En busca de símbolos que ayuden a olvidar la debacle electoral
Hoy el Gobierno intentará mostrar que está dispuesto a dar batalla, a pesar de la derrota, la impopularidad del Presidente y las internas que entorpecen la gestión
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Con una Plaza de Mayo previsiblemente llena y con Lula como invitado estelar, el Gobierno buscará hoy demostrar que está dispuesto a dar batalla durante los dos años que le restan de mandato, a pesar de la paliza que sufrió hace menos de un mes en las urnas, de la debilidad y de la impopularidad del Presidente, de las diferencias internas que siguen entorpeciendo la gestión y de las dificultades materiales para llegar a un acuerdo con el FMI y sobre todo para implementarlo. Regodeándose en el polémico papel que viene haciendo la oposición, en especial los no tan “jóvenes turcos” del radicalismo que buscan protagonismo y espacios de influencia dentro del partido y en el Congreso, Alberto Fernández intentará de algún modo relanzar su pálida administración tratando de repetir aquel genuino y para muchos sorprendente civismo que caracterizó los festejos del Bicentenario, allá por mayo de 2010.
Aquella eficaz operación cultural del kirchnerismo contribuyó a suturar –al menos parcialmente– las profundas heridas que había dejado la primera revuelta fiscal en la historia de nuestro país: el conflicto con el campo disparado por la resolución 125. Aquella celebración había sido parte de un plan mucho más ambicioso, orientado a compensar la derrota de Néstor Kirchner en la provincia de Buenos Aires, incluyendo la ley de medios y nuevas reglas de competencia electoral. En este caso, el actual primer mandatario hará una vez más uso de su inflado apego a Raúl Alfonsín para capitalizar un nuevo aniversario de la recuperación de la democracia y, de paso, ensayar una narrativa diferente que lo ayude a fortalecer su alicaída imagen y preparar el terreno para el farragoso recorrido que le espera, fundamentalmente en materia económica. Las abrumadoras consecuencias de una larga década de penosa estanflación, agravadas por las cuarentenas extremas en el contexto de la pandemia, son tan agudas que la recuperación económica del último año no logra torcer las expectativas negativas que predominan en la sociedad. De acuerdo con el último sondeo de D’Alessio-IROL/Berensztein, apenas un tercio de la población cree que su situación económica mejorará el año próximo.
La tradición populista siempre procuró apropiarse de la Plaza de Mayo, que fue, precisamente desde aquel 1810 que se celebraría dos centurias más tarde, el espacio por antonomasia de participación ciudadana en la esfera pública. Lo mismo ocurre con otros símbolos (por algo CFK denominó Instituto Patria a su think tank) o logros colectivos, como la cuestión de los derechos humanos, cuyo día internacional se celebra justamente hoy. Sin embargo, esta puesta en escena pretende abarcar otros temas o atributos que resultan particularmente útiles en las actuales circunstancias. Por un lado, mostrar “capacidad de movilización”, ratificando que el peronismo sigue garantizando “el control de la calle”. Cabe aquí recordar que con lo que se necesita para elegir un diputado en la provincia de Buenos Aires pueden llenarse sin mayores inconvenientes el espacio equivalente a dos Plazas de Mayo. Que en un sistema democrático esté garantizado el derecho a manifestarse en público no modifica desde ningún punto de vista la voluntad popular ni compensa el veredicto de las urnas. Por otro lado, valdría la pena debatir el significado del término “control de la calle”: de nada sirve para frenar ni la ola de inseguridad ciudadana ni los aumentos de los precios, aun cuando convencidos militantes recorran supermercados con ese fin.
