En defensa de la República Romana
Por Paul Lewis De The New York Times
NUEVA YORK.- Para la mayoría de los historiadores del siglo XX, la República Romana fue una oligarquía corrupta gobernada por una aristocracia rica y decadente, pese a sus asambleas populares y la elección periódica de sus funcionarios. En comparación con la Atenas de los siglos V y IV a.C., reverenciada como cuna de una democracia más pura donde se votaba alzando la mano, Roma se veía como el coto privado de una camarilla.
Sin embargo, desde hace unos diez años, varios investigadores vienen sosteniendo que era una democracia, imperfecta, sí, pero reconocible como tal. El control de los cargos públicos por la aristocracia fue menor de lo que suponíamos. Y Roma tiene aún más puntos en común que Atenas con las nociones modernas sobre la democracia. "Desatendemos los aspectos abiertos del sistema, que produjeron resultados indeseables e imprevisibles para las clases gobernantes -señala Fergus Miller, historiador de Oxford-. Mi libro es un intento deliberado de perturbar la visión convencional de la República Romana." Se refiere a The Crowd in Rome in the Late Republic ("La plebe en las postrimerías de la República Romana", University of Michigan Press, 1999).
El poder de la plebe
Esas credenciales democráticas no siempre fueron cuestionadas. Los fundadores de los Estados Unidos se inspiraron en su sistema bicameral. Pero en el siglo XIX Grecia comenzó a reemplazar a Roma como modelo político y cultural para Occidente. Al impulsar los británicos la expansión de las reformas democráticas, los liberales señalaron la experiencia ateniense como prueba de que se podía alcanzar la democracia sin pasar por un cataclismo traumático de otra Revolución Francesa. En 1912, el historiador alemán Matthias Gelzer fijó el tono de numerosos estudios posteriores con su libro La nobleza romana , donde subrayaba "la naturaleza hereditaria del poder político en las grandes familias aristocráticas" y llegaba a la conclusión de que, si bien ocasionalmente "se ponía en el candelero a un hombre nuevo, el cuadro general no variaba".
Roma dejó un registro de su vida política mucho mejor que el ateniense. Esto perjudicó su imagen, pues los historiadores pudieron rastrear mejor la red de relaciones familiares, intereses especiales y sobornos. En una reseña aparecida en The Times Literary Supplement , la clasicista británica Mary Beard, de la Universidad de Cambridge, explica que "la mayoría de los investigadores modernos han manifestado su desagrado por la política romana en general" y "rara vez la ensalzan por haber marcado un hito en el camino hacia la libertad política".
Millar y otros historiadores intentan cambiar esta percepción. Después de todo, fue Roma, y no Atenas, la que inventó esa piedra angular de la democracia moderna que es el voto secreto. Algunas de sus asambleas populares habrán aplicado el voto cargado, que favorecía a los ricos, pero aun así eran los únicos cuerpos populares facultados para legislar y nombrar funcionarios. El Senado, dominado por la aristocracia, carecía de estos poderes.
Millar invierte las interpretaciones tradicionales y cita la corrupción de la democracia como prueba de su existencia. La generalización de la compra de votos demuestra hasta qué punto el consentimiento popular se consideraba esencial para el ejercicio del poder político. Las medidas reaccionarias y antidemocráticas introducidas por Sila hacia el 80 a.C. sólo tienen sentido si la aristocracia, supuestamente omnipotente, intuía que no estaba imponiendo su voluntad. En verdad, tuvo que habérselas con una asamblea que exigía la distribución de cereales y tierras a bajo precio, y el derecho a participar en la administración del imperio.
El símbolo máximo del sistema político romano era el Foro. Allí iban los líderes a exponer sus ideas y ganarse el apoyo de la plebe. Su poder dependía hasta tal punto de ésta, que bandos rivales pugnaban por adueñarse de sus lugares de reunión, recurriendo incluso a la violencia.
En The Constitution of the Roman Republic ("La Constitución de la República Romana", Oxford University Press, 1999), Andrew Linton, historiador de dicha universidad, destaca igualmente el poder de las asambleas, que a su juicio "respalda la interpretación de Roma como una especie de democracia". Cita al historiador griego Polibio, el cual, hacia el 150 a. C., atribuyó los éxitos militares de Roma a la estabilidad impartida por una constitución mixta que incorporaba elementos monárquicos, aristocráticos y democráticos. Su hostilidad a la tiranía era tal, que impuso un freno constante a los líderes ambiciosos, aun en los últimos años de la República.
Un sistema abierto
Por su tamaño y su campo de acción, la antigua Roma resulta asimismo más pertinente para muchas democracias de hoy. A mediados del siglo V a. C., la ciudad-Estado de Atenas tuvo, a lo sumo, un electorado de alrededor de 40.000 hombres, que al término de la Guerra del Peloponeso (404 a. C.) probablemente se había reducido a la mitad. Cuando la República Romana llegó a su fin, tenía más de un millón de ciudadanos, muchos de ellos libertos, y solía otorgar la ciudadanía a los habitantes de un imperio en rápida expansión.
"Tenían un concepto democrático de la ciudadanía mucho más fluido, más cercano al nuestro", opina Victor Hanson, clasicista de la Universidad del Estado de California en Fresno. Su colega Judy Hallett, de la Universidad de Maryland, concuerda: "Atenas era una democracia cerrada, no inclusiva, que no tendía la mano".
Desde luego, conceder la ciudadanía no siempre significaba otorgar poder. Además, para votar, los ciudadanos debían presentarse personalmente en Roma, lo cual equivalía a privar de ese derecho a los que residieran fuera de la ciudad. Los romanos habrán inventado el voto secreto, pero el voto por correo aún estaba muy lejos.
Traducción de Zoraida J. Valcárcel