En busca de un nuevo Keynes
Después de los escritos de John M. Keynes, nada de lo que produjeron otros economistas y centros académicos suplantó la contribución de ese genial inglés ni generó conceptos tan beneficiosos para el sistema capitalista. Ahora está haciendo falta una nueva formulación teórica, con una grandiosidad equivalente a la keynesiana, para encarar uno de los fenómenos que más influyen en el destino de la humanidad: la inequidad social. A pesar de que la pandemia desconcertó la rutina internacional, la crisis sanitaria no anula la relevancia de la extrema desigualdad social como modeladora del comportamiento de la economía del planeta.
Mucho se ha escrito sobre la concentración de ingresos, pero algunas preguntas esenciales siguen sin respuesta: a) ¿cuál es el mejor conjunto de instrumentos de políticas públicas para promover un mayor grado de equidad?; b) ¿cómo se modifica ese conjunto de instrumentos según la situación de cada país?; c) ¿cuál es la correlación econométrica entre la disminución de la desigualdad de ingresos y las tasas de inversión y de crecimiento económico?, y d) ¿cuáles son las repercusiones en las áreas fiscal y monetaria?
Poco después de la Segunda Guerra Mundial prevalecía la creencia de que, con la prosperidad de los países subdesarrollados, se aliviarían espontáneamente los contrastes radicales en la calidad de vida de sus habitantes, pero eso no ocurrió. Hoy en día se comprende que la verdadera relación de causa y efecto es lo contrario de lo que se imaginaba en el pasado: en realidad, uno de los factores fundamentales a la prosperidad es exactamente la reducción de las diferencias abismales de ingreso.
Para visualizar de una manera sencilla la forma en que el perfil de equidad condiciona el desempeño de las economías capitalistas, conviene observar tres casos históricos significativos. El primero es el de Inglaterra, pionera de la Revolución Industrial, que alcanzó una tasa elevada de crecimiento económico a pesar de la extrema concentración interna de ingresos que prevalecía en aquella época. Ese progreso fue posible únicamente porque el destino principal de los bienes producidos por las fábricas inglesas era el mercado externo. Solo después de la Primera Guerra Mundial, el nivel de vida de las clases desfavorecidas mejoró, avance que se acentuó después de la Segunda Guerra.
En el caso de Corea del Sur, cuando terminó la guerra de 1950-1953, la economía local estaba arrasada y el índice de pobreza era elevado. El crecimiento económico intenso comenzó en la década de 1970, con la instalación de grandes industrias competitivas dedicadas a la exportación, que compensaron el raquitismo del mercado interno de aquella época. A partir de mediados de los años ochenta se adoptaron medidas que propiciaron la equidad social, pero las exportaciones siguieron siendo el resorte de la economía.
La experiencia de Estados Unidos difiere de las dos anteriores. Desde los orígenes de su historia, los parámetros satisfactorios de distribución de ingresos entre la población blanca condujeron al florecimiento de un mercado de consumo interno suficiente para sustentar el crecimiento de la economía, en tanto que las exportaciones desempeñaban un papel coadyuvante. Ese contexto posibilitó la rápida industrialización. Gracias al volumen de bienes y servicios que los estadounidenses pudieron consumir, el país se convirtió en potencia.
Menciono los tres ejemplos anteriores para recordar que: a) en los países donde prevalece un esquema de grandes diferencias sociales, la única manera de lograr una tasa de crecimiento satisfactoria del PBI sin reducir esas diferencias es que haya una competitividad capaz de dinamizar las exportaciones; posteriormente hasta se podría hacer un esfuerzo para reducir la desigualdad; b) en los países con equidad social satisfactoria y una población numerosa, las mejores posibilidades de crecimiento provienen del mercado interno y dependen menos del mercado externo.
En el caso de América Latina, tanto en los países más grandes como en los más pequeños, una mejor equidad social maximizaría el aprovechamiento de sus potencialidades al impulsar a las empresas que operan en diversos sectores, como consecuencia del aumento de la demanda interna de bienes y servicios. Además, debido al incremento de la producción interna, la productividad nacional aumentaría y favorecería de esta manera las exportaciones.
Los grupos conservadores liberales latinoamericanos y los empresarios en general deberían ser los primeros en defender la aplicación de políticas encaminadas a disminuir el desequilibrio de ingresos reinante, ya que esa es la mejor forma de imprimir nuevo vigor al sistema capitalista y a la democracia.
Execonomista del BID y consultor económico en Washington