Por otro lado, es cierto que a Cristina le viene como anillo al dedo la presencia de Lula, quien para muchos juristas independientes fue, en efecto y a diferencia de lo que ocurre con ella misma, víctima de falta de imparcialidad en las investigaciones sobre presuntos casos de corrupción. Se trata no obstante de una figura en muchos sentidos incómoda y no solo por esa relevante diferencia: Lula nunca perdió del todo su prestigio internacional, ni aun cuando estuvo preso, y viene de realizar una celebrada gira europea durante la cual fue recibido incluso por Emmanuel Macron, que también se encuentra en plena campaña electoral. Tal vez más perturbador resulta el hecho de que el expresidente brasileño no tiene que designar a ningún Alberto Fernández candidato para acompañarlo desde la vicepresidencia, sino que por el contrario él mismo vuelve al ruedo y hasta se especula con que podría designar como compañero de fórmula a Geraldo Alckim, exgobernador de San Pablo que pertenece al PSDB, el partido de Fernando Henrique Cardoso.
Finalmente, la izquierda democrática latinoamericana, cada vez más incómoda en sus contorsiones y complicidad con la profundización de los atributos despóticos, represivos y totalitarios de los regímenes de Cuba, Venezuela y Nicaragua, observa ahora cómo Gabriel Boric profundiza su moderación para compensar el giro pragmático de José Antonio Kast, mientras carece de nuevos liderazgos que reverdezcan las esperanzas y sirvan al menos de inspiración, si no de paradigma. Alberto Fernández, que dada su tardía reencarnación socialdemócrata nunca tuvo las credenciales para cumplir ese papel, se aleja más ahora que debe implementar un severo ajuste. Al menos en ese aspecto, no generará demasiados enojos de Cristina, que jamás pudo cumplir las ilusiones que en ella habían depositado tanto Chávez como el propio Fidel, y que en gran medida explican el giro ideológico que le imprimió a su gobierno a partir de 2012, incluyendo el memorándum con Irán. Frente al vacío de nuevos referentes, con el colombiano Gustavo Petro esperando en gateras y AMLO preocupado únicamente por su propio destino y las pujas por la sucesión en su gobierno, Pepe Mujica y Lula siguen siendo las figuras predominantes. Michelle Bachelet está perdida en la burocracia internacional y no puede desembarazarse de la responsabilidad que le toca al no haber promovido, como legado, un candidato competitivo. Ni Correa ni Evo Morales tienen la estatura para reclamar un lugar en ese panteón. Los dislates del peruano Pedro Castillo, que rápidamente erosionó su legitimidad y enfrenta pedidos de juicio político, ratifican que el problema de la izquierda en la región no reside en ganar elecciones, sino en gobernar.
Lula no será el primer extranjero “progre” vitoreado por una multitud mayoritariamente peronista con vetas o injertos izquierdosos. Los memoriosos recordarán las presencias de Salvador Allende y del cubano Osvaldo Dorticós el 25 de mayo de 1973, durante la asunción de Héctor Cámpora. La agrupación que lleva su nombre tendrá hoy un peculiar protagonismo, a diferencia de lo ocurrido el 17 de noviembre pasado, cuando Alberto Fernández se organizó a sí mismo su “Plaza del sí”. Claro, en esta oportunidad hablará Cristina, por eso su hijo Máximo quiere asegurar una nutrida concurrencia. Cerca del Presidente preferían que, lejos de tratarse de un acto militante, predominaran las familias y las banderas argentinas, tratando de acotar las identificaciones político-partidarias, incluso la de los movimientos sociales. Por eso la presencia de artistas “populares”. La intención es dar un mensaje de unidad, que oculte o minimice las profundas divisiones que caracterizan no solo al oficialismo, sino al conjunto del espectro político.
Seguir, dicho de otra manera, con esa carnavalización que tan bien definió Mijail Bajtin: las movilizaciones sociales como celebraciones polifónicas en las que todos se igualan. “Y hoy el noble y el villano / el prohombre y el gusano / bailan y se dan la mano / sin importarles la facha”, explica poéticamente Joan Manuel Serrat en su inolvidable “Fiesta”. También en verso exquisito, Charly García advierte sobre estos festejos en medio de la malaria en “Un símbolo de paz”: “Nos divertimos en primavera / y en invierno nos queremos morir”.