mano del liberalismo. Universales y justos. Valen para todos y el principal bien a defender es la vida y la libertad.
En la Argentina debimos padecer las atrocidades de las dictaduras militares para que hasta los enemigos de la libertad merodearan por las inmediaciones del liberalismo, aunque más no sea por miedo. Fueron necesarios estos atropellos para que muchos valoraran las virtudes del estado de derecho o los peligros del Estado devenido Estado terrorista. El aprendizaje de la libertad es arduo y duro, pero lo deseable sería no equivocare en el camino, no insistir en atajos o zambullirse en lodazales donde la humanidad se empantanó una y otra vez. Bienvenido entonces el liberalismo por su humanismo impenitente, su reivindicación incondicional de la libertad, su defensa porfiada de las sociedades abiertas, por su esfuerzo para trasladar a la vida cotidiana aquellos valores universales y “eternos” que le otorgan significado a la vida. Interrogante de respuesta compleja o difícil es el de las relaciones del liberalismo con el capitalismo. Históricamente fueron funcionales. Sin duda que se complementaron, sin embargo no es aconsejable suponer que son lo mismo. A decir verdad, no sabemos si es posible la convivencia entre un orden político liberal con una economía no capitalista. No lo sabemos, pero sería deseable que esa posibilidad esté históricamente abierta. Por el contrario, sí sabemos que un orden político autoritario puede existir con una economía de mercado. La dictadura de Pinochet en Chile así lo demuestra. Pero un ejemplo más contundente es el caso de China, con su economía capitalista y su sistema político totalitario.
Diría a modo de conclusión parcial, que un liberalismo que merezca ese nombre debe recelar de lo sistemas cerrados, no importa el título o el nombre que se emplee para justificarlos; incluso no importa que pretendan presentarse como liberales. Precisamente, fue un gran liberal como Ralf Dahrendorf el que alguna vez dijo que si el liberalismo o el capitalismo devinieran un orden o un sistema cerrado, habría que luchar contra ellos con la misma pasión con la que luchamos contra el comunismo o el fascismo